El otro Coyote / Victoria secreta (21 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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—Ya concluí con los míos'. Ahora vamos por los…

No terminó la frase. La vida que una décima de segundo antes animaba aún su rostro se borró violentamente, y como empujado por una mano invisible cayó de bruces junto a Shepard, mostrando en la espalda el orificio de entrada de la bala que había terminado con él.

Todo ocurrió tan velozmente, que Shepard sólo se dio cuenta de su reacción al notar que estaba disparando contra la desembocadura del sendero de la cresta. El disparo que puso fin a la existencia del agente del
Coyote
había llegado de allí, procedente de uno de los dos jinetes que les habían seguido y a los cuales habían olvidado casi por completo.

Dos veces disparó Shepard contra sus nuevos enemigos, y su segundo disparo fue seguido por el rodar de un cuerpo humano que pareció saltar fuera de su escondite.

En el mismo instante, Shepard sintió un golpe en el pecho y hasta sus oídos llegó, muy lejano, el eco de un disparo. Todas las fuerzas le abandonaron. El fusil escapóse de sus manos y ante sus ojos todo se nubló. Una paz infinita inundó su alma. ¡Al fin podía descansar!

¡Era el dieciséis de septiembre, el día que se había fijado para la ejecución, en Los Ángeles, de Charles Turner y Howell Shepard!

El último pensamiento de éste fue para su hija. Y para ella fue también su última inquietud. Luego, todo fue paz en el alma de Adolfo de Abizanda.

Cuando los tres jinetes que sobrevivieron a la rápida lucha reuniéronse en torno a los cadáveres, maquinalmente se quitaron los sombreros. Era un ademán de respeto hacia los hombres que tan bravamente habían luchado hasta el fin.

Pero en seguida pasó esta que podría llamarse debilidad y los tres volvieron a montar en sus caballos y partieron en pos del tercer fugitivo.

Juana de Abizanda esforzóse por seguir en línea recta por entre los árboles; pero toda su atención se fijaba en los disparos que se oían a lo lejos. En tanto que siguieran sonando quedaría la esperanza de que su padre aún estaba vivo; pero si llegaban a cesar… Entonces el silencio sería señal de muerte, y en aquella desigual contienda sólo unos podían ser los vencidos.

Varias veces en su fuga a través del bosque, creyó que los disparos habían cesado. Entonces detenía su caballo y escuchaba, y sólo cuando volvía a oír el eco de las armas, reanudaba la fuga.

Al fin, en una de aquellas detenciones, sus oídos sólo captaron silencio. Profundo silencio, que en su inexpresión era trágicamente expresivo.

Juana aguardó un minuto, dos o tres. Lo hacía sin darse cuenta de que estaba malogrando el esfuerzo realizado hasta entonces. Quizá hubiera permanecido allí durante una hora si, de pronto, no hubiese llegado a sus oídos el blando batir de los cascos de unos caballos sobre el suelo tapizado de panocha.

Fue un toque de alarma que la joven captó en todo su terrible significado. Después de matar a su padre y a su compañero, los bandidos la buscaban para terminar también con ella.

Fue el instinto de conservación el que la hizo hundir las espuelas en su caballo y reanudar la fuga; pero había perdido demasiado tiempo, y aunque su abuelo había hecho de ella una experta amazona, los hombres que la perseguían iban ganando rápidamente terreno y al cabo de diez minutos de persecución a través del bosque comenzaron a disparar.

No resultaban excesivamente peligrosos aquellos disparos, ya que el obstáculo que presentaban los árboles era suficiente para proteger a la joven que huía por entre ellos. Pero varias balas pasaron lo bastante cerca para convencer a Juana de Abizanda que sus perseguidores no tenían especial interés en cogerla viva.

Un terror loco se apoderó de ella y desde aquel momento ya no tuvo noción exacta del lugar adonde se dirigía. Entregóse al instinto de su caballo y sólo prestó atención al galope de los caballos que la perseguían y a las balas que se hundían en los árboles, lanzándole trozos de corteza.

De pronto, la joven sintió cómo su caballo se estremecía violentamente, y después de dar un par de traspiés, se detenía sacudido por un convulsivo temblor. Juana no esperó más. Saltó del caballo que, al momento, se desplomó junto a ella.

Los perseguidores comenzaron a lanzar gritos de alegría que fueron como un espoletazo para la joven, que, aterrada, buscó refugio detrás de un árbol, mientras empuñaba su revólver, aunque se daba cuenta de que sería incapaz de dispararlo.

Pero sus enemigos estaban ya cerca y, cerrando los ojos, Juana apretó dos veces el gatillo. En el mismo instante sonaron tras ella dos disparos más y, al abrir los ojos, la joven vio, tendidos en el suelo, a menos de sesenta metros de ella a dos de sus perseguidores, en tanto que el otro intentaba huir; pero su velocidad fue muy inferior a la de la bala que al fin le alcanzó.

Juana de Abizanda sintióse dominada por unas violentas náuseas. Todo el mundo giraba bajo sus pies y tuvo que apoyar la espalda en el tronco que la había protegido.

A través de las brumas que borraban su visión, vio avanzar a dos hombres que empuñaban largos rifles. En un momento sus ojos recobraron la vista y al reconocer a uno de ellos gritó:

—¡Señor Grigor!

Earl Grigor avanzó hacia ella y cuando la joven corrió a su encuentro le ofreció el refugio de sus brazos, murmurando:

—¡Pobrecita! ¡Pobrecita!

Cuando estas palabras, fueron comprendidas por Juana, ésta se apartó de Grigor y mirándole a través de sus lágrimas, preguntó en voz baja:

—¿Lo sabías?

—Sí; desde aquella noche. Cuéntanos lo ocurrido.

—Sí, cuéntenos todo cuanto ha ocurrido —pidió impaciente el compañero de Grigor.

Juana le miró. El desconocido se cubría el rostro con un antifaz y, por un momento, la joven no comprendió; luego, recordando, exclamó:

—¡
El Coyote
!

—Para servirla, señorita. ¿Dónde está su padre y los demás?

Dejándose caer sobre una roca, Juana de Abizanda explicó lentamente lo ocurrido. Media hora después, los tres llegaban al lugar de la lucha y se detenían junto a los cadáveres de Howell Shepard y de su compañero.

—Grigor —dijo
El Coyote
—. Usted cuide de enterrarlos. Yo iré a impedir que se cometa el robo.

Capítulo XI: El asalto al tren

Coronado por su penacho de denso humo, el tren avanzaba con velocidad creciente hacia la llanura en cuyo final se encontraba la pequeña estación de Apartadero. Faltaban unos treinta kilómetros para llegar a aquel punto y las inquietudes de los maquinistas y centinelas empezaban ya a disiparse.

Pocas veces había cruzado por aquellos lugares un tren mejor guardado que aquél. Veinte soldados veteranos de la guerra se hallaban apostados dentro del vagón que iba enganchado a continuación de la máquina. Se trataba de un coche mayor que los otros, de sólidas paredes blindadas, capaz de resistir, incluso, el fuego de un cañón de pequeño calibre. Intentar abrirlo desde fuera era completamente inútil, y sin el consentimiento de los que iban en el interior del vagón sería imposible entrar en él.

Cada uno de los soldados se hallaba de pie junto a una de las numerosas aspilleras que se abrían en las paredes del vagón. Iban armados con mosquetones y mandados por un capitán y dos sargentos. El vagón iba ventilado indirectamente y el aire penetraba en él con bastante abundancia.

Aunque el vagón era grande y sus ocupantes no demasiados, quedaba muy poco espacio libre, ya que gran parte del interior del mismo estaba ocupado por tres grandes cajas de acero, dentro de las cuales se encerraban veinte millones de dólares en oro y billetes de banco. El resto del vagón estaba ocupado por quinientos saquitos, cada uno de los cuales contenía mil dólares en plata acuñada.

Aquella fortuna la enviaba el Gobierno a los bancos de la costa del Pacífico y sería distribuida desde San Francisco. Representaba el pago de las remesas de oro que desde allí se habían hecho a Washington.

Además de la escolta indicada, el tren llevaba otro sistema de defensa que se utilizaba por primera vez. En el último vagón iba instalada una estación emisora telegráfica provista de un gran tambor con cien kilómetros de cable telegráfico que a medida que el tren avanzaba iba siendo desenrollado. El extremo de aquel cable se conectaba con la estación telegráfica que se había cruzado poco antes. Al llegar a cada estación el tren paraba y mediante una pequeña máquina de vapor se recogía todo el cable tendido hasta la estación anterior. Una vez hecho esto se conectaba con aquella otra estación y el tren reanudaba la marcha. Si todo marchaba bien, el telegrafista del tren se limitaba a emitir las letras O.K. cada medio minuto. En el caso de que ocurriese algún accidente, el telegrafista debía dar la alarma, o simplemente, dejar de transmitir. Esto significaría que el tren había sufrido algún percance y al momento se enviaría una máquina de socorro.

Aparentemente, el tren era de mercancías, y en los vagones que seguían al que llevaba el tesoro, se amontonaban cajas de maquinaría de diversos géneros, aunque en cada uno de los vagones se encontraban un par de soldados, dispuestos a repeler la agresión de que pudieran ser objeto.

—No hacen falta tantas precauciones —refunfuñaba el maquinista, dirigiéndose al soldado que detrás de él estaba sentado en el cofre de las herramientas—. Estamos perdiendo el tiempo, en vez de emplearlo en ir más deprisa, y me gustaría saber cómo podrían los bandidos abrir las cajas de caudales que van en el vagón y, mucho menos, llevarse las quince toneladas de oro que arrastramos. Harían falta casi trescientos bandidos para llevarse semejante fortuna.

El soldado, que fumaba una corta y sucia pipa, lanzó un escupitinajo al carbón y explicó:

—No sé cómo lo harían ni los que serían necesarios para hacerlo; pero no me extrañaría nada que lo inten…

No pudo decir nada más porque en aquel instante una ensordecedora detonación sonó a unos cien metros delante de la locomotora, y la doble hilera de brillante vía se quebró en medio de un surtidor de fuego y tierra.

El maquinista saltó hacia la palanca de los frenos y consiguió detener el tren a menos de dos metros del profundo embudo que el explosivo había abierto en la tierra.

No pudo intentar la marcha atrás, porque en aquel instante una granizada de balas penetró en la locomotora, derribando a los dos maquinistas, al soldado y a los fogoneros, sin darles tiempo a defenderse.

En el resto del convoy la reacción fue inmediata. Desde cada uno de los vagones, los soldados abrieron fuego contra las rocas desde las cuales se hostilizaba al tren. Especialmente el vagón donde iba el oro parecía un volcán que en vez de lava vomitase plomo.

En cambio, los bandidos demostraban más interés en terminar con los soldados que iban en los vagones, y contra ellos centraban sus disparos, aprovechando la circunstancia de que dichos soldados eran los que iban menos protegidos.

Durante unos diez minutos el tiroteo se mantuvo en la misma forma, y al fin cesó la resistencia de los soldados apostados en los vagones, aunque prosiguió sin ningún desfallecimiento la de aquellos que estaban en el principal vagón, que en realidad no habían sufrido ni una sola baja.

De pronto, a unos veinte metros del vagón comenzó a elevarse una densa columna de negruzco humo producido por la inflamación de una gran masa de trapos empapados de aceite de máquinas. El humo, impelido por el viento, fue empujado contra el vagón del tesoro, penetrando en hilillos por las aspilleras y, sobre todo, por los tubos de ventilación y por cuantas junturas había, aunque estuvieran colocados indirectamente.

Fue inútil que los soldados cerrasen las aspilleras. El humo invadió en pocos minutos el vagón, ahogando a los soldados, que trataban en vano de hallar un poco de aire puro.

Desde su puesto de mando, los jefes de la banda de la Calavera observaban, complacidos, el resultado de su bien estudiado plan de batalla, en tanto que sus hombres avanzaban hasta las inmediaciones del codiciado vagón. Por fin, a los ocho minutos de haberse encendido la hoguera, abrióse la puerta del vagón y los soldados comenzaron a salir, restregándose los ojos, tosiendo como si estuvieran a punto de arrojar los pulmones y buscando, a ciegas, un lugar seguro.

Los bandidos los fueron apresando y conduciendo a un punto donde los concentraron, atándolos de pies y manos y tapándoles los ojos con tiras de tela.

Cuando el último soldado hubo salido, se apagó la apestosa hoguera y los bandoleros penetraron en el vagón. No se perdió ni un minuto. Unos bandidos trajeron las ya preparadas cargas de dinamita, se colocaron sobre los techos de las cajas, después de aplicarles las cápsulas detonantes, y luego se cubrieron con sacos de monedas de plata. Esta operación se realizó en poco más de tres minutos y en seguida se prendió fuego a las mechas y todos corrieron a guarecerse.

Sonó la detonación simultánea de las tres cargas de dinamita, y el techo del vagón saltó por los aires, acompañado de un diluvio de dólares de plata que quedaron sembrados en torno al inmovilizado tren.

Volvieron los bandidos al vagón, precipitándose sobre las desventradas cajas de caudales, en tanto que otros iban asegurándose de que no quedaba ningún soldado con vida que pudiera ser testigo del robo. Como sabían el número exacto de fuerzas, que debían defender el tren, no tardaron en comprobar que de los treinta soldados que en total iban en él, sólo quedaban con vida los veinte prisioneros. En el último vagón, junto al transmisor telegráfico, hallaron al operador, con la cabeza atravesada por un balazo.

—Todo marcha como lo proyectamos —dijo uno de los jefes de las bandas.

—¿Qué parte me corresponderá del botín? —preguntó Charles Turner, que estaba junto a los jefes, cubierto también por una máscara de calavera y con las manos apoyadas en las culatas de los dos revólveres que le habían entregado, como premio a su traición, y con los cuales había disparado repetidas veces contra el tren.

El jefe de la banda de Los Ángeles volvió la vista hacia un árbol situado a unos veinte metros detrás de ellos y junto al cual se encontraba uno de los bandidos, sosteniendo un rifle de corto cañón. Sonriendo duramente, el jefe hizo un movimiento con la cabeza y el bandido de junto al árbol echóse al hombro el rifle.

—Un buen pago, Turner —dijo—. Mire hacia allí.

Turner volvióse para ver lo que se le indicaba y, apenas hubo vuelto la cabeza, sonó un disparo y recibió un balazo entre las cejas, desplomándose fulminado.

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