El otro Coyote / Victoria secreta (10 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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Durante el resto del camino, César de Echagüe expuso su plan a Yesares. Éste asintió repetidamente, hizo algunas preguntas y, por último, el plan quedó redondeado.

El pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles había conocido hasta entonces la actuación de un
Coyote
. Dentro de poco sabría la de dos de ellos, a cuál más implacable.

****

El señor Yesares se había superado a sí mismo en un supremo esfuerzo por acelerar la apertura de su establecimiento. Por toda la ciudad se repartieron impresos anunciando la inauguración de la posada del Rey Don Carlos, que se amenizaría con un escogido repertorio de danzas típicas, orquestas populares, cantadores mejicanos y comida propia del país y de Méjico. Desde dos días antes estaban solicitadas ya todas las mesas y hacía falta casi influencia para obtener una.

Ricardo Yesares se vio y se deseó para dar a sus negativas la mayor cortesía.

—Todas las noches se repetirá el programa hasta que los señores se cansen de él —aseguró—. Comprendo que les hubiera gustado asistir a la inauguración; pero ya saben ustedes lo que ocurre en estos casos. Además, seguramente habrá fallos involuntarios que en los siguientes días se corregirán.

La gente, al fin, tuvo que conformarse, y los que no pudieron conseguir puesto para la noche inaugural, los hicieron reservar para las siguientes.

Charles Turner y Howell Shepard fueron increíblemente afortunados. Llegaron a la posada del Rey Don Carlos a un momento oportuno, y ya dice el refrán que vale más llegar a tiempo que rondar un año. Iban convencidos de no encontrar nada y quedaron agradablemente sorprendidos por la noticia de que dos caballeros que tenían reservada una mesa habían anunciado que no podrían asistir. Si, don Diego Hurtado y don Joaquín Rózpide, que tenían que marchar a Santa Cruz.

Míster Turner y míster Shepard recibieron los boletos que justificaban el derecho a asistir a la inauguración de la posada y marcharon a sus quehaceres seguros de que pasarían una buena noche. Además, tenían muchas cosas de que hablar.

Aquella noche reuniéronse en casa del notario y partieron juntos, en un coche descubierto, hacia la plaza.

—Conviene mucho que Morales firme —dijo, de pronto, Shepard.

—Firmará —aseguró Turner—. La cárcel está acabando con él. Tal vez si aumentásemos la oferta…

—No; le haría sospechar. El precio ha de ser el que dijimos.

—¿Y si el negocio se pierde?

—No puede perderse.

—Te sobra seguridad y…

—Calla —interrumpió Shepard—. ¿Qué quiere ese…?

Lo que deseaba el jinete que acababa de surgir de las sombras para penetrar en el escaso circulo luminoso que proyectaba el farol del coche, no podía ser nada bueno, puesto que una mano estremecedoramente firme empuñaba un revólver de seis tiros, manteniéndose frente a los dos paseantes.

—Buenas noches, caballeros —saludo el desconocido.

En aquel momento la luz del farol le dio de lleno en el rostro y dejó ver un negro antifaz. El cochero, al advertirlo, levantó las manos con una rapidez prodigiosa, a la vez que exclamaba:

—¡Virgen Santísima! ¡
El Coyote
!

—Hola, Gutiérrez —replicó
El Coyote
—. Puedes bajar las manos. Me interesa más que cierres los ojos y los oídos y olvides que me has visto y que has llevado en tu coche a estos caballeros. Vete y vuelve cuando la campana dé las nueve y cuarto.

Sin esperar a que se le repitiese la orden, el cochero, tipo clásico del californio de clase humilde, saltó del pescante de su vehículo y escapó como alma llevada por el diablo.

—Tengan la bondad de apearse, señores —siguió
El Coyote
, dirigiéndose a los dos hombres—. Depositen veinte dólares en oro en el asiento del conductor. No estaría bien que se marchasen sin pagar la carrera.

Shepard se llevó la mano a uno de los bolsillos del chaleco y por un instante vaciló.

—Yo no lo haría —le dijo
El Coyote
—. Antes de que pueda sacar el juguete que lleva bajo el sobaco, le mataré. Y no me importará hacerlo.

Shepard se estremeció visiblemente, y por fin sacó una moneda de oro de veinte dólares y la depositó en el asiento del conductor, luego reunióse con Turner.

—Sigan adelante —les dijo
El Coyote
—. Ya les indicaré dónde pueden detenerse.

Durante unos veinte minutos, los dos hombres caminaron por un jeroglífico de calles hasta perder por completo el sentido de la orientación. Al fin, el enmascarado les ordenó que se detuvieran ante una casa de mísero aspecto, en la cual les hizo entrar hasta una habitación alumbrada por una lámpara de petróleo.

—Depositen sobre la mesa sus armas —ordenó
El Coyote
.

Shepard y Turner obedecieron, dejando sus pistolas sobre la sucia mesa.

—Ahora vuélvanse de cara a la pared y permanezcan así hasta que yo les diga que ya se pueden volver.

Los dos se apresuraron a seguir obedeciendo.

