Desde hacía rato, una multitud ya impaciente aguardaba ante la oficina de la diligencia.
—Tarda mucho —gruñó un hombretón de camisa roja y negra barba de una semana—. No comprendo cómo se retrasa tanto.
—A mí me hubiera extrañado mucho más que llegara pronto —replicó su vecino, que vestía pantalones rayados, embutidos en unas botas de cañas altas y sujetos por un cinturón de cuero encima del cual iba otro cinturón lleno de metálicos cartuchos de revólver y del cual pendía, dentro de su funda, un Colt del 45, modelo militar. Además de esto, vestía un chaleco floreado y una mugrienta levita. Entre la levita y el sombrero de tubo de chimenea que tapaba su calva, el hombre mostraba una cara adornada con una hirsuta barba, una rojiza nariz y unos ojillos de gallina.
—¿Por qué tenía que extrañarte? —preguntó el de la camisa roja.
—Porque trae mucho oro y el oro es un cebo delicioso para los salteadores de caminos —replicó el del sombrero de copa—. Yo creo que la habrán asaltado.
—Rubin, el factor, ha salido a su encuentro —dijo el otro—. Es buen tirador y monta en un buen caballo. Debió de alcanzarla…
Un lejano estruendo, mezcla de traqueteos, chirridos, ludidos, cascabeleos y batir de cascos de caballos interrumpió la discusión y atrajo todas las miradas hacia el extremo de la carretera que al cruzar Palmdale se convertía en la Main Street (Calle Mayor).
Una polvorienta diligencia en cuyas portezuelas se leía el nombre de WELLS & FARGO EXPRESS, acababa de entrar, oscilando y balanceándose como un buque en mar gruesa, en la calle. Detrás de ella iban cuatro caballos atados y en el pescante sentábase un hombre vestido con una chaqueta gris y unos pantalones negros y cubierta la cabeza con un sombrero de ala ancha y copa aplastada.
—¡Es Rubin! —exclamó el de la camisa roja.
—¡Algo ha ocurrido! —gritó el del sombrero de chimenea, tratando de hacerse oír de los que le rodeaban.
Era indudable que algo había ocurrido; pues al llegar ante la oficina y parador de la diligencia, Rubin tiró de las riendas, frenando a los cuatro caballos, y, con voz alterada, gritó:
—¡Que venga en seguida el
sheriff
!
—¿Qué ocurre, Rubin? —preguntó un hombre, vestido poco más o menos como los demás, pero en cuyo chaleco brillaba la estrella de los representantes de la ley.
—Hola, Bryce —replicó Rubin—. Busca a tus comisarios y prepárate.
—¿Han asaltado la diligencia? —preguntó Bryce.
—Pues parece que sí.
Un furioso y creciente murmullo elevóse de la multitud. AI murmullo siguió un amenazador avance hacia la diligencia. Bryce, comprendiendo que ocurría algo importante y que convenía contener a la gente, abrióse paso a codazos y llegó hasta el carruaje. Se encaramó al pescante y preguntó en voz baja a Rubin:
—¿Han matado a alguien?
—Sí —replicó el interrogado—. A cuatro guardianes y al chico de Hammond.
El
sheriff
Bryce palideció.
—Traigo a uno de los bandidos —agregó Rubin—. Está atado dentro de la diligencia. También traigo a Collier. Tiene la cabeza medio rota; pero está vivo.
—Cuidado —recomendó el
sheriff
—. Si se enteran querrán linchar a ese canalla y no podremos interrogarle.
Levantándose, encaróse con la muchedumbre y ordenó:
—Apartaos. En la diligencia vienen algunos heridos y tenemos que cuidar de ellos. Los meteremos en la oficina.
Al ver entre los presentes a dos de sus comisarios, los llamó y les ordenó que le ayudasen. Saltando desde el pescante a la acera de tablas abrió la portezuela y dentro de la diligencia vio a un hombre de unos veintiocho o treinta años, fuertemente sujeto con una cuerda.
—De prisa, metedlo dentro de la oficina —dijo a sus hombres—. Cubridlo con esta manta.
Los dos comisarios se apresuraron a cumplir las órdenes de Bryce y metieron al desconocido dentro de la oficina de la «Wells y Fargo». Además, dentro de la diligencia se hallaba Collier, con la cabeza envuelta con una ensangrentada tira de lienzo. En el suelo, amontonados, aparecían seis cuerpos humanos mal cubiertos por una manta de algodón.
