—Dentro de cuatro días podrá usted abrir el establecimiento —dijo en aquel momento el arquitecto, acercándose a Yesares—. No negará que hemos trabajado bien y de prisa.
—No lo niego —replicó Yesares—. Al contrario, quiero felicitarle por su trabajo. Es perfecto.
—La muestra del local ya está terminada —siguió el arquitecto, señalando un tablero que debía colgar sobre su puerta y en el cual se veía el busto del rey Carlos III rodeado por esta inscripción: «POSADA DEL REY DON CARLOS.» Creo que es un acierto.
—Desde luego —replicó Yesares—. Veremos si el pueblo de Los Ángeles opina lo mismo.
—Estoy seguro de que se dará cuenta del mérito de la obra —afirmó el arquitecto—. Y ahora, con su permiso, iré a revisar los trabajos. Las habitaciones han sido ya encaladas y tal vez se puedan armar las camas.
Yesares quedó solo frente a la hermosa casa y después de contemplarla un momento fue a volverse. Al hacerlo tropezó violentamente con una mujer que llegaba por la acera.
—Perdón —pidió Ricardo. Al darse cuenta de quién era la joven, se apresuró a agregar—: Perdóneme, señorita Morales.
La muchacha, de momento, quedó desconcertada; luego, al recordar al hombre que le había sido presentado en el rancho de San Antonio, saludó:
—Buenos días, señor Yesares. ¿Contempla usted la nueva posada?
—Sí, señorita Morales. Mi nueva posada.
—¿Es usted el propietario de esta casa? —preguntó, extrañada, Serena.
—Sí, señorita. El señor Echagüe me la dio a muy buen precio y espero convertirla en un local famoso. ¿Querrá usted asistir a su inauguración?
—Teniendo a mi padre en la situación que usted…
Serena se interrumpió bruscamente y palideció como una muerta.
—¿Qué le ocurre? —preguntó, alarmado, Yesares.
La mirada de Serena estaba fija en la oreja derecha del joven y en la triangular peca que en ella se veía.
—¿Por qué no me contesta? —insistió Ricardo.
Aún muy pálida, Serena murmuró:
—Sus ojos son hermosos como las aguas que reflejan el monte Shasta.
Esta vez fue Yesares quien palideció mortalmente.
—¿Qué dice? —tartamudeó.
—¿No le recuerda nada esa descripción? —preguntó Serena, con una creciente sonrisa.
Yesares no contestó, y Serena dijo:
—No debe temer de mí, señor Yesares. Pero dígame a qué se refieren las palabras que he pronunciado.
—A sus ojos —musitó Yesares—. Son tal como los describí hace dos semanas…
—En una noche de luna…
—De una luna que se reflejaba en los ojos más bellos que he visto jamás. Pero no debe…
—No debo hablar, ya lo sé. No tema de mí, señor… —y después de mirar a todos lados, agregó, con voz tan baja que sólo Yesares pudo oírla—: …señor
Coyote
.
—¿Cómo… cómo me ha conocido? —preguntó Yesares.
—Tiene una peca inconfundible en el lóbulo de la oreja derecha —contestó Serena—. Es muy peligrosa.
Yesares se llevó instintivamente la mano al punto señalado. Sí, allí tenía una peca que era realmente inconfundible y de cuya existencia, de tan sabida, ya no tenía casi noción.
—Es usted muy sagaz, señorita Morales. Hasta ahora nadie se había dado cuenta… de eso.
—Es que tal vez no le ha mirado con atención ninguna mujer.
—Ninguna mujer como usted —replicó Yesares—. Porque si usted me hubiese mirado antes…, antes hubiera caído prisionero.
Serena sintióse inundada de felicidad. Aquellas palabras del famoso
Coyote
significaban…, significaban amor. —¿Y para qué prepara esta casa? —preguntó, al fin, tratando de desviar la conversación.
—Necesito justificar muchas cosas, señorita —replicó Yesares—. Un hostelero o posadero no despierta sospechas… Y mucho menos sospechas de ser
El Coyote
.
—Claro —asintió Serena—. No pensé…
Al llegar aquí interrumpióse y su rostro se endureció.
—No tema —dijo apresuradamente—. Le admiro demasiado para traicionarle. Ahora tengo que marcharme.
—¿Por qué? —preguntó Yesares.
Serena no replicó y se alejó rápidamente en la misma dirección por donde había venido.
Ricardo la vio alejarse. En el mismo instante una voz comentó tras él:
—Llega el diablo malo y el ángel sale huyendo.
—¡Oh! Buenos días, don César. ¿Qué ha querido decir?
—Serena Morales no siente ninguna simpatía por el botarate y egoísta de don Cesar —sonrió el estanciero—. Es natural que huya del hombre que se negó a hacer nada por su pobre padre.
—Pero ella sabrá que usted…
—Tu–tut —interrumpió César—. Lo que menos deseo es que se asocie a don César con las obras de beneficencia. Ahora enséñeme la casa, porque tenemos que hablar.
