—En Los Ángeles están ocurriendo sucesos muy graves. Existe una banda perfectamente organizada por alguien que trata de aparecer como amigo de los del país y contrario a los yanquis. Así logra desconcertar a la población indígena y, al propio tiempo, provocar el odio de los norteamericanos. Contra esa banda quiero luchar y quiero exterminarla; pero sospecho que su jefe es un hombre listo y audaz y no será fácil vencerle. Recuerde todo lo que le he dicho. Y ahora separémonos. Yo llegaré antes que usted. Vaya a verme y, delante de testigos, le diré lo que me interesa que sepan todos. Más tarde recibirá mis instrucciones.
—¿Y con qué excusa podré visitarle? —preguntó Yesares.
—Me reclamará una deuda que mi padre contrajo con el suyo. Hace veinte años mi padre necesitó cincuenta mil pesos para comprar unas tierras en Monterrey. Para no tener que regresar a Los Ángeles fue a Paso Robles y pidió el préstamo. Su padre le dio al mío el dinero y, como se trataba de una transacción entre caballeros, su padre no exigió ningún recibo. Mi padre olvidó haber pedido la suma y como poco después ocurrieron graves trastornos en el país, nunca más recordó el préstamo. Su padre comprendió que se trataba de un olvido, y esperó a que mi padre recordara. Mi padre murió y el suyo no pensó ni por un momento en reclamarme la deuda.
—Comprendo —sonrió Yesares—. Estoy seguro de que cumpliré perfectamente mi cometido. ¿Dónde quiere que le aborde?
—En cualquier sitio público, y siempre que me acompañe Julián Martínez, mi mayordomo.
—No lo olvidaré. Hasta la vista, don César.
—Adiós.
El Coyote
montó a caballo y alejóse al galope. Yesares quedó bajo el roble y después de quitarse la camisa, que sustituyó por otra limpia, fue al sitio donde yacía Evoy. Aunque no estaba muy seguro de que el bandido lo mereciese, cubrió su cuerpo con piedras y tierra e improvisó una sepultura en las mejores condiciones posibles, para que al menos el cadáver quedara defendido de las bestias salvajes. Una cruz de palos coronó la tumba. Cuando ya empezaba a anochecer, el joven emprendió la marcha. Aquella noche, durmió bajo unos árboles y dos días después, tras un viaje sin prisas, entraba en el pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles.
La noticia había corrido por la población como la llama por un reguero de pólvora.
—¡Ha vuelto don César!
Todos sabían que en Los Ángeles sólo había un «Don César», o sea el señor de Echagüe, el hijo del no menos famoso César de Echagüe, y padre del pequeño César, a quien todos querían y a quien ya se veía cabalgar en un caballito blanco y manso como un cordero.
—Ha estado todo este tiempo en España —decían los mejor informados.
—Tiene casa en Madrid —aseguraban otros.
—Y muchas tierras junto al Mediterráneo —añadían los que conocían las intimidades de la gran fortuna de los Echagüe.
—Ha vuelto a abrir su casa en el Rancho de San Antonio.
—Es raro que no se haya vuelto a casar —decían algunas mujeres, especialmente las que eran madres de hijas casaderas, para quienes César hubiera sido un partido inmejorable, tanto por su atractivo físico, como por el atractivo aún mayor de su fortuna.
—Amó demasiado a su esposa —decían las mujeres románticas—. Era muy bonita. —Y como la mujer, por coqueta y linda que ella sea, no tiene inconveniente en alabar a la que ya no puede hacerle sombra, solían todas agregar—: Leonor de Acevedo fue una de las muchachas mal bellas de Los Ángeles.
César no parecía haber mejorado mucho con el paso de los años. Había dejado ya atrás los treinta, y, aparte de una ligera nieve en los aladares, no parecía traer de España otros síntomas de madurez. Durante dos días estuvo encerrado en el rancho, en compañía de Julián Martínez y de Guadalupe; al tercero abrió las puertas de su casa y se declaró dispuesto a recibirá todos sus amigos.
Una verdadera procesión de carruajes llegó hasta el rancho. Toda la aristocracia de Los Ángeles se entretuvo, a falta de ocupación mejor, en visitar al más distinguido de sus miembros.
—¿Cómo está Madrid, César? —preguntó una dama que había abandonado la capital de España cincuenta años antes.
—Sigue siendo la más deliciosa de las capitales europeas —aseguró el hacendado—. Cuando salí de allí andaban a tiros; pero con mucha más elegancia que aquí. Allí, por lo menos, se matan por las ideas.
—¿.Cuándo se terminarán estas revoluciones? —suspiró un anciano que había combatido en Castilla la Vieja a los franceses, en Méjico a los independientes mejicanos, en Tejas a los téjanos, en California a los yanquis y en la recién terminada guerra de Secesión a los yanquis del Norte, y que, a pesar de hallarse separado de España por más de seis mil kilómetros de tierra y océano, se sentía ligado indisolublemente a la madre patria.
