Abrí los ojos. Era imposible concentrarse en esas circunstancias, y de todos modos tampoco había nada más que oír. El susurro había terminado cuando empezaron los chillidos. Al fin y al cabo, esos gritos lo decían todo, ¿no? Así que abrí los ojos justo a tiempo de ver a Steban saliendo catapultado de uno de los armarios situados en el extremo opuesto de la pista y saltando hacia el hielo. Retrocedió, tambaleándose, resbalando, sin dejar de proferir exabruptos en español hasta finalmente abalanzarse sobre la barandilla. A cuatro patas, se escabulló hacia la puerta entre gritos de pánico. Una pequeña mancha de sangre quebraba la blancura del hielo en el lugar donde había caído.
Deborah entró deprisa, pistola en mano, y Steban la apartó a un lado, buscando desesperadamente la luz del día.
—¿Qué sucede? —dijo Deborah, con el arma dispuesta para disparar. Ladeé la cabeza, oyendo el último eco del cloqueo final y, con aquel horror aún sonando en mis oídos, comprendí lo que pasaba.
—Creo que Steban ha encontrado algo —dije.
La política policial, como con tanta insistencia había intentado transmitir a Deb, era algo resbaladizo y tentacular. Y cuando agrupabas a dos organizaciones encargadas de ejecutar la ley que más bien se caían mal, las operaciones mutuas tendían a avanzar muy despacio, muy al pie de la letra, y con una gran cantidad de arrastre de pies, elaboración de excusas e intercambio de velados insultos y sutiles amenazas. Todo muy divertido de ver, claro, pero alargando los procedimientos sólo un pelín más de lo necesario. En consecuencia, tuvieron que pasar varias horas desde la tremenda muestra de potencia vocal de Steban hasta que las disputas jurisdiccionales fueran resueltas y nuestro equipo se pusiera de verdad a examinar la feliz sorpresa que nuestro nuevo amigo Steban había descubierto al abrir la puerta del armario.
Durante todo ese tiempo, Deborah se mantuvo mayoritariamente a un lado, haciendo un gran esfuerzo por controlar su impaciencia pero sin conseguir ocultarla. Llegó el capitán Matthews con la inspectora LaGuerta a la zaga. Saludaron a sus colegas del condado de Broward, el capitán Moon y el inspector McClellan. El intercambio de ideas, realizado en un tono demasiado formal para ser considerado verdaderamente educado, podía resumirse así: Matthews tenía la razonable sospecha de que el descubrimiento de seis brazos y seis piernas en Broward formaba parte de la investigación que llevaba a cabo su departamento relativa a tres cabezas a las que faltaban esos miembros encontradas en Miami-Dade. Afirmaba, en términos que eran demasiado simples y amistosos, que parecía un poco rebuscado pensar que podían encontrarse primero tres cabezas, y que acto seguido tres cuerpos totalmente distintos aparecieran aquí por casualidad.
Monn y McClellan, siguiendo su misma lógica, señalaron que en Miami se encontraban cabezas a todas horas, algo que en Broward resultaba algo menos habitual, y que quizá por eso no bromeaban con ello; por otro lado, no había forma alguna de asegurar que ambas partes procedieran de un mismo cuerpo hasta haber realizado ciertos análisis preliminares, que claramente les correspondían a ellos ya que estaban en su jurisdicción. Por supuesto, no tenían ningún inconveniente en transmitir los resultados a sus colegas de Miami.
Y, obviamente, eso resultaba inaceptable para Matthews. Explicó con sumo detalle que la gente de Broward no sabía qué debía buscar y, por tanto, podía saltarse algo o destruir alguna prueba clave para la resolución del caso. Por supuesto, no por incompetencia o incapacidad: Matthews estaba bastante seguro de que, considerándolo todo, la gente de Broward era perfectamente eficaz.
Afirmación que, lógicamente, no fue recibida con un ánimo de alegría y cooperación por parte de Moon, quien observó, con cierto pesar, que esto parecía implicar que su departamento estaba lleno de capullos de segunda fila. Llegados a este punto, el capitán Matthews estaba lo bastante enfadado como para replicar, en un tono excesivamente cortés, que oh, no, de segunda fila nada. Estoy seguro de que la discusión habría terminado a puñetazos si no hubieran llegado los caballeros del Departamento de Policía de Florida a arbitrar la cuestión.
El FDLE (Florida Department of Law Enforcement) es una especie de FBI local. Poseen jurisdicción sobre cualquier lugar del estado y a cualquier hora, y a diferencia de los federales, son respetados por la mayoría de los polis locales. El agente en cuestión era un hombre de estatura y corpulencia medias, con la cabeza rapada y barba recortada. No me pareció nada del otro mundo, pero cuando se metió entre los dos capitanes de policía, mucho más altos que él, éstos callaron al instante y dieron un paso atrás. En poco tiempo tuvo las cosas claras y organizadas, y volvimos a estar en el escenario pulcro y ordenado de un homicidio múltiple.