—Yo también tengo que decirle algo muy grave —declaró Yesares.
—Entonces busquemos un lugar bien desierto. No creo que a nadie le extrañe mi interés por el uso que va a hacerse de la que fue mi casa.
—El patio está vacío. Allí podremos conversar.
Los dos hombres cruzaron el comedor interior, lleno de carpinteros que montaban las mesas, y salieron al patio, en el cual no se veía a nadie. Sentándose en el centro y sacando Yesares unos documentos para hacer como si los enseñara a César, pidió:
—Cuénteme…
—No. Usted antes —rió César—. Sospecho que sus noticias son más importantes que las mías.
—Serena Morales sabe quién es
El Coyote
.
—¡Eh! ¿Qué quiere decir?
—Sabe quién es
El Coyote
. Me lo acaba de decir.
—¿Y es por eso, por lo que ha huido de mí?
—No. Es que cree que yo soy
El Coyote
.
—También lo es usted.
—Ella cree que yo soy el verdadero
Coyote
. Me ha reconocido.
—¿Cómo?
—Por esta peca triangular que tengo en el lóbulo de la oreja derecha. No me acordé de que existía y… aquella noche ella la vio.
—Y como se fijó mucho en
El Coyote
, lo ha reconocido —César se pasó una mano por la frente—. Vaya. Un contratiempo que no esperaba; pero que hubiera podido tener peores consecuencias. Sobre todo, si descubre la verdad. Sus simpatías hacia
El Coyote
se habrían esfumado al momento. Como les he visto hablar, sospecho que no piensa en denunciarle a la justicia. Y mucho menos teniendo en cuenta el cariño que debe de profesar a los representantes de la ley. Usted siga dejando que ella le crea
El Coyote
. A usted no le perjudicará y a ella la hará feliz.
—Como usted ordene —replicó Yesares.
—Ahora vayamos a lo otro. Acabo de recibir la contestación de mi cuñado. La primera de las dos palomas que él me envía ha llegado ya. Recibió mis mensajes, y la contestación que me da no puede ser más asombrosa.
César se interrumpió un momento para pasear una mirada aparentemente distraída por el patio. Por último, cuando se hubo convencido que nadie podía oírles, dijo:
—Hace diez años, mi cuñado envió a José Morales, el padre de Serena, el documento que probaba su legítimo derecho al rancho.
—¡Eh!
—Sí, el documento español. El original. Dice que entonces le extrañó que Morales no contestara dando las gracias por el envío; pero lo achacó a olvido, muy lógico en los de nuestra raza.
—Pero eso no parece aclarar nada —objetó Yesares.
—Al contrario: aclara muchas cosas —replicó César—. Lo aclara todo.
—No lo comprendo.
—Óigame. Yesares. Necesito que busque a Serena Morales y le diga que le acompañe a ver a su padre. Usted debe hablar con José Morales. Pregúntele solamente si le han hecho alguna proposición de venta del rancho.
—¡Pero si él no puede vender el rancho estando preso!
—No importa. Pregunte eso. Yo le aguardaré por aquí. En cuanto sepa la respuesta, le diré lo que debe hacer.
—¿Y dónde encuentro ahora a Serena?
—Lo más probable es que se dirigiese a la cárcel. Todos los días va a ver a su padre a esta hora. Al interponerme yo en su camino, habrá tenido que dar un rodeo para llegar. Aún estará allí. No pierda tiempo.
Yesares, después de asegurarse de que llevaba el revólver al cinto, cogió un puñado de cigarros puros y se los metió en el bolsillo. A la carrera dirigióse a la casa donde se hallaba instalada la prisión.
Frente a ella vio a Serena, que se disponía a entrar. Llamándola a toda voz, consiguió atraer hacia él su atención, y con ademanes le indicó que le aguardase.
—¿Qué ocurre? —preguntó Serena.
—Necesito hablar con su padre, señorita —dijo Ricardo—. He sabido algo que me interesa aclarar. ¿Puedo acompañarla?
—¿Con qué excusa? Siempre he visitado sola a mi padre.
—Le traigo unos cigarros puros —explicó Yesares—. Es un buen pretexto. Los presos fuman mucho.
—Pero, de todas formas, les extrañará…
—Diga que soy… su novio —propuso Ricardo.
—Pero… eso no es cierto —replicó, con voz imperceptible, Serena.
—Por desgracia, no —dijo Yesares—. Pero es una mentira en beneficio de su padre.
—Está bien; pero sólo lo diremos si nos obligan.
No fue necesario explicar nada y bastó con la excusa de que Yesares pensaba entregar unos cigarros al preso e invitarle a la inauguración de su establecimiento «para cuando saliera de allí».
José Morales miró, extrañado, a Yesares y preguntó a Serena quién era aquel hombre.
—Es un buen amigo nuestro —dijo la joven—. Tiene que preguntarte algo.