El Coyote
examinó las dos armas. La pistola de Shepard, una excelente Remington de cinco tiros, tenía en las cachas las iniciales H. Sh.
El Coyote
se la guardó en un bolsillo, y enfundando su revólver acercóse al notarios y le registró los bolsillos. En uno encontró lo que buscaba: unas llaves. Las guardó también, y luego hizo lo mismo con otras llaves que sacó de uno de los bolsillos de Turner. Después de esto, retiróse y salió de la habitación, cerrando con llave la sólida puerta.

****

El enmascarado miró fríamente a los cuatro hombres que estaban ante él con las manos en alto.

—Podéis dar gracias a Dios de que hay otro asunto que me interesa más que el vuestro —dijo—. De lo contrario no saldríais tan bien librados, canallas.

Los cuatro bandidos se estremecieron. Llenos de pánico miraron al hombre que los tenía encañonados con un revólver de cañón interminablemente largo y amenazador.

Tres minutos antes, alegremente, celebraban con grandes carcajadas, lo fácil que les había resultado apoderarse de las perlas y de los brillantes de Sun Chih, a quien tenían amarrado en su cuarto, sin que el famoso chino traficante en piedras preciosas hubiera tenido tiempo de enterarse de lo que iba a ocurrirle.

Abrieron su caja de caudales, de una sencillez arrobadora; sacaron la fortuna que tan mal guardada estaba en ella, y se disponían a marcharse cuando la aparición de un enmascarado y de dos revólveres de seis tiros puso el terror en sus corazones, la inmovilidad en sus piernas y en sus labios las palabras:

—¡
El Coyote
!

Ahora
El Coyote
tenía en los bolsillos las perlas y los brillantes que debían ser de ellos.

—Es una lástima que alguno de vosotros no quiera hacer una hombrada y trate de empuñar su revólver —siguió, despectivo,
El Coyote
—. Pero ya que no queréis luchar como hombres, al menos dadme vuestras armas.

Los cuatro hombres desenfundaron con las yemas de los dedos sus armas y las dejaron caer al suelo.

—Ahora volveos de cara a la pared y no os mováis hasta que yo os lo ordene.

Los bandidos obedecieron con cómica rapidez, y
El Coyote
, acercándose a la habitación donde estaba encerrado Sun Chih, dijo en voz alta:

—Buen trabajo, Turner. Si supiesen la verdad…

Oyó gemir una cama y comprendió que Sun Chih había oído lo suficiente. Entonces dejó caer sobre un montón de ropa la pistola de Shepard, y dirigiéndose a los cuatro bandidos, ordenó:

—En marcha. Volved a vuestro jefe y decirle que cuando termine el trabajo que tengo entre manos le atacaré para acabar con él y con su banda. Estoy deseando exterminarle. Decirle que aproveche la oportunidad y huya de aquí antes de que
El Coyote
le expulse.

Los bandidos salieron presurosos a la calle y escaparon sin perder un segundo. Tras ellos,
El Coyote
entornó la puerta de la tienda. Dejando la luz encendida y llevándose los cuatro revólveres que había arrebatado a los bandidos, montó a caballo y, con la sonrisa en los labios, marchó en opuesta dirección.

Un reloj marcó las diez de la noche.

A las diez y cuarto, don César de Echagüe aparecía en el patio de la posada del Rey don Carlos, acompañado por Ricardo Yesares, el propietario, a quien todos los que estaban allí le oyeron preguntar:

—¿Le ha gustado la casa, don César?

—Ha hecho usted un trabajo maravilloso, Yesares, pero me ha rendido haciéndome visitar tantas habitaciones. Con una sola me hubiera hecho perfecto cargo. Haga que me sirvan pronto la cena.

Al pasar junto a una de las mesas, saludó:

—Buenas noches, don Diego. Buenas noches, mi querido Rózpide. Les hacía en Santa Cruz.

Los dos hacendados rieron alegremente.

—Estamos en Santa Cruz —dijo Diego Hurtado—. Estamos en Santa Cruz. Y si no, se lo pregunta a nuestras queridas esposas. Cuando la mujer no se sabe divertir, el marido tiene que hacerlo solo. Esto es un hecho ciertísimo.

El rasgueo de las guitarras y el cálido castañear de los palillos atrajo todas las miradas hacia el amplio tablado, sobre el cual una pareja iba a bordear, en torno al ancho y picudo sombrero del hombre, una deliciosa danza llena de picardía.

César de Echagüe regresó a su mesa y sentóse ante ella, bostezó como si se sintiera muy aburrido y retrepándose en la silla, se dedicó a examinar a todos los que habían acudido a la inauguración del local.

Capítulo XI: Justicia oculta

Shepard y Turner se convencieron pronto de que era inútil aporrear la puerta que les cerraba el camino hacia la libertad. Sus golpes contra ella eran blandos e inofensivos y sólo servían para destrozarles las manos, en tanto que la madera continuaba tan sólida como antes.

Al fin, los dos hombres desistieron de su esfuerzo y conformáronse con su suerte, sin imaginar, ni remotamente, cuál podía ser.