El hombre del FDLE había decidido que la investigación pertenecía a la gente de Miami Dade, a menos que las muestras de tejido probaran que las partes del cuerpo halladas aquí no guardaban relación con las cabezas halladas allí. En términos prácticos e inmediatos, esto significaba que sería el capitán Matthews el objetivo principal de los flashes de los reporteros que se agolpaban a la puerta.
Llegó Angel-nada-que-ver y se puso al trabajo. Yo no estaba muy seguro de cómo tomarme todo esto, y no me refiero a la riña jurisdiccional. No, estaba mucho más preocupado por el acontecimiento en sí mismo, que me había dejado con un montón de cosas que pensar más allá del propio asesinato y la redistribución de la carne, que era ya bastante sabroso de por sí. Pero, como pueden comprender, me las había apañado para echar una ojeada al pequeño armario de los horrores de Steban antes de que llegaran las tropas: no pueden culparme, ¿verdad? Sólo había querido catar la matanza e intentar comprender por qué mi apreciado y desconocido socio había escogido ese lugar para dejar las sobras; sólo fue un vistazo rápido, lo juro.
De manera que inmediatamente después de que Steban desapareciera por la puerta gimiendo y chillando como un cerdo que se hubiera atragantado con un pomelo, me dirigí al armario para ver qué había provocado esa espantada.
Esta vez las partes no estaban cuidadosamente envueltas. En su lugar, estaban dispuestas en el suelo formando cuatro grupos. Y, al mirarlos de cerca, percibí algo maravilloso.
Una pierna estaba tumbada a lo largo del lado izquierdo del armario. Era de un azul pálido y exangüe, y alrededor del tobillo llevaba una cadenita de oro con un cierre en forma de corazón. Un encanto, de verdad, sin horribles manchas de sangre que estropearan el conjunto; un trabajo auténticamente elegante. Dos brazos oscuros, igual de bien cortados, habían sido doblados a la altura del codo y dispuestos junto a la pierna, con el codo apuntando en dirección contraria a ésta. Al lado, los miembros restantes, todos doblados por las articulaciones, habían sido colocados formando dos grandes círculos.
Tardé un momento en captarlo: parpadeé, y de repente el conjunto cobró sentido y tuve que hacer grandes esfuerzos para no echarme a reír como la colegiala que Deb me había acusado de ser.
Porque los brazos y piernas formaban tres letras, que leídas en conjunto daban como resultado una palabra breve: BOO.
Los tres torsos estaban situados debajo del BOO en un semicírculo, conformando una preciosa sonrisa de Halloween. Menudo bribón.
Pero incluso mientras admiraba el espíritu juguetón de que hacía gala ese tunante, me pregunté por qué habría elegido ubicar la muestra allí, en un armario, en lugar de colocarla en el hielo donde obtendría el reconocimiento de una audiencia más amplia. Era un armario amplio, sí, pero seguía siendo un lugar cerrado con el espacio justo para albergar la obra. ¿Por qué?
Y, mientras reflexionaba, la puerta exterior de la pista se abrió con un crujido: la avanzadilla del equipo de rescate, sin duda. Y la puerta al abrirse envió, un momento después, una ráfaga de aire frío que pasó sobre el hielo y que me dio en la espalda…
El aire frío me subió por la columna y fue contestado por un fluido cálido que ascendía por el mismo camino. Sus uñas fueron subiendo hasta el fondo oscuro de mi conciencia y algo cambió en algún lugar de la noche sin luna que era mi cerebro de lagarto, y sentí cómo el Oscuro Pasajero asentía violentamente con algo que yo ni siquiera oía ni comprendía; de lo único que me daba cuenta era de que tenía algo que ver con aquella urgencia primitiva en busca de aire fresco y con las paredes que se cerraban, y una creciente sensación de
…
Exactitud. No había duda alguna al respecto. Algo aquí era exactamente como debía ser y lograba que mi oscuro autoestopista se sintiera complacido, excitado y satisfecho de un modo que yo no lograba comprender. Y sobre todo eso flotaba una extraña noción de familiaridad. Nada de ello tenía sentido alguno para mí, pero así era. Y antes de que pudiera explorar más a fondo estas desconcertantes revelaciones, un joven de uniforme azul me ordenó que retrocediera y pusiera las manos donde pudiera verlas. Sin duda, era el primer elemento de las inminentes tropas, y me apuntaba con el arma de un modo bastante convincente. Dado que tenía una sola y oscura ceja que le cruzaba la cara de lado a lado y que, a primera vista, carecía de frente, decidí que sería buena idea ceder a sus deseos. Parecía pertenecer a esa clase de bestias pardas capaces de disparar contra un inocente… o incluso contra mí. Me aparté del armario.
