El otro Coyote / Victoria secreta (13 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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Por lo tanto, no sólo se juzgaba al abogado y al notario por el robo de las piedras preciosas, sino que también se le acusaba de formar parte de una banda odiada por todos los habitantes de Los Ángeles, banda que había cometido robos y tropelías sin cuento, y que, además, nunca había vacilado en llegar hasta el crimen. Esto, unido a otros delitos de estafa y de quebrantamiento de la obligaciones inherentes a su cargo, anuló las protestas de inocencia que hacían los acusados, quienes al fin admitieron que parte de dichas acusaciones eran ciertas pero, en cambio, las más graves no lo eran. Tanto Turner como Shepard sudaban copiosamente cada vez que se sentaban en el sillón de los testigos y con plañidera voz y nerviosos ademanes se esforzaban por hacer comprender a su jueces que eran víctimas de un diabólico plan ideado y puesto en práctica por aquel odioso bandido llamado
El Coyote
.

Estas palabras habían hecho sonreír a tres personas. En primer lugar a César á Echagüe, que se acarició el bigotillo que adornaba su labio superior y ahogó un fingido bostezo. También Ricardo Yesares, propietario de la ya famosa posada del Rey Don Carlos, sonrió levemente. Y, por último, también sonrió Dutch Louie, el comerciante holandés especializado en la venta de maquinaria agrícola. Los motivos que tenía Louie para sonreír, sólo él y otros que no estaban presentes los conocían. Los de César de Echagüe y Ricardo Yesares eran conocidos por ambos y por muy contadas personas más.

Habían seguido el proceso y los cargos contra los acusados se hicieron tan graves, que sólo ellos conservaron aún alguna esperanza de que el jurado comprendiera su inocencia y dictase un veredicto de no culpabilidad. Por eso ahora aguardaban ansiosamente, sin ver que la sentencia estaba escrita en el rostro de cada uno de los miembros de aquel jurado.

El juez miró interrogadoramente al portavoz y, con voz pausada pero impresionante, preguntó:

—¿Han llegado a un acuerdo?

El portavoz del jurado, veterano en aquel menester, asintió con la cabeza afirmando que los doce miembros del jurado habían llegado a un completo acuerdo.

—¿Cuál es su veredicto? —preguntó el juez.

El portavoz anunció con voz hueca que el jurado había hallado a los acusados Charles Turner y Howell Shepard culpables de los delitos de asalto a mano armada, de robo en cuadrilla y, además, los hacía responsables de los delitos cometidos en la ciudad por la banda de la que ellos formaban parte; por consiguiente, recomendaba contra ellos la aplicación de la pena más severa a que hubiese lugar.

Un profundo silencio se hizo en la sala. Todas las miradas se fijaron en el juez, mientras los dos acusados aún luchaban por comprender la verdad de su suerte.

El juez, don Julio Ramírez, que también lo había sido de Los Ángeles cuando la roja, blanca y verde bandera de Méjico ondeaba sobre el Ayuntamiento, y que luego fue elegido por sus conciudadanos para seguir administrando en su nombre la Justicia, carraspeó, golpeó la mesa con la pequeña maza de caoba, imponiendo un silencio que en realidad no podía ser más intenso ni completo, y, por último, se dispuso a hablar. Un alguacil ordenó a los dos acusados que se pusieran en pie para escuchar la sentencia, y Turner y Shepard obedecieron, sintiendo que las rodillas se les licuaban.

Ramírez, hablando un inglés casi perfecto, anunció:

—Charles Turner y Howell Shepard: Este tribunal os ha hallado culpables de los cargos que pesaban contra vosotros: cumpliendo mi deber y haciendo uso de las atribuciones que me confiere la Constitución de los Estados Unidos y la del Estado de California, os condeno a ser colgados por el cuello hasta que la muerte os llegue. La sentencia se cumplirá después de transcurridos quince días a contar desde hoy y antes de que hayan pasado veinte.

Un denso murmullo acompañó las palabras del juez, en tanto que los condenados trataban en vano de elevar una protesta. Teodomiro Mateos, jefe de policía y
sheriff
de Los Ángeles, avanzó para hacerse cargo de los dos reos, que desde aquel momento, quedaban bajo su jurisdicción, ya que él tendría que ser su guardián hasta el momento de conducirlos al patíbulo. Y no sólo esto, sino que él mismo tendría que anudar a su cuello la cuerda que debía ahogar su vida y abrir la trampa sobre la que se sostendrían por última vez en pie.

Salieron los condenados escoltados por Mateos y por cuatro de sus hombres y el público abandonó el tribunal. Durante todo el día, en Los Ángeles sólo se hablaría de la sentencia que se había dictado contra dos de los hombres que durante mucho tiempo fueron considerados como los más honorables de la población.

Capítulo II: Conferencia en la posada del Rey Don Carlos

Don César de Echagüe sólo parecía tener un vicio: el de ir a cenar casi todas las noches en la posada del Rey Don Carlos, propiedad de don Ricardo Yesares, y situada en la plaza. ¿A qué se debía semejante fidelidad de don César a la ya famosa posada? A esta pregunta la mayoría de los habitantes de la ciudad hubieran replicado que el motivo que llevaba a don César hasta la posada del Rey Don Carlos era la maravillosa cocina del establecimiento.

