—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Grigor, a quien no complacía aquel trabajo que le era encargado.
—Durante todo el día de mañana —contestó
El Coyote
—. Desde la mañana hasta las doce de la noche. Pasada esa hora ya no es necesario vigilarle.
—¿Por qué?
El Coyote
movió negativamente la cabeza.
—No debe preguntar nunca. Limítese a obedecer. Ya sé que eso no le gusta tanto como el obrar con independencia; pero debe hacerlo porque es la única forma de que nuestros planes se realicen a la perfección.
—No me gusta trabajar a ciegas.
—En este caso debe hacerlo, a menos que prefiera trabajar solo.
—Prefiero su ayuda; pero… Bueno le obedeceré hasta que me convenza de que mi interés me aconseja lo contrario. Sin embargo, no veo qué relación puede existir entre Jean Shepard y… la banda de la Calavera.
—Seguramente no existe ninguna. Adiós, Grigor; desde hoy está a mis órdenes. Y no olvide que el éxito siempre nos ha acompañado.
El Coyote
se había puesto en pie y, lentamente, dirigióse hacia la puerta. Al llegar a ella la abrió, dirigió una mirada al pasillo y, comprobando que estaba vacío, salió cerrando con llave tras él.
Al oír que la llave giraba en la cerradura, Grigor corrió hacia la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada.
Rabioso por lo que le pareció una baja astucia del
Coyote
, Grigor se disponía a aporrear la puerta; pero se contuvo ante el temor de verse obligado a dar una imposible explicación. Regresó hacia el centro del cuarto para encender la lámpara y colocarla sobre la mesa. Al buscar la yesca y el pedernal sus dedos tropezaron con una llave. Obedeciendo a una súbita inspiración corrió a probar si podía abrir la puerta y encontróse con que aquélla era la llave que necesitaba.
Apenas hubo abierto la puerta, Grigor salió al pasillo y, a grandes zancadas, lo recorrió en dirección a la escalera. Al mismo tiempo se daba cuenta de que ya no podría alcanzar al
Coyote
.
Bajó al vestíbulo y, no viendo a nadie, fue hacia el despacho del propietario.
Ricardo Yesares estaba sentado a su mesa y, ante él, tenía un montón de monedas de oro que iba reuniendo en cartuchos de papel.
—Buenas noches, señor Grigor —saludó Yesares, levantándose—. ¿Le ocurre algo? Está usted demudado.
—¿Yo? No me ocurre nada… Es que me pareció oír que alguien trataba de abrir la puerta de mi cuarto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Yesares, fingiendo alarma.
—Oí que metían una llave en la cerradura y entonces yo pregunté quién intentaba entrar. Nadie me contestó; pero al momento sacaron la llave. Abrí la puerta y no vi a nadie.
—Tal vez algún huésped que se equivocó de habitación —sugirió Yesares.
—¿Existe otra llave de mi cuarto? —insistió Grigor.
—Desde luego. Hay dos llaves para cada habitación. Es muy corriente que los huéspedes pierdan la suya y tengan que recurrir a mí para abrir sus cuartos.
—¿Y quién guarda las llaves esas?
—Yo. Están en sitio seguro.
—¿Dónde?
—En este cofre de seguridad —señaló Yesares, indicando un recio cofre de roble reforzado con bandajes de hierro.
—¿Podría ver si la llave está ahí?
—Claro.
Yesares se puso en pie, sacó de un cajón una gruesa llave y con ella abrió, el cofre, de cuyo interior sacó una pesada caja de madera que dejó sobre la mesa. Levantó la tapa y aparecieron una serie de departamentos numerados, en cada uno de los cuales había una llave. El dueño de la posada señaló uno de aquellos departamentos.
—Ésta es la otra llave —dijo.
Grigor se inclinó a examinarla y vio una llave igual a la que se le había entregado. A pesar de estar guardada en un lugar cerrado, la llave aparecía como todas las otras cubierta de una fina capa de polvo, que indicaba su no utilización en mucho tiempo.
—No… no ha sido utilizada —murmuró.
—Era imposible que nadie la hubiera sacado de aquí —sonrió Yesares—. Como le dije, debió tratarse de algún invitado que se equivocó de habitación. No dé excesiva importancia al incidente.
—Desde luego. Debe de haber sido lo que usted supone. Perdone mi insistencia.
—Está usted perdonado, señor Grigor.
—¿Necesita algo más?
—No nada más. Buenas noches.
Grigor abandonó el despachito y Yesares cerró la puerta tras él. Después, volviendo junto a la mesa, tiró sobre ella una llave que era el triplicado de la que habían examinado un momento antes. Luego, abriendo una puerta secreta que descubrió un minúsculo cuartito, recogió del suelo un sombrero, una chaquetilla, un cinto con dos revólveres y un antifaz negro. Todo ello lo colgó cuidadosamente de una percha y cerró el cuartito.
Al pensar en Earl Grigor, Yesares sonrió nuevamente.