Por desgracia, mi retirada desveló el pequeño diorama del armario, y de repente el joven tuvo que preocuparse de encontrar algún lugar donde depositar el contenido de su desayuno. Consiguió llegar hasta una enorme papelera situada a unos treinta metros antes de empezar a emitir esos desagradables sonidos guturales. Me quedé quieto y esperé a que terminara. Eso de vomitar comida a medio digerir por cualquier sitio me parece un hábito de lo más asqueroso. Antihigiénico. Y en un guardián de la seguridad pública…
Entraron más uniformes, y poco después mi simiesco amigo tenía varios colegas con quienes compartir la papelera. El ruido era extremadamente desagradable, y más aún el olor que emanaba en mi dirección. Pero, con la mayor educación, esperé a que terminaran, ya que una de las cosas más fascinantes de las armas de fuego es que pueden ser disparadas casi con la misma facilidad por alguien que está vomitando. Pero, por fin, uno de los uniformes se incorporó, se secó la cara en la manga y empezó a interrogarme. Pronto fui dejado de lado y apartado de en medio con instrucciones de no ir a ninguna parte ni tocar nada.
Poco después habían llegado el capitán Matthews y la inspectora LaGuerta, y cuando por fin se hicieron cargo del lugar, me relajé un poco. Pero ahora que podía ir donde quisiera e incluso tocar algo, me limité a sentarme y pensar. Y lo que se me ocurría era sorprendentemente desconcertante.
¿Por qué me resultaba familiar el espectáculo del armario
?
A menos que recayera en la idiotez de primera hora y me convenciera de que lo había hecho yo, no tenía forma de explicar por qué me parecía tan entrañablemente conocido. No había sido obra mía, desde luego. Y encima aquel Boo. Ni siquiera merecía la pena perder el tiempo mofándose de la idea. Ridículo.
Pero… ¿por qué me resultaba familiar?
Suspiré y experimenté un sentimiento nuevo, el aturdimiento. La verdad es que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, excepto que, de algún modo, yo formaba parte de ello. Esto no parecía una revelación demasiado útil, ya que cuadraba a la perfección con todas las demás conclusiones paralelas analíticamente razonadas que había alcanzado hasta el momento. Si descartaba la absurda idea de que, sin saberlo, fuera el autor de esto —y así lo hacía—, cada una de las explicaciones subsiguientes se volvía más improbable. Y así el resumen de Dexter sobre el caso queda como sigue: está implicado de algún modo, pero ni siquiera sabe qué significa eso. Sentía cómo las ruedecillas de mi antaño enorgullecedor cerebro se salían de las vías y derrapaban por el suelo. Clanc, clanc. Hey. Dexter descarrilaba.
Por suerte, la aparición de la querida Deborah me salvó del colapso total.
—Venga —dijo con brusquedad—. Subamos.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Quiero que charlemos con el personal administrativo —dijo ella—. A ver si saben algo.
—Bueno, algo deben de saber si administran esto —sugerí.
Me lanzó una mirada y luego dio media vuelta.
—Muévete.
Quizá fue por el tono de mando que se apreciaba en su voz, pero lo cierto es que fui. Nos dirigimos al extremo opuesto del estadio, donde yo me había pasado un rato sentado, y pasamos al vestíbulo. Un poli de Broward estaba frente al ascensor, y vi a varios otros formando una barrera justo por el lado exterior de la larga fila de puertas de cristal. Deb avanzó hacia el poli del ascensor y dijo:
—Soy Morgan.
El asintió y apretó el botón de subida, mirándome con una inexpresividad que lo decía todo.
—Yo también soy Morgan —le dije. Se limitó a mirarme, para después desviar la cabeza y concentrarse en las puertas de cristal.
Un sonido parecido al de una campanilla anunció la llegada del ascensor. Deborah irrumpió en él, aplastando el botón con fuerza suficiente como para que el poli diera un respingo antes de que se cerrara la puerta.
—¿A qué viene ese malhumor, hermanita? —pregunté—. ¿No es esto lo que querías hacer?
—Es pura actuación, todo el mundo lo sabe —replicó ella.
—Pero representando el papel de detective —señalé.
—Esa zorra de LaGuerta ya ha metido las narices donde no la llaman —dijo entre dientes—. En cuanto termine de dar vueltas por aquí, tengo que irme de servicio al barrio de las putas.
—Oh, cielo, ¿con el trajecito sexy otra vez?
—Con el trajecito sexy —afirmó, y antes de que pudiera articular alguna palabra mágica de consuelo llegamos a la planta de oficinas y se abrieron las puertas del ascensor. Salí detrás de Deb. No tardamos mucho en encontrar la zona de personal, donde los administrativos habían recibido instrucciones de esperar hasta que su majestad la ley tuviera tiempo para dedicárselo a ellos. Había otro poli de Broward apostado en la puerta de la sala, supongo que con la intención de asegurarse de que ningún miembro del personal saliera a tomarse un café en dirección a la frontera canadiense. Deborah saludó al poli con un gesto y entró en la sala. Troté tras ella sin demasiado entusiasmo y dejé que mi mente volara hacia los problemas que tenía. Un momento después, Deb me hizo un gesto con la cabeza mientras conducía a un joven hosco, con la cara grasienta y el pelo largo y feo, hacia la puerta. De nuevo los seguí.