Nadie negaba esta posibilidad, porque Ricardo Yesares, llegado pocos meses antes a la ciudad, había sabido reunir un magnífico conjunto de cocineros, cocineras, vinos y licores, que convertían la nueva posada en un verdadero restaurante, igual, si no superior, a los de Boston, Filadelfia o Nueva York. California, en los años posteriores, gozaría fama de ser cuna de la mejor cocina de todos los Estados Unidos. San Francisco y Los Ángeles serían las ciudades que albergarían los mejores restaurantes de la costa del Pacífico, y durante muchos años todos afirmarían que en la posada del Rey Don Carlos era donde mejor se podía comer.

Había dos cocineros y una cocinera indios, dos mejicanos, un sueco, un español, un francés y dos chinos. El conjunto podía resultar un poco extraño, mas era altamente eficaz y desde la carne con chile hasta el chop suey, pasando por un centenar más de platos a cual más exquisito, los argumentos que la posada presentaba para afirmar su predominio sobre los restantes locales de la ciudad eran sumamente convincentes, y resultaban un imán poderoso que atraía hasta allí, todas las noches y mediodías, a una legión de clientes que iban reeducando sus paladares, estragados por tantos años de alimentarse a base de tocino y huevos fritos, fríjoles con salsa roja y tortas de maíz.

Como la clientela era mucha, fue preciso ir reduciendo la capacidad de la posada y aumentar la del restaurante. Casi la mitad de las habitaciones que en un principio se destinaron a dormitorios fueron luego convertidas, mediante el derribo de los tabiques intermediarios, en nuevos comedores. Otras siguieron siendo habitaciones; pero en vez de contener camas contuvieron mesas, reservadas a aquellos clientes que escogían la posada como punto donde reunirse a comer y, al mismo tiempo, a, discutir en privado asuntos comerciales.

Dos noches después de haberse hecho pública la sentencia recaída sobre Charles Turner y Howell Shepard, César de Echagüe, como de costumbre, presentóse a cenar en la posada. Conseguir una buena mesa hubiera sido punto menos que imposible. El patio estaba lleno a rebosar, el gran comedor de la planta baja sólo ofrecía espacio para el paso de los camareros; los dos del primer piso estaban igualmente repletos.

—¡Llegó usted tan tarde, don César! —se lamentaba Yesares, acompañando al hacendado por todos los sitios donde podía haber posibilidad de encontrar una mesa libre.

—Quería llegar antes —replicaba César de Echagüe—; pero un asunto me entretuvo… ¿Es posible que no quede ni una mesa?

Todos los que estaban cerca oyeron la respuesta de Yesares:

—Si quisiera usted un reservado… Me queda uno libre…

Echagüe torció el gesto. No le gustaba comer encerrado entre cuatro paredes, lejos de la música que amenizaba la comida de los demás.

—Es la única solución —aseguró Yesares—. Antes de una hora no quedará libre ninguna mesa. Y aun entonces sólo quedará alguna de las peores.

Tras larga vacilación, don César aceptó lo único que podía ofrecerle el propietario del establecimiento.

—Bien, lléveme a ese reservado —suspiró.

Pero toda su desgana y malhumor desaparecieron en cuanto Yesares cerró tras ellos la puerta del reservado. Y mientras los que se fijaron en las escenas anteriores le imaginaban anotando los encargos de César de Echagüe, Yesares, en realidad, sentóse frente al dueño del rancho de San Antonio y del rancho Acevedo, que, borrando de su rostro toda displicencia, empezó:

—Tenemos que hacer algo por esos desgraciados, Ricardo.

Yesares asintió.

—No he podido venir antes sin exponerme a que la gente sospechara. Es muy importante que la gente no empiece a atar cabos sueltos y nos asocie con lo que ha de ocurrir… Desde luego, tenemos que evitar que Shepard y Turner mueran en la horca. Yo contaba con que los condenarían a unos años de cárcel; pero no imaginé que fuesen tan severos con ellos.

—Yo tampoco, don César —replicó Yesares—. Si los ahorcasen los remordimientos no me dejarían vivir.

—Los salvaremos.

—Pero ¿cómo? No podemos presentarnos ante Mateos y contarle lo que…

—No, porque no querría creernos —replicó César—. Además, si hiciésemos eso destruiríamos nuestra obra y no podríamos volver a ser lo que hemos sido.

—Entonces…

César comprendió lo que Yesares quería decir.

—Sí, no nos queda otro remedio que salvarlos violentamente. Tendremos que asaltar la cárcel y ponerlos en libertad.

—¿Y convertirlos en proscritos?

—Sí. No podemos hacer nada más. Podrán buscar amparo en otro Estado o territorio. Han cometido los suficientes delitos para que semejante castigo sea el menos grave que pueda caer sobre ellos.

—¿Qué debemos hacer?

—Tenemos tiempo de sobra, y pasado mañana, si la noche se presenta favorable podemos intentar el ataque.

—¿Los dos?