La habitación en que se encontraban carecía de comunicación exterior y sólo por sus relojes podían saber la hora en que vivían y si era de día o de noche. A las seis de la mañana, Turner acercóse de nuevo a la puerta y quiso probar fortuna. Apenas lo intentó la puerta abrióse sin ningún ruido. Fue tal el sobresalto del abogado ante aquel hecho inesperado que, lleno de miedo, retrocedió como temiendo que por la abierta puerta surgiese una amenaza tangible.

Al cabo de un momento, tanto Shepard como él se serenaron y decidiéronse a terminar de abrir la puerta. No vieron a nadie. Saliendo del cuarto que les había servido de cárcel, cruzaron un corto pasillo y llegaron a una habitación más amplia, en cuyo centro vieron una mesa sobre la cual estaba su dinero, las llaves que les habían sido quitadas y la pistola de Turner.

Apresuradamente, los dos hombres recogieron todo aquello y por la otra puerta salieron a otro corredor que desembocaba en la salida principal de la casa. Al encontrarse en la calle y acariciados por la luz de la madrugada, Shepard y Turner sintieron un profundo alivio. Sin aguardar más, corrieron hacia sus casas, a las que llegaron después de varios y fracasados intentos de dar con las calles más conocidas.

Tanto a Shepard como a Turner les aguardaba una desagradable aventura, personificada por varios agentes de policía instalados en sus casas y que les dieron el alto, anunciándoles que quedaban detenidos. Media hora después de haberse separado, los dos volvían a encontrarse en el edificio donde estaba la Jefatura de Policía de Los Ángeles, frente al nada agradable Teodomiro Mateos, jefe de la policía, a quien los dos abogados conocían demasiado bien.

—¿Qué significa esto? —preguntó furiosamente el notario.

Mateos le miró burlonamente. Howell Shepard, siempre le había sido antipático, y Turner, mucho más. Los dos le trataron siempre con mucho desprecio. La situación había cambiado, y ahora el californiano, a quien las leyes yanquis habían colocado en el importante puesto de jefe de policía, iba a demostrar que también sabía ser desagradable.

—¿Conoce usted esta pistola, señor Shepard? —preguntó, empujando hacia el notario una Remington que tenía sobre la mesa, ante él.

Shepard la miró un momento y dijo en seguida:

—Sí, es mía.

—¿Es suya? ¿Y cómo explica que siendo suya no esté en su poder?

—Es que me la quitaron.

—¿Quién fue tan audaz que le arrebató su pistola, señor Shepard? —preguntó Mateos.


El Coyote
. Nos asaltó en plena calle, cuando íbamos a la inauguración de la nueva posada. Nos llevó a una casa solitaria y nos tuvo en ella hasta la madrugada.

Teodomiro Mateos sonrió burlonamente.

—Deben de haber pasado una noche terrible —se condolió.

Y dirigiéndose a uno de sus hombres, le ordenó:

—Registre a estos caballeros; pero hágalo con todos los respetos.

El policía obedeció, sin hacer caso de las protestas del abogado y del notario, que aseguraban que se estaban violando todos sus derechos de ciudadanos de California.

—No se preocupen —sonrió el jefe—. Si los violados son los derechos, dejen que sean también ellos los que reclamen.

Contemplando luego los objetos que se habían sacado de los bolsillos de los dos hombres, comentó, dirigiéndose a Turnen.

—Por lo visto, a usted, señor Turner,
El Coyote
no le quitó la pistola. Y, a pesar de su fama de ladrón, no ha tocado un centavo del contenido de sus carteras.

Turner y Shepard comprendieron al mismo tiempo que durante todo el rato habían notado, sin darse cuenta exacta de ello, que el comportamiento del
Coyote
al dejar sus carteras, la pistola de Turner y hasta sus ricos relojes, era anormal e inexplicable.

—Eso lo hizo para…

—¿Para qué, señor Turner? —preguntó severamente Mateos. Y volviéndose hacia Shepard, agregó—: Tal vez usted, mi querido notario, pueda explicarme lo que su compañero de fechorías no parece saber. ¿Dónde perdió esta pistola?

—Ya le he dicho… —empezó Shepard.

—Me ha dicho una tontería —interrumpió Mateos—. Pero, ya que insiste en ello, le explicaré un cuento. Esta noche se ha cometido un robo muy audaz en casa de Sun Chih. Además de dinero le fueron robadas perlas y diamantes por un valor total de unos sesenta mil dólares. No es corriente que se cometan robos tan importantes.

—¿Qué quiere decir con eso? —gruñó Shepard.

—Sencillamente, que en casa de Sun Chih se encontró una hermosa pistola Remington, en cuyas cachas se veían las iniciales «H. Sh.» Y como ya ha reconocido usted que la pistola es suya, que la ha perdido o se la ha robado
El Coyote
, aunque no le tocó ni uno de sus hermosos billetes de banco, debemos creer que el autor del robo es usted. Además, el pobre Sun Chih oyó cómo usted hablaba con el señor Turner…

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