—Es en bien de usted —intervino Yesares—. ¿Le han hecho alguna proposición de compra del rancho?
—¿Por qué me pregunta eso? —inquirió el preso, que parecía hondamente afectado por su estancia en aquel lugar.
—Necesito su respuesta, no sus preguntas —dijo Yesares—. ¿Le han ofrecido comprarle el rancho?
Morales no pareció dispuesto a responder. Serena le instó:
—Por favor, papá, contesta a lo que te pregunta el señor Yesares. ¡Te juro que nadie hará por ti tanto como él está haciendo ya!
—Está bien. Sí, me han ofrecido comprar el rancho —respondió Morales.
—¿Quién?
—Turner, mi abogado. Dice que obra en representación de otro. De un hombre muy poderoso, que está seguro de hacer valer su influencia para que se eche tierra al asunto de forma que él pueda entrar en posesión del rancho. Me ofrece diez mil dólares y extender un documento según el cual cargaría él con toda la responsabilidad inherente al proceso. Yo le cedería todos mis derechos.
—¿Tiene algo que ver Howell Shepard con este asunto? —preguntó Yesares.
—Extenderá los documentos. ¿Hay algo malo en ello?
—Tal vez. De momento no firme ni venda nada. Aguarde mis instrucciones. Estoy seguro de que podré sacarle de aquí antes de una semana. Adiós.
Dejando a Serena con su padre, Ricardo salió de la cárcel, recogió el revólver de que le habían despojado cuando entró a ver al preso y corrió a reunirse con César. Éste escuchó atentamente lo que su compañero le contaba. Al fin, declaró:
—Todo confirma mis sospechas. Vamos a tener que actuar en seguida. Esta noche haremos una visita al juzgado. Tengo allí gente amiga que nos facilitará la entrada. A las diez en punto aguárdeme en el portal de la iglesia de Nuestra Señora.
—¿Cómo he de ir vestido?
—Esta noche actuarán dos
Coyotes
—sonrió César—. Adiós.
Afortunadamente para quienes deseaban pasar inadvertidos, la iluminación pública de Los Ángeles dejaba macho que desear en aquellos tiempos, y si de día los habitantes de la población eran sumamente curiosos, de noche volvíanse increíblemente discretos. A ello contribuía la experiencia de que a los paseantes nocturnos no les gustaba nada que les observaran. Por tanto, cualquiera que marchase por las calles evitando a los demás transeúntes estaba seguro de que los otros le evitarían tanto como él a ellos.
Así les ocurrió a los dos enmascarados que, por distintos caminos, convergieron en la hermosa puerta del templo de Nuestra Señora cuando los relojes daban las diez de la noche.
—Vamos —dijo uno de los enmascarados, que parecía el doble exacto del otro.
Guió a su compañero por las oscuras calles. Al fin, llegaron a la parte trasera de un viejo edificio colonial que en el dintel de su puerta delantera tenía escrito en español este letrero: «Juzgado Municipal» aunque Los Ángeles llevaba ya muchos años en poder de los yanquis, aún debían transcurrir muchos más antes de que la mayoría de los documentos públicos dejaran de escribirse en español, y estuviesen escritos también en español la absoluta mayoría de los letreros de la ciudad.
Antes de que el enmascarado que había tomado la dirección de la empresa llamara a la puerta, ésta se abrió hacia dentro y una india apareció un segundo después. En cuanto los dos hombres hubieron entrado, la india entregó al primero una linterna sorda y se apartó. Sus impasibles ojos siguieron el alejarse del círculo de amarillenta luz que marcaba la marcha de los dos hombres que a tan intempestivas horas visitaban el juzgado de Los Ángeles.
Pero el motivo de la visita no era el admirar las posibles bellezas del edificio, polvoriento como un desierto, lleno de telarañas y desmintiendo a gritos la fama de pulcros y organizadores que tienen los norteamericanos. Cruzaron varios pasillos de abovedado techo, y con unas llaves maestras abrieron dos puertas. Al fin, llegaron a una habitación ocupada por altos estantes ordenados alfabéticamente. Al llegar ante el que correspondía a la «M», el que llevaba la linterna buscó un momento y tomó un legajo que llevó hasta encima de una mesa. Un rápido examen le permitió encontrar lo que buscaba. Dentro del círculo de luz de la linterna quedó un viejo pergamino sellado con agrietado lacre rojo.
—Éste es, Yesares —dijo
El Coyote
—. ¿Qué le parece?
—No sé. Yo diría que es legítimo.
—Y yo también —replicó César—. Pero tai vez se trate de una magnífica falsificación. Vamos.
César dejó el legajo en el sitio de donde lo había retirado y regresó por el camino seguido hasta allí. La misma india cerró la puerta tras ellos, después de guardar la linterna.
—Todo se aclara —dijo César cuando estuvieron en la calle.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Yesares.
—Castigar a los culpables, pero castigarles ejemplarmente. Quiero que se arrepientan de veras de lo que han intentado hacer.