—Pronto, pronto —replicaba César, como si no diera maldita la importancia a lo que sucedía en la tierra de donde salieron los descubridores, conquistadores y colonizadores de medio mundo.
Todos cuantos llegaron al rancho encontraron licores excelentes, vinos añejos de Jerez, vinos exquisitos de procedencia también española, aunque menos famosos, aguardientes levantinos o andaluces, anisados para las señoras y, además, toda clase de manjares típicos del norte, sur, este y oeste de la Península. Todo en grandes bandejas, a disposición de quien quisiera comerlo.
Por su parte, los hombres encontraban, además, grandes cajas de cigarros habanos, de humo blando y aromático, que resbalaba por el paladar y la nariz como una caricia. ¡Tan distintos de aquellos apestosos cigarros que vendían en el pueblo y que parecían hechos con alquitrán y hojas de parra!
Pronto por todos los rincones de la casa se vieron grupos de fumadores que, hundidos en los cómodos sillones, enrarecían el aire con el azulado humo de los vegueros, a la vez que bebían copa tras copa de ese vinillo andaluz y rubio que parece inofensivo, que se desliza por el paladar sin irritarlo y que, de pronto, tumba al más fuerte. Se hablaba de todo y poco a poco todos se iban olvidando de que ya no estaban cobijados por la bandera roja y oro de España ni por la verde, blanca y roja de Méjico, sino por las barras y las estrellas de la Unión norteamericana. Sentíanse como miembros de una gran familia y en las amplias salas del rancho, decoradas con muebles coloniales o de renacimiento español, el aire estaba cargado de confraternidad espiritual.
Al anochecer se fueron marchando los invitados, repletos de comida, vino y humo, y sus agradecidos estómagos les hacían emitir consideraciones muy favorables a don César.
Además del elemento californiano, habían acudido muchos norteamericanos, que no podían dejar de apetecer la amistad del cuñado de Edmonds Greene, senador y antiguo gobernador del territorio de Nuevo Méjico.
Cuando algunos oficiales de la guarnición y altos miembros de la representación del Gobierno en California estaban celebrando el descubrimiento de los vinos que habían dado fama a España, Julián Martínez, el mayordomo cargado de años y de importancia, vestido a la moda de principios de siglo, o sea con el traje típico de California, avanzó hacia César, que estaba en un cómodo sillón, cambiando impresiones con los norteamericanos, y, tras un cortés carraspeo, anunció:
—Don Ricardo Yesares solicita hablar con usted.
—¿Yesares? —César frunció el entrecejo—. El nombre me parece familiar. ¿De qué le conozco?
Julián Martínez, debidamente aleccionado, replicó pausadamente.
—Se trata del hijo de un viejo amigo de su padre, don César. Los Yesares de Paso Robles.
—Sí…, creo que recuerdo algo. Una divisa heroica: «Jamás han sido cobardes…». No, no es eso. «Jamás han sido traidores, Yesares de Pasos Robles», eso es. Una hermosa divisa, ¿verdad, señores?
Los norteamericanos asintieron y César prosiguió:
—A los hombres y a las naciones se les pueden perdonar muchas cosas; pero jamás se perdona la traición. Los Yesares de Paso Robles fueron una de nuestras más honradas familias. Yo no los conocí en sus buenos tiempos; pero la fama persiste. Julián, dile al señor que entre.
Ricardo Yesares, vestido con sencilla elegancia, entró en la sala. César se levantó para recibirle y le tendió la mano, mientras los demás saludaban con una profunda inclinación de cabeza al recién llegado. Ricardo Yesares correspondió al saludo con otro igual y sentóse en el sillón que Julián acercó. Humedeció los labios en una copa de jerez y pareció bastante azorado.
—Ignoraba que viviera usted en Los Ángeles, don Ricardo —dijo el dueño de la casa—. Hacía años que no nos habíamos visto.
—Nunca nos vimos, don César —replicó, siempre cortés, Yesares.
—Sin embargo…, yo creo que de niño vi a un Ricardo Yesares. ¿Tal vez su padre?
—Tal vez, don César. En realidad he venido a molestarle por un asunto delicado y del que le creo ignorante.
—¿De qué se trata?, —preguntó César, haciendo como si ahogara un bostezo.
—De un asunto algo… enojoso, don César, y sin querer pecar de grosero, me atrevería a decir que sería mejor que lo tratásemos en privado.
—No, no —se apresuró a decir César de Echagüe, conteniendo con un ademán a los que hacían intención de levantarse—. Por favor, no se marchen, señores. Don Ricardo, ¿se trata de algo que atañe a mi honor?
—Eso no, señor. Es cuestión de dinero, y le aseguro que si mi situación no fuese muy crítica no habría venido a molestarle por tal insignificancia.
—Hable sin miedo. Estos caballeros son amigos míos y de mi cuñado y podemos contar con su discreción. De todas formas, si usted prefiere que hablemos a solas…
—No…, tal vez no sea necesario. Vengo de bastante lejos y pensaba establecerme en Los Ángeles. Por el camino fui asaltado por unos bandoleros que me despojaron de todo cuanto llevaba encima. Quiero decir de todo mi dinero. En vez de llegar a Los Ángeles con una regular cantidad, me he encontrado sin un centavo.
