El otro Coyote / Victoria secreta (20 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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Pero en los planes de Adolfo no entraba el casarse con Juana Ortiz que, al fin y al cabo, no era más que una muchacha sin fortuna, hija de un sencillo ranchero. Cuando sus amores con la californiana amenazaron dar un fruto que imponía el matrimonio, Adolfo se negó a cumplir con su deber. Ni las amenazas de su padre ni las del padre de Juana Ortiz causaron ningún efecto en el joven.

—No me caso con ella, papá —dijo a su padre—. Me condenaría a encerrarme para siempre en este sitio, y no me atrae nada la vida campesina. Yo no he nacido para esto.

Las violentas escenas entre don Francisco y su hijo no dieron más fruto que el de decidir al joven a abandonar su hogar en dirección a San Francisco, primero, y luego a Los Ángeles, donde se estableció como notario.

Juana Ortiz quedó abandonada; pero antes de que su vergüenza se hiciera pública, don Francisco acudió en su socorro. Su hijo era el culpable y él estaba dispuesto a pagar su culpa.

En la mayor intimidad se celebró la boda del anciano y de la joven. Dos meses después, se inscribía en la misión el nacimiento de Juana de Abizanda, legítima hija de Francisco de Abizanda y de Juana Ortiz.

Don Francisco de Abizanda sufrió una gran decepción cuando supo que la recién nacida criatura era una niña. Durante todo el tiempo abrigó la esperanza de que fuese un niño, y con su característica terquedad se negó a aceptar la realidad. Para él Juana era un chico y como a tal lo educó y lo vistió, sin hacer el menor caso de las blandas protestas de la madre, a quien tenía como una criada importante, pero no como la dueña del rancho, ni siquiera de su hija, ya que nunca se la consultó en nada, ni ella se atrevió a hacer valer sus derechos. Quizá por eso, al cabo de ocho años, optó por morirse, aprovechando una ausencia de don Francisco y su hija, a quienes no quiso molestar con el espectáculo de su agonía.

Juana intentó llorar la muerte de la pobre mujer a quien había visto siempre ir de un lado a otro, como asustada de su importante dueño. Don Francisco prohibió a su nieta que derramase lágrimas, cosa impropia de un hombre, y para compensarla de aquella pérdida le regaló un caballo, un rifle y dos revólveres. Juana no se atrevió a confesar que se consideraba perdedora en el cambio. Siguió viviendo como un muchacho y don Francisco no dejó de llamarla ni una vez por el nombre de Juan. Para él era un hombre y le tenía sin cuidado que en realidad no lo fuese.

Juana de Abizanda logró convencer a su abuelo de que, en realidad, tenía carácter de hombre, y el anciano acabó por sentirse satisfecho del cambio, ya que si su nieta era para todos un hombre, con él sabía tener las ternuras de una mujer que alegraba y prolongaba su vejez.

Tal vez don Francisco hubiese vivido hasta los cien años si de cuando en cuando no le hubieran amargado la vida las noticias que recibía de su verdadero hijo. El hecho de que Adolfo de Abizanda hubiese adoptado el nombre de Howell Shepard fue el primer y más rudo golpe, después de la marcha de su heredero; pero cuando llegó hasta la hacienda la noticia de que Howell Shepard iba a ser juzgado como un delincuente vulgar, el anciano no pudo resistir aquel golpe, y a la mañana siguiente fue hallado muerto.

Juana no tenía motivos para querer a su padre y, quizá por eso mismo, le adoraba. Tan pronto como se vio libre de la dominación de su abuelo marchó a Los Ángeles para ayudar a su verdadero padre, de quien, legalmente, sólo era hermana.

Howell Shepard casi se había olvidado de su hija. Acostumbrado a vivir sin ella nunca sintió la necesidad de preocuparse por ella ni deseó tenerla a su lado. Sin embargo, el día que recibió su visita en la cárcel de Los Ángeles, Howell Shepard se dio cuenta de que en su corazón, su hija ocupaba de pronto un lugar preeminente. Por ella hubiera querido poder borrar todo lo pasado, pero este deseo llegaba demasiado tarde.

En el cambio verificado en Howell influyó mucho el descubrir el cariño que su hija le había conservado a pesar de que era la primera vez que le veía. Cuando le propuso la huida para marchar juntos a establecerse en otro lugar del Oeste, Shepard aceptó jubiloso y dio a su hija las instrucciones necesarias. De pronto, todas sus esperanzas se vieron abajo al descubrir que los hombres que le sacaban de la prisión no hacían más que llevarle de una cárcel a otra, acaso peor.

Durante una semana viajó entre los bandidos, sin comprender cuáles podrían ser sus intenciones respecto a él. Sólo cuando fue encerrado en la cabaña con su compañero y con Juana, empezó a temer que se le pensara utilizar para algún fin que sólo significaría un empeoramiento de su suerte.

Las palabras del centinela que les ofrecía la salvación le hicieron comprender que sus temores no habían sido infundados. Por ello aceptó la única tabla de salvación y decidió aferrarse a ella hasta el último momento.

—¿No te decides a seguirnos? —preguntó a Turner.

El abogado negó con la cabeza.

—No… no… —tartamudeó.

—Vamos, pues —dijo, volviéndose hacia el centinela.

Y, tomando de la mano a su hija, salió de la cabaña.

Charles Turner no se había quedado sólo por miedo. Se sentía capaz de seguir a Shepard y al que él creía un muchacho; pero una astuta idea había germinado en su cerebro. Aguardó, pues, unos minutos, y cuando supuso a los Shepard y al centinela lo bastante lejos para que no pudiesen impedirle lo que pensaba hacer, se levantó y saliendo de la cabaña dirigióse hacia la tienda del jefe de los bandidos. Contra lo que pudiera haberse esperado, no tropezó con ningún obstáculo y nadie le impidió la entrada en la tienda. Sin embargo, Turner prefirió llamar desde fuera, temiendo que la presencia de un extraño provocara en el jefe de los bandidos una reacción violenta.

—¡Jefe! ¡Jefe! —llamó varias veces.

Al cabo de un minuto se oyó dentro de la cabaña un rumor y el jefe de los bandidos, siempre con el rostro cubierto por la máscara, salió de la tienda, armado con un revólver.

Al ver a Turner no pudo contener un grito de asombro.

—¿Qué haces aquí? —gritó, agarrándole del cuello.

Dominando su terror, Turner consiguió replicar:

—Vengo a ayudarle.

—¿Quién te ha soltado? —gritó el jefe, a cuya voz empezaron a despertar los bandidos.

—Un traidor —agregó Turner—. Si me ayuda le diré toda la verdad.

—Claro que te ayudaré —respondió el jefe—. Habla.

Turner explicó todo lo ocurrido y la fuga de los Shepard y del centinela. Al oír el nombre del
Coyote
, el jefe de los bandidos apretó rabiosamente el brazo de Turner.

—¡Ya me pagará lo que han hecho!

Dejándole allí, volvióse a sus hombres y ordenó que diez de ellos partieran detrás de los fugitivos y no regresaran sin haberlos capturado vivos o muertos.

En un abrir y cerrar de ojos se organizó el grupo perseguidor y cuando aún la noche invadía la tierra, diez jinetes abandonaron el campamento en persecución de los fugitivos.

El camino seguido por éstos sólo podía ser el del sur, y, por lo tanto, los bandidos no tuvieron demasiadas dificultades en dar con el rastro dejado por los tres caballos. A pesar de esto, su avance no podía ser muy rápido, pues lo quebrado del terreno los exponía a pasar, sin darse cuenta, junto a los que perseguían.

Con las primeras livideces de la aurora, descubrieron a un kilómetro y medio a los tres jinetes a quienes buscaban. Desapareció el riesgo de perder la pista y los diez bandidos espolearon salvajemente a sus caballos.

La polvareda que levantaban y el violento batir de los cascos de sus animales llevaron hasta los fugitivos la primera noticia de que su huida había sido descubierta.

La noticia llegó demasiado tarde, cuando ya la oscuridad no podía ofrecerles amparo. Howell Shepard miró interrogadoramente al auxiliar del
Coyote
. El hombre replicó señalando, significativamente, hacia delante. Había que seguir huyendo. No existía más solución.

En cambio, los perseguidores tenían otras soluciones, y una de ellas comenzaron a ponerla en seguida en práctica.

De haber descubierto los fugitivos cinco minutos antes la persecución de que eran objeto, aún se habrían podido salvar, pues en vez de seguir el alto camino que discurría por la cresta de las montañas, y que fue elegido por ser el más difícil, el más rocoso, y, por lo tanto, aquel en que menos huellas quedarían, y el más largo, detalles que debían hacerlo el menos lógico, hubieran podido descender al llano por cualquiera de los otros dos senderos que se bifurcaban al comienzo del camino alto.

Dejando dos hombres en aquel punto, los bandidos se dividieron en dos grupos de a cuatro y como un alud descendieron por ambos caminos en dirección al punto donde el sendero de la cresta descendía hacia un espeso bosque de gigantescos pinos rojos.

Si lograban interponerse entre el bosque y los fugitivos la suerte de éstos quedaba sellada, ya que sólo entre los árboles podrían escapar de sus perseguidores.

Mientras marchaban todo lo aprisa que el terreno les permitía, los fugitivos podían ver, abajo, a ambos lados de la cumbre de la montaña, los dos grupos de jinetes que eran como los dientes de una tenaza, dispuesta a cerrarse sobre elfos.

—Sólo nos queda una solución —dijo, de pronto, el agente del
Coyote
—. Yo me quedaré entre las rocas, al final de este sendero, y procuraré entretener lo mejor posible a ésos. Así ustedes tendrán tiempo de alcanzar el bosque.

—¿Y usted? —preguntó Shepard.

El hombre se encogió de hombros.

—Los tres no podemos ya salvarnos —dijo—. Alguno se ha de quedar.

—Puedo quedarme yo —dijo Shepard.

—Mi jefe me ordenó que le salvase. Si se queda…

No terminó la frase; pero su final era bien claro. El que se quedara moriría.

Mientras, proseguían el avance, seguidos a mil metros escasos por los otros dos bandidos.

Howell Shepard revivió durante aquellos momentos toda su vida pasada. Sus culpas, sus delitos, el incumplimiento de sus promesas.

—No, no puedo sentirme orgulloso —murmuró—. He vivido lo peor que he sabido.

De pronto, al mirar a su hija, escuchó en sus oídos o en su alma una vieja frase que habían leído muchas veces sin comprenderla: «Una bella muerte honra toda una vida».

—¿Qué probabilidades tenemos de salvarnos? —preguntó al agente del
Coyote
.

—Depende de la resistencia que yo pueda ofrecer —replicó el otro—. Si los retengo veinte minutos podrán ustedes adentrarse mucho en el bosque. Si no puedo aguantarlos tanto tiempo y consiguen meterse en el bosque a poca distancia de ustedes… pues tendrán que defenderse como les sea posible. Tal vez el muchacho pueda ayudarle…

—Es una mujer —dijo Shepard—. Es mi hija.

El otro jinete le miró con asombro.

—¿Su hija? —preguntó—. ¿Y cómo es que va vestida de hombre?

—Adoptó el traje para estar más segura.

—Mal lo pasará si vuelve a caer en manos de mis antiguos compañeros. Si descubrieran su verdadero sexo… En fin, creo que tendré que superarme en el esfuerzo por salvar a su hija.

—Yo también le ayudaré —dijo Shepard—. Si son dos los caminos que deben defenderse, usted solo no podría resistir mucho.

El hombre no replicó. Aceptaba la ayuda de Shepard porque la consideraba plenamente lógica.

Shepard avanzó hasta su hija y colocándose a su nivel, le dijo:

—En el bosque hacia el cual nos dirigimos hay varios hombres del
Coyote
. Debes procurar llegar hasta ellos y explicarles lo que ocurre. Nosotros nos quedaremos atrás, parapetados entre las rocas, hasta que tú vuelvas. Debes darte prisa.

Juana de Abizanda dirigió una temerosa mirada a su padre.

—¿Qué piensas hacer? ¿Por qué no me acompañas?

—Porque nos alcanzarían y entonces nada ni nadie podría salvarnos. Tú eres la más ligera de los tres, tu caballo está descansado; no te será difícil llegar hasta los hombres del
Coyote
.

—Pero…

—Date prisa —insistió Shepard—. Adelántate ya. Aprovecha todos los segundos. Piensa que de ti depende que nos salvemos.

Al decir esto, Howell Shepard sabía que mentía; pero se daba cuenta de que sólo por salvarle a él aceptaría su hija marchar de su lado.

Durante un minuto, Juana tuvo apretada con gran fuerza la mano derecha de su padre; luego, picando espuelas se adelantó y, a pesar de lo dificultoso del terreno, en pocos minutos cobró una gran ventaja sobre sus compañeros.

Howell Shepard comprendió que nunca más volvería a ver a su hija. Dos lágrimas parecieron hincharse en sus ojos, hasta reventar y desbordarse por las mejillas.

—¡Y para eso he sido durante toda mi vida un canalla! —pensó.

Su compañero le observaba en silencio. Parecía ajeno a la situación, como si la muerte no se cerniera también sobre él.

Cuando llegaron al final de la cresta y comenzó el descenso hacia el bosque, Shepard y su compañero empuñaron los rifles que iban en la funda que pendía de la silla. Al mismo tiempo buscaron con la mirada a los ocho jinetes que formaban la peligrosa tenaza. ¡Estaban demasiado cerca para que se pudiera intentar la huida hasta el bosque! Expondríanse a tener que hacerles frente en terreno descubierto y con todas las ventajas para ellos.

Dejando sueltos a sus caballos, los dos hombres corrieron a parapetarse detrás de unas altas rocas, desde las cuales se dominaban los senderos que ascendían desde el llano. Un momento antes, Shepard buscó con la mirada a su hija y la vio a punto de entrar en el bosque. En seguida volvió su atención hacia los jinetes que llegaban por su lado y apuntando cuidadosamente apretó el gatillo.

En el momento en que sonó el disparo otra lágrima le nubló la vista. Cuando borró la lágrima con el dorso de la mano, Shepard vio que su disparo había sido certero, y que un caballo alejábase espantado del jinete que dejaba en tierra.

En el mismo instante sonó un disparo que procedía de su compañero y luego, tres balas rebotaron en la roca, cerca de su cabeza. La lucha había empezado. Sólo un milagro podía alterar el lógico final.

Generalizóse el tiroteo y Shepard procuró dirigir sus balas contra las nubecillas de humo que acusaban la posición de sus adversarios; pero el tiro era difícil y sólo por verdadero milagro logró alcanzar a otro de los bandidos.

Su compañero, en cambio, más diestro en el manejo del fusil disparaba sólo de tarde en tarde; pero al cabo de unos cuatro minutos, deslizóse hacia Shepard y le anunció, al oído:

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