Apenas la puerta de la oficina se hubo cerrado detrás de los comisarios de Bryce, Collier, ayudado por algunos de sus amigos, descendió penosamente del carruaje y se apresuró a decir a cuantos quisieron oírle:
—Nos asaltaron los bandidos. Mataron a los cuatro guardines y al chico de Hammond.
Un grito salvaje resonó en aquel momento en la calle y un hombre vestido con más elegancia que la generalidad de los habitantes de Palmdale avanzó hacia la diligencia.
—¿Qué le ha ocurrido a mi hijo? —rugió—. ¿Dónde está?
Collier vaciló, dio un paso atrás e, instintivamente, volvió la vista hacia el interior de la diligencia y su trágico cargamento.
—Señor Hammond… —tartamudeó—. Es que…
—¿Qué ocurre? —gritó el hombre, propietario del banco local y al que iba destinado el cargamento de oro.
—Robaron el oro… —tartamudeó Collier.
—¡Al diablo el oro! —bramó Hammond—. ¡Mi hijo! ¿Dónde…?
Mientras hablaba había llegado hasta la abierta portezuela y lo primero que vieron sus ojos fue el ensangrentado cadáver de su hijo, Por un momento se tambaleó como si hubiera recibido un formidable mazazo en el pecho. Sus manos buscaron, instintivamente, un asidero y pareció a punto de caer sin sentido. Un violento esfuerzo que fue claramente acusado por su lívido semblante le permitió continuar en pie, mientras su boca se abría en un silencioso gemido que se ahogó en su garganta.
—¿Quién…? ¿Quién lo mató? —pudo preguntar, al fin.
—No sé —tartamudeó Collier, asustado por la furia que se reflejaba en el banquero—. A mi me dejaron sin sentido antes de que le hicieran nada. Rubin debe de saberlo. El cofre del oro está vacío… —y el conductor señaló el arca despojada de su valioso contenido.
Hammond cruzó la acera y penetró en el despacho de la «Wells y Fargo», mientras los espectadores se agolpaban en torno del vehículo en un malsano deseo de ver los cadáveres.
—¿Qué ha ocurrido, Rubin? —preguntó Hammond, con ojos llameantes, dirigiéndose al hombre que había llegado conduciendo la diligencia.
Rubin interrogó con la mirada a Bryce.
—Asaltaron la diligencia… —empezó el
sheriff
.
—Ya lo sé —interrumpió violentamente Hammond—. Lo que quiero es saber qué ocurrió. ¿Quién mató a mi hijo?
—Cuando yo llegué para acompañar a Collier y a los guardianes, ya había empezado el tiroteo —explicó Rubin, que era el encargado de la agencia de Palmdale—. Los de la escolta habían caído ya y desde un altozano vi cómo Collier bajaba del pescante, amenazado por un bandido que empuñaba un revólver.
—¡Diga lo que fue de mi hijo! —interrumpió de nuevo Hammond.
—A eso voy, señor Hammond. El bandido golpeó con su revólver a Collier y le hizo caer sin sentido al suelo. En el mismo instante, y cuando yo descendía en socorro de ellos, vi a su hijo asomarse a la portezuela y disparar contra aquel bandido. Pero en el momento en que Jim iba a bajar de la diligencia sonó un disparo y el muchacho cayó muerto.
—¿No intentó usted hacer nada? —preguntó Hammond.
—Claro que sí —respondió Rubin—. Dejé mi caballo y, procurando ocultarme, fui hacia donde estaban los asaltantes. Mientras tanto, habían aparecido varios más…, creo que tres, y descargaron el cofre del oro, lo abrieron de un par de tiros y empezaron a meter el botín en unos sacos que llevaban. Cuando llegué cerca de ellos estaban montando a caballo. Tres de ellos marcharon al galope. El cuarto tuvo dificultades con su montura y se entretuvo más tiempo del prudente. Como era el mismo que había disparado sobre Jim, salté sobre él y le golpeé con mi revólver, dejándolo sin conocimiento. Los otros, cuando se dieron cuenta de que su compañero había quedado atrás, quisieron volver en su socorro; pero yo, bien parapetado, comencé a disparar contra ellos con mi rifle, y comprendieron que antes de que pudieran acercarse lo necesario recibirían algún balazo. Como, además, no sabían cuántos estaban contra ellos, no quisieron exponerse más y escaparon al galope. De buena gana los hubiera seguido; pero estaba solo, y si ellos lo hubiesen descubierto, habrían terminado conmigo. Aguardé, pues, a que estuvieran lejos, y, mientras tanto, amarré a mi prisionero, cargué los muertos en la diligencia, vendé la herida de Collier, le hice sentarse dentro del coche, con