—Estabas seguro de haber hablado con
El Coyote
—murmuró—. Y ni sospechas su identidad ni la del doble que le sustituye.
****
Durante el día siguiente, Grigor se esforzó en obedecer las órdenes que le diera
El Coyote
. A media mañana siguió a Jean Shepard hasta la cárcel y le vio entrar en ella. No necesitó acercarse para comprender que iba a ver al reo que aguardaba en el subterráneo calabozo el momento de dar su último paso hasta el patíbulo.
La entrevista entre Jean Shepard y su padre o hermano duró casi una hora. Al salir, el joven iba muy pálido y caminaba con paso firme y la cabeza erguida, como si hubiera tomado ya una trascendental decisión.
Grigor le siguió a distancia y le vio entrar en una armería, donde compró un par de rifles, dos revólveres y abundantes municiones; después le vio entrar en un almacén, de donde salió con un gran paquete que cargó en un carricoche alquilado un momento antes. El resto de la mañana y la tarde, Jean Shepard lo invirtió en comprar dos caballos, sillas de montar, mantas, una sartén, una pequeña cafetera de hierro esmaltada, un par de cuchillos de monte, dos cuerdas y una pequeña hacha.
Todo esto, junto con los caballos, lo guardó Jean Shepard en una posada mejicana situada en las afueras de la población.
Aquella noche, Grigor, ya interesado por el extraño comportamiento del joven, le observó con creciente nerviosismo de Jean, quien en vez de retirarse a descansar salió a la plaza y después de vagar durante un par de horas por las solitarias calles de Los Ángeles, al dar las diez y media, dirigióse hacia la cárcel.
La curiosidad de Grigor había alcanzado su punto culminante. Con cauteloso paso y buscando la protección de los porches y soportales, fue siguiendo al joven, que a medida que se acercaba a la cárcel caminaba más despacio y extremando sus precauciones. Cuando llegó, por fin, al terreno descubierto, Jean Shepard, que vestía un traje negro que casi lo hacía invisible, tendióse en el suelo y comenzó a avanzar como lo haría un indio lanzado al ataque de un campamento.
Grigor imitó el proceder del joven y no tardó en ver que Jean Shepard había elegido bien el terreno, pues avanzaba por una especie de trinchera que lo ponía a cubierto de todas las miradas.
—Ése va a salvar a su padre —pensó Earl Grigor.
En aquel instante, una silueta humana se recortó contra el cielo hacia el punto donde debía encontrarse Jean Shepard, y una voz ordenó:
—Sal de ahí o disparo.
Un grito de sobresalto respondió a la orden y Jean Shepard empezó a levantarse. En ese momento, otra sombra surgió de la oscuridad y un brillo metálico fue seguido de un estertor de agonía. El hombre que había hablado cayó de bruces, en tanto que Jean Shepard, de pie, miraba a su inesperado salvador. Pero la actuación de éste no terminó allí. Lanzándose sobre Jean, le golpeó en la cabeza con el cañón del revólver que había empuñado.
El joven apenas tuvo tiempo de lanzar un gemido y cayó sin conocimiento. El desconocido fue a inclinarse sobre él y en aquel instante, Earl Grigor, decidió que debía él intervenir también en aquella contienda que se desarrollaba en la oscuridad.
****
César de Echagüe había abandonado el rancho de San Antonio vestido con la indumentaria del
Coyote
. Durante todo el día, utilizando los servicios de varios de sus hábiles agentes secretos había ido sobornando a los centinelas que durante aquella noche guardarían los accesos a la cárcel. Sabía dónde encontrarlos y llevaba las necesarias cuerdas para amarrarlos y salvaguardar así su responsabilidad. Al único a quien no se atrevió a sobornar fue al carcelero, un viejo californiano cuya honradez quitaba toda esperanza al soborno.
Al llegar a la vista de la cárcel, César desmontó y prosiguió su avance. De la mano izquierda colgaban las cuerdas y la derecha rozaba la culata de uno de los dos revólveres.
De súbito una voz le hizo detenerse. Llegaba de las inmediaciones de la cárcel y fue seguida por un estertor cuyo significado era inconfundible para César.
Acelerando el paso,
El Coyote
dirigióse hacia el punto de donde llegaba el ruido. A pesar de la oscuridad pudo ver perfectamente cómo un cuerpo se desplomaba y del fondo de una estrecha trinchera surgía un hombre cuyo blanco sombrero fue para
El Coyote
una inconfundible marca de identidad. Sonó un leve grito de asombro, y por un momento pareció que Grigor iba a llevar toda la ventaja; pero su adversario, acaso más forzudo o más práctico en aquellas luchas, le repelió violentamente y levantó sobre él su revólver, dispuesto a destrozarle la cabeza de un golpe. Era indudable que no le interesaba sembrar la alarma utilizando las armas de fuego y prefería la lucha silenciosa. También
El Coyote
era de su misma opinión y en vez de desenfundar su revólver, su mano buscó la empuñadura de su pesado cuchillo y trazó un veloz semicírculo al que siguió un centelleo. El cuchillo, disparado con prodigiosa fuerza, cortó, silbando, el aire y fue a clavarse en la muñeca del hombre, haciéndole soltar el arma y lanzar un alarido de dolor. En seguida, comprendiendo que eran demasiadas las fuerzas reunidas contra él, dio media vuelta y escapó, antes de que Grigor y
El Coyote
pudieran seguirle.