—Un Yesares de Paso Robles tiene a su disposición toda mi fortuna, don Ricardo. ¡Julián! El señor Yesares te pedirá…
—No, no es eso, don César —interrumpió, aún más cortés, Yesares—. Se trata de otra cosa. Si no hubiera sido por el robo de que he resultado víctima no la sacaría a relucir, pero tampoco quisiera iniciar mi negocio con una deuda que luego me abrumaría. Lo que quisiera decirle es que hace unos veinte años mi padre, don Ricardo Yesares, prestó al de usted cincuenta mil pesos para la adquisición de unas tierras o ganados. Los acontecimientos de aquella agitada época hicieron, sin duda, que su señor padre olvidara el préstamo y como se trataba de una suma insignificante, mi padre nunca quiso recordar la deuda. Pasó el tiempo y nuestra casa se hundió. No quiero recordar delante de estos caballeros cuáles fueron las causas de nuestra ruina; pero, sin duda, usted las conoce.
—Sí, sí, creo recordarlas —sonrió César—. Continúe, don Ricardo.
Yesares carraspeó, bebió otro sorbo de vino y prosiguió:
—Entonces mi padre, por un orgullo que usted comprenderá fácilmente, no quiso venir a reclamar una deuda tan pequeña, y se negó a que yo viniera en su nombre, a pesar de que todos le decían que don César debía de haber olvidado involuntariamente aquel asunto. Yo trabajé y gané bastante y pensé establecerme como posadero en Los Ángeles. Vine hacia aquí y tuve la desgracia de ser despojado de todo. Por ello, viendo hundidas mis esperanzas y mis proyectos, pensé en acudir a usted por si entre los documentos de su padre había encontrado alguno que hiciera referencia a esa pequeña deuda…
César carraspeó y, tras una breve vacilación, declaró:
—Don Ricardo, no necesito documentos para creer en su palabra. Mi mayordomo le entregará la suma…
En aquel momento, Julián Martínez, que había escuchado la conversación, carraspeó con violencia y cuando hubo atraído hacia él la mirada de César, pidió:
—¿Me permite el señor unas palabras?
—Di, Julián.
—Debo confesar un lamentable olvido, del que suplico a usted y a don Ricardo me perdonen.
—¿De qué se trata?
—Hace muchos años, creo que, poco más o menos, los que ha citado don Ricardo, su señor padre me encargó que le recordase que debía devolver a don Ricardo Yesares la suma de cincuenta mil pesos. Yo anoté el encargo en una libreta; pero perdí la libreta y hasta hace unos años no volví a encontrarla. Entonces, al repasar sus páginas, encontré la anotación; pero su padre ya estaba muerto y usted se hallaba en España. no sabía el paradero del hijo de don Ricardo y no me atreví a aumentar las preocupación de usted con una noticia tan vieja.
—Mal hecho, Julián —reprendió severamente don César—. Me duele mucho que haya tenido que ocurrir esto. —Volvióse hacia su visitante y agregó—: No sé cómo suplicarle que me perdone…
—¡Por favor, don César! —exclamó Yesares—. Sus palabras me llenan de vergüenza. Yo soy quien debe pedirle perdón por haber venido a molestarle por semejante bagatela. Le juro que sólo m repetida desgracia me ha dado fuerzas para este paso. No quiero molestarle más.
—No, no se marche, Julián, trae el dinero y calcula los intereses que habría devengado en todo el tiempo que hemos estado empleando una suma que no era nuestra. Entrégaselo todo a don Ricardo…
Yesares se puso en pie y adoptó una expresión de orgullo lastimado.
—Don César, acaba usted de humillarme terriblemente. Yo no he venido a actuar como un usurero…
César de Echagüe se puso en pie e, inclinando la cabeza, declaró:
—Tiene usted razón, don Ricardo. No sé cómo pedirle que me perdone por mi inconcebible falta de tacto. Ningún Yesares es usurero, y a usted no se le habrá ocurrido nunca comerciar con un préstamo entre caballeros. Le entregaré los cincuenta mil pesos que su padre prestó al mío, y como pequeña muestra de que me perdona, le suplico que acepte la casa que tengo en la plaza. Es un edificio antiguo, amplio y sólido, que seguramente le servirá perfectamente para establecer su comercio, sea cual fuere. Le aseguro que en los tiempos en que nuestros padres eran amigos, el valor del edificio era de unos mil pesos.
—Muchas gracias, don César. Aceptaré el edificio siempre que usted me perdone mi exaltado orgullo.
—Olvidemos el incidente y brindemos por una amistad que estoy seguro se prolongará muchos años. Ustedes, señores, nos acompañarán como testigos de nuestra reconciliación.
Todos los presentes levantaron sus copas y se brindó por la reanudada amistad. Luego, César preguntó: