El otro Coyote / Victoria secreta (22 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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—Éste es el pago que reservamos a los traidores, imbécil —dijo el jefe.

Y volviéndose a sus compañeros agregó:

—Aunque no encuentren aquí a los Shepard, este cadáver los despistará perfectamente.

—¿No temes que el plan falle? —preguntó otro de los jefes.

El de Los Ángeles negó con la cabeza.

—No, es completamente seguro. El más seguro que puede imaginarse. En su propia audacia reside su seguridad.

Entretanto, los bandidos habían empezado a sacar el oro que contenían las cajas de caudales.

Capítulo XII: El oro desaparecido

El Coyote
y Yesares galopaban sin el menor miramiento hacia sus caballos, salvando cuantos obstáculos se oponían a su paso, en un desesperado esfuerzo por llegar a tiempo de ayudar a los que iban en el tren. Cuando aún les faltaba casi una hora para llegar a la vía férrea, escucharon el eco de una formidable detonación que llegó hasta ellos reverberando de montaña en montaña.

—¡Ya está! —Exclamó
El Coyote
—. No llegaremos a tiempo.

Sin embargo siguieron galopando y, al poco rato, escucharon otra detonación más fuerte que la anterior.

—¡Deben de haber volado las cajas de caudales! —exclamó
El Coyote
.

Media hora después llegaron a lo alto de un risco desde el cual ya se veía la vía férrea y desde donde pudieron ver cómo una larga columna de jinetes se alejaba del inmovilizado tren. Cada uno de los jinetes llevaba en la grupa un gran lío de mantas y cuerdas, sin duda el botín cobrado en el asalto.

—Ya todo es inútil —suspiró César de Echagüe—. No podemos intentar nada contra ellos. Son casi doscientos hombres.

—Parece que de Apartadero llega un tren de socorro —indicó Yesares, señalando una larga columna de humo que se acercaba en dirección opuesta a la que siguiera el tren asaltado.

—Esperemos a ver qué ocurre —indicó
El Coyote
.

El tren de socorro, que arrastraba tres vagones de gente armada, llegó al borde del cráter de la mina y sus ocupantes saltaron a tierra corriendo hacia el tren del tesoro. Subieron a los vagones y en seguida se dieron cuenta de que toda la inmensa fortuna que se transportaba había desaparecido. Registraron los alrededores, hallaron a los veinte soldados prisioneros; pero no descubrieron el menor rastro del oro.

Poco después llegó otro tren de socorro, también de Apartadero, adonde se había comunicado la noticia del asalto, y de sus vagones se bajaron unos trescientos caballos en los cuales montaron otros tantos hombres, emprendiendo la persecución de los fugitivos, que, abrumados por el peso del oro, no podían andar muy lejos.

Mientras tanto, los equipos de obreros que habían llegado también en el otro tren, procedieron a rellenar el embudo formado por la explosión y a colocar otras vías en sustitución de las que habían sido destrozadas por la dinamita.

—Creo que ya hemos visto todo lo que podía verse —dijo al fin
El Coyote
—. Volvamos junto a nuestros compañeros. Tú marcharás en seguida a Los Ángeles.

Aquella noche,
El Coyote
, Earl Grigor y Juana de Abizanda se sentaron en torno de un alegre fuego en la cabaña de un cazador mejicano.

Grigor, cabizbajo, apenas hablaba, aunque de cuando en cuando dirigía intensas miradas a Juana, que había abandonado, parcialmente, el traje masculino.
El Coyote
, que le observaba, comentó de pronto:

—Ha fracasado usted en la labor que le encomendaron, ¿verdad?

—¿Eh? Sí, claro, he fracasado.

—¿Y qué piensa hacer ahora?

Juana pareció aguardar ansiosamente la respuesta del joven. Encogiéndose de hombros, Grigor replicó:

—No sé. Aún no he decidido nada.

Y de nuevo miró a Juana, que inclinó la cabeza y se sofocó intensamente. César comprendió que durante su ausencia los dos jóvenes debían de haberse expresado sus sentimientos; por ello comentó:

—Si usted hubiera triunfado habría recibido un buen premio, ¿no?

—Claro.

—Y se hubiese podido casar con la mujer a quien ama.

—Si…; pero, no…

—¿No, qué? —Preguntó
El Coyote
—. ¿Es que no ama a ninguna mujer? Yo hubiese jurado que está usted enamorado de la señorita de Abizanda.

—¿Cómo sabe…? —tartamudeó Juana.

—He vivido lo suficiente para saber leer en los ojos y en los corazones. ¿No es cierto que los dos se aman?

Ni Juana ni Grigor replicaron; pero su silencio fue harto significativo.

—¿Qué les detiene? —Preguntó César—. ¿El no haber ganado el premio? ¿O es que no quiere casarse con la hija de un hombre a quien se había condenado a muerte?

Grigor se puso en pie de un salto.

—¡No me importa lo que haya sido el padre de Juana! —gritó—. La amo, y si me quiere estoy dispuesto a ser su esposo.

El Coyote
miró a la joven y comprendió que ella estaba dispuesta a olvidar para siempre su masculina educación y a ser de nuevo una mujer sujeta a los menores deseos de su esposo.

—Usted, señorita Abizanda, es muy rica. ¿Cuánto daría por limpiar de toda mancha la memoria de su padre?

—Todo cuanto poseo —declaró, fervientemente, la joven.

—No hace falta tanto. Con la mitad será suficiente. Existe una persona que puede lograr lo que usted desea. Esa persona es su futuro marido.

—¿Yo? ¿Cómo? —preguntó Grigor.

—Descubriendo el paradero de los veinte millones robados. Usted ignora dónde se hallan, pero yo estoy casi seguro de saber dónde han sido escondidos.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Hace una hora llegamos a esta cabaña. Al mismo tiempo llegó su dueño, que es uno de los hombres que están a mi servicio. Él me explicó los pormenores del asalto al tren. Los bandidos se llevaron todo el oro y gran parte de la plata. El resto quedó desparramado por los alrededores, a causa de la explosión, y los obreros se han ocupado más en recoger dólares de plata que en reparar la vía. Pero al fin quedó todo arreglado y el tren pudo seguir su viaje hasta Apartadero, donde quedó estacionado. Los que corrieron tras los bandidos anunciaron que los fugitivos marchaban mucho más de prisa que ellos, y aunque siguen buscándolos, han perdido ya la esperanza de alcanzarlos. Entretanto, el Gobierno ha comunicado por telégrafo que recompensará con cien mil dólares la recuperación del oro.

—¿Cien mil dólares? —exclamó Grigor.

—Sí —contestó César—. Usted puede ganarlos, porque yo le diré dónde puede estar el oro; pero a cambio de esa suma podría lograr que el nombre de Howell Shepard quede limpio de toda mancha.

—¿Cómo?

—Howell Shepard no era ningún santo. No quiero ofender la memoria de su padre, señorita de Abizanda, y mucho menos después del sacrificio que hizo y que estoy seguro le ha valido ante Dios el perdón de todos sus primeros errores, que fueron muchos. No los enumeraré; pero sí debo decirle que el último de ellos fue tan grave que yo decidí castigarlo y, al mismo tiempo, librar a una joven y a su padre del despojo de que iban a ser objeto, y para lo cual se valió Howell Shepard de una falsa acusación que llevó a la cárcel a un inocente. Yo hice que lo encarcelasen y que lo juzgaran. No pensé que llegasen a condenarle a muerte y por ello quise salvarle; pero otros se me anticiparon.

Juana seguía ansiosamente la explicación del
Coyote
. Éste siguió:

—Como no puedo descubrir mi identidad, mi declaración de que Howell Shepard era inocente no valdría nada. Por ello no puedo ayudarla descubriendo la verdad; pero se puede hacer otra cosa. Cien mil dólares son muchos dólares, y para cierta persona representarán mucho más que nosotros. Una mentira llevó a su padre a la cárcel. Otra mentira le devolverá el honor.

El Coyote
se puso en pie y dio unos pasos por la estancia; luego, regresando junto a Grigor, expuso su plan.

****

Los Ángeles era un hervidero de comentarios. Había pasado una semana desde que se supo la noticia del audaz robo del tren, y el público aún no se había calmado. Hacía comentarios nada piadosos acerca de la incapacidad de las autoridades en su lucha contra los audaces bandidos, y Teodomiro Mateos, el jefe de policía, en un ingenuo intento de desviar el temporal que se cernía sobre él, declaró que la policía tenía una excelente pista que no tardaría en conducir al descubrimiento de los bandidos y del oro.

—Sólo pido un poco de tiempo —suplicó.

El público no estaba dispuesto a concederle tiempo alguno, y por la ciudad comenzó a hablarse en públicos mítines de la conveniencia de nombrar a otro jefe de policía.

Aquella noche, Teodomiro Mateos se retiró a su casa en el más bajo estado de moral, casi dispuesto a presentar su dimisión antes de que le fuera exigida por la fuerza.

Cuando la criada mejicana le anunció que el señor Earl Grigor deseaba verle, Mateos estuvo a punto de contestar que no deseaba ver a nadie; pero con la débil esperanza de que el visitante pudiera traerle alguna solución a su angustioso problema, el jefe de policía ordenó que le hicieran pasar a su despacho.

—¿Qué desea usted? —preguntó con cansada voz a su visitante.

Earl Grigor sentóse frente al dueño de la casa y, sonriendo, anunció:

—Vengo a hacerle un favor, señor Mateos. Creo que el más importante que en estos momentos se le puede hacer.

—¿Cuál?

—El anunciarle dónde está escondido el oro que se robó en el asalto al ferrocarril.

Mateos se puso en pie de un brinco.

—¿Qué dice? —preguntó con voz estrangulada.

—Lo que ha oído. Vengo a decirle dónde está el oro. Los veinte millones.

—¿Dónde están? ¡Por Dios, hable en seguida!

—Un momento —interrumpió Grigor—. Un favor exige otro favor.

—Le daré lo que quiera. Hay un premio de cien mil dólares y otros por un total de treinta mil más. ¿No es suficiente?

—Pienso dejar en sus manos o, mejor dicho, en su bolsillo, todo ese premio. Como ve, el favor será doble.

—¿Y qué quiere pedirme?

—En primer lugar, le repito que sé, positivamente, dónde se ha escondido el oro y, además, quién es el jefe de la banda que ha tomado a Los Ángeles por terreno de lucha. Se lo digo para que se dé cuenta de lo inmenso del favor que le hago. Ahora pasaré a exponer el favor que deseo de usted. Hace tres días, en la misión de San Jacinto, me casé con Juana de Abizanda. ¿La conoce?

Mateos movió negativamente la cabeza.

—No, no la conozco.

—Es la hija de Adolfo de Abizanda, conocido en Los Ángeles por el nombre de Howell Shepard.

—¡Eh!

—Howell Shepard ha muerto luchando contra los bandidos que robaron el oro.

—Pero si era jefe de la banda…

—No. Nada de eso. Howell Shepard no tuvo nunca nada que ver con la banda de la Calavera. Las pruebas que contra él se presentaron fueron circunstanciales, sin ninguna base sólida. Cualquier alto tribunal lo declararía así. Usted sabe que parte de los testigos que declararon contra él lo hicieron siguiendo órdenes de usted. Necesitaba un pequeño triunfo y Shepard se lo facilitó. No es necesario que se excuse. Vayamos a lo que a mí me importa. Especialmente por la tranquilidad de mi esposa, quiero que se limpie de toda mancha la memoria de su padre. Usted declarará, bajo juramento si es preciso, que Howell Shepard trabajaba de acuerdo con usted para desenmascarar la banda de la Calavera. Dirá que todo el juicio seguido contra él fue una comedia encaminada a conseguir el fin que ahora ha logrado.

—¿Cuál?

—El descubrimiento del jefe de la banda y la recuperación del oro. Sin el sacrificio de Howell Shepard nada de eso hubiera sido posible, y hoy la banda sería dueña de una inmensa fortuna.

—¿Y si yo digo eso y después no se recupera el oro? —preguntó Mateos.

—Eso lo dirá después de recuperado el oro. Si cumple lo que le pido, nadie reclamará el premio ni descubrirá la verdad. Si, por el contrario, se quedase usted con el premio y se negara a devolver a Howell Shepard su buen nombre, entonces se descubriría todo.

—¿Y quién es usted? ¿Cómo ha sabido?

—Yo vine a Los Ángeles enviado por la Asociación de Banqueros. Soy una especie de policía particular. Lo que ahora se llama un detective. Se me encargó que descubriese las ramificaciones de la banda de la Calavera. Y he logrado el triunfo; pero, al mismo tiempo, estoy locamente enamorado de mi mujer, y sacrifico en su beneficio mi éxito. Prefiero que se suponga que he perdido. Así me retiraré a las haciendas de mi esposa y viviré en el norte de California como un ranchero. ¿Acepta lo que le ofrezco?

—Es una mentira.

—Completa, señor Mateos. Usted gana ciento treinta mil dólares y además la fama de ser el mejor jefe de policía de la Costa del Pacifico. ¿Le parece poco?

—Es mucho, lo reconozco.

—Entonces, ¿acepta?

—Sí.

—Pues bien, escuche lo que voy a decirle y siga mis instrucciones al pie de la letra. Mañana llegará todo el oro a Los Ángeles.

Capítulo XIII: Victoria secreta

César de Echagüe y Ricardo Yesares paseaban por la plaza, que en aquel domingo se veía muy concurrida. Habíase salido de oír misa en la iglesia de Nuestra Señora y los habitantes habían acudido allí a oír el concierto que tenía anunciado la banda militar del fuerte Moore.

Numerosos soldados de la guarnición paseaban también por la plaza, así como un grupo de policías que habían acompañado a su jefe, don Teodomiro Mateos, que en aquellos momentos era objeto de los más despiadados comentarios que podían brotar de los labios de los californianos. ¡Y sólo quien los ha conocido sabe lo duros que pueden ser los suaves habitantes de California cuando discuten una ineptitud oficial!

La atención de los paseantes se vio distraída por la llegada de seis pesadas galeras tiradas por polvorientos caballos. Junto al primero de los pesados carruajes cabalgaba un hombre que, si no apreciado, era, al menos, conocido por todos los habitantes de la población. Dutch Louie, el traficante en máquinas agrícolas.

—¡Buenos días, señor Louie! —saludó César, que se encontraba junto a la primera galera cuando se detuvo.

—Buenos días, don César —replicó el amable holandés.

—¿Me trae la fantástica trilladora de que me habló?

—Pues claro que la traigo. Pero si la quiere tendrá que pagar mucho por ella, pues son varios los que han salido a recibirme para pedir que se la reserve a ellos.

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