Grigor, al ver al
Coyote
quiso darle las gracias, ya que le debía la vida; pero el enmascarado le contuvo con un ademán. En seguida se inclinó sobre Jean Shepard y volviéndose a Grigor le indicó, por señas, que atendiera al joven; luego, él se inclinó sobre el que había dado el alto a Shepard. En la espalda tenía clavado un cuchillo y era uno de los centinelas de la cárcel.
El Coyote
apretó con fuerza los labios. ¿Qué era lo que significaba aquello?
Regresando junto a Grigor le ordenó en voz baja:
—No se mueva de aquí.
Grigor le vio alejarse y aunque por un momento pensó en seguirle, recordando que debía atender al joven Shepard, se inclinó de nuevo sobre él y trató de tomarle el pulso, ya que la respiración era prácticamente imperceptible. Ya fuese por su nerviosismo o porque su propio corazón latía con fuerza ensordecedora, Grigor no pudo captar ninguno de los latidos del corazón del joven. Por fin le desabrochó la camisa y apoyó la mano sobre el pecho de Shepard. Con mucha dificultad consiguió Grigor dominar su sorpresa y, poniéndose en pie estuvo tentado de correr tras
El Coyote
. Pero se contuvo y volvió a arrodillarse junto a Jean Shepard y se esforzó en devolverle el sentido.
El Coyote
debía de tener ocupaciones más importantes que aquélla.
En efecto, en aquel instante
El Coyote
acababa de recorrer el cinturón de vigilancia establecido en torno a la cárcel, y se había encontrado con que todos los centinelas estaban ya amarrados, y algunos de ellos sin sentido. Al contemplar la ronda vio aparecer a Ricardo Yesares, vestido también como
El Coyote
. Los dos hombres quedaron un instante frente a frente.
—¿Les ataste tú? —preguntó César.
Yesares negó con la cabeza.
—No. Creí que había sido usted…
—Yo no. Hay cinco atados y uno muerto. Sospecho que alguien ha utilizado en su provecho nuestro trabajo. Entremos en la cárcel.
Mientras se dirigían allí, el verdadero
Coyote
explicó a su doble:
—Jean Shepard ha estado preparando la fuga de su padre; o sea que si no me engaño hemos sido tres los que hemos perseguido el mismo objeto. O, por lo menos, casi el mismo.
Siguieron avanzando hacia la cárcel y, al llegar a la puerta, los dos empuñaron sus revólveres y escucharon unos segundos. Del interior no llegaba el menor ruido. Al fin empujaron la puerta. El vestíbulo de la cárcel estaba iluminado con una lámpara de petróleo cuya amarillenta luz parecía dar más sombras que otra cosa. Empujando una puerta forrada de plancha de hierro, los dos enmascarados entraron en lo que era antesala de la cárcel, o sea, el lugar donde el carcelero tenía su mesa de trabajo, sus armas y la oficina. En el fondo se veía una reja que llegaba del suelo al techo y en la cual se veía una puerta, también de recios barrotes. La puerta estaba abierta; pero no fue esto lo que atrajo ante todo la atención del
Coyote
y de su ayudante.
El objeto que casi provocó en ellos un grito de asombro y de ira, fue la figura de Caicedo, el carcelero, que estaba caído de bruces sobre la mesa, y en cuya espalda, a la altura del corazón, se veía hundido un puñal de larga hoja. Tan larga que después de atravesarle el cuerpo había clavado al carcelero sobre la mesa.
Olvidando toda precaución, los dos hombres corrieron hacia la reja y cruzando la puerta, dirigiéronse a las celdas. Sólo debía haber dos de ellas ocupadas, o sea, las que encerraban a Shepard y a Turner; pero ni éstas se veían ocupadas, y sus abiertas puertas dejaban ver el vacío interior de los calabozos, de los cuales habían desaparecido sus ocupantes.
La sentencia dictada por el juez Ramírez no se ejecutaría en el día fijado ni, tal vez, en mucho tiempo.
—Los han salvado —murmuró Yesares.
El Coyote
pareció no oírle.
—Dos asesinatos —murmuró—. Y nosotros les hemos facilitado el trabajo.
—Pero ¿quién puede haber sido? —insistió Yesares.
El Coyote
señaló al suelo. Caído junto al camastro de Shepard se veía una máscara blanca y negra que representaba una calavera.
—¿La banda de la Calavera? —tartamudeó Yesares.
—Eso parece.
—Entonces… pero…
—Sí, la cosa parece clara. Creímos que al cargar sobre ellos la sospecha de que formaban parte de la banda de la Calavera, les acusamos de un delito del que eran inocentes; pero no fue así. La banda de la Calavera los ha salvado.