César meditó unos segundos.

—No. Uno de nosotros vigilará la salida. El otro entrará en la cárcel y dominará al guardián.

—A los guardianes —corrigió Yesares.

—Los otros serán fáciles de dominar. A sus manos llegará el oro suficiente para que se conviertan en débiles adversarios. La cárcel estará vigilada exteriormente por seis de esos hombres. Cada noche se cambia la guardia y, por lo tanto, la dificultad principal estriba en saber quiénes vigilarán la cárcel la noche en que intentemos salvar a esos desgraciados. Si fueran siempre los mismos, la cosa no tendría dificultad.

—En ese caso no se les podrá sobornar…

—No, no —interrumpió César—. No es eso. Se les podrá sobornar porque existe una cosa que tú tal vez ignores y que se llama cálculo de probabilidades. Es un cálculo a base de cantidades desconocidas o, mejor dicho, supuestas. Se emplea mucho por los jugadores de ruleta y sé que los resultados son excelentes. Mateos tiene a sus órdenes treinta hombres. Ellos constituyen la totalidad de la fuerza de la policía. Anteanoche colocó a seis de ellos de guardia. Ayer puso a otros seis. Hoy son otros tantos los que vigilan la cárcel. Ninguno de ellos ha montado esa guardia antes. Por lo tanto, es de suponer que mañana elegirá a otros seis, que no serán ninguno de los que han vigilado la cárcel en estas tres noches. Y así es también fácil suponer que los centinelas de pasado mañana serán los últimos que quedarán sin haber montado ninguna de esas guardias. Tan pronto como sepamos quiénes vigilarán mañana la cárcel podremos sobornar a los seis restantes. Se dejarán atar y amordazar, a fin de cubrir las apariencias y, luego, sólo tendré que entrar en la cárcel, dominar al carcelero y sacar tranquilamente a los presos.

—¿Y si alguno se resistiese al soborno y nos tendiera una trampa?

—Para eso iremos los dos, y en el caso de una encerrona, tú podrías acudir en mi ayuda.

—Expuesto así me parece muy sencillo, mas, en realidad, puede no serlo tanto.

Tal vez; pero o lo hacemos así o dejamos que ahorquen a esos pobres. Estoy seguro de que todo saldrá bien. Pasado mañana estarás preparado para actuar como
El Coyote
. Y ahora vuelve a reunirte con tus clientes, pues tal vez les extrañe tu ausencia. Pasado mañana te enviaré las instrucciones complementarias.

Levantóse Yesares y partió a dar a los cocineros las órdenes necesarias para la preparación de la cena del señor Echagüe. Éste quedó en el reservado repasando mentalmente todos los detalles de su audaz proyecto.

Capítulo III: Un forastero llega a Los Ángeles

La llegada de la diligencia era siempre motivo de curiosidad para los habitantes de la ciudad, en la cual nunca faltaban desocupados suficientes para formar un compacto grupo en torno del vehículo cuando éste se detenía en su parador de la plaza. A pesar de su continuo progreso, Los Ángeles seguía siendo una ciudad pequeña, y sus habitantes, además de conocerse todos unos a otros, deseaban estar al día de los que llegaban a engrosar la población o de los que se alejaban de ella, si es que podía haber alguien capaz de abandonar un lugar tan hermoso como lo era ya en sus comienzos, la que con el tiempo debía llegar a ser la más bella ciudad de la costa del Pacífico.

Con el fin de permitir a los viajeros la entrada en Los Ángeles en el mejor estado de presentación; o sea vistiendo las ropas adecuadas para la ciudad, en lugar de los prácticos pero antiestéticos guardapolvos, la última etapa del viaje era muy breve y como, por otra parte, el camino era mejor, los viajeros podían vestirse pulcramente, sin el peligro de llegar con los trajes cubiertos por una capa de polvo de varios milímetros de espesor. En el punto de la última etapa las damas vestíanse sus más elegantes trajes que durante todo el viaje habían ido en las maletas y podían presentarse a la curiosidad de los habitantes de Los Ángeles con un aspecto más fresco y agradable que en los demás paradores, donde llegaban envueltas en polvo, como esas flores que nacen junto a las carreteras y cuya lozanía pasa inadvertida para todos.

Los viajeros que en aquel día de septiembre llegaron a Los Ángeles eran, poco más o menos, como los que llegaban en cada diligencia. Un par de comerciantes con sus maletas de tela de alfombra, sus sombreros de tubo de chimenea, sus levitas color ala de mosca, sus pantalones rayados y chalecos de fantasía con gruesa cadena de oro y dije punteado de rubíes. Un par de mujeres de edad indefinida, mirada desaprobadora, labios finos, espalda encorvada y cejas muy pobladas. Desde luego no eran jóvenes. Otra mujer llegaba también a la ciudad, y si la edad no la tenía muy definida, en cambio, la mirada lo era todo menos desaprobadora, los labios eran sensuales, las cejas estaban ligeramente depiladas y su cuerpo tenía una acusadora flexibilidad. A juzgar por cómo la miraban las otras dos mujeres, debía de haber representado para ellas la imagen viva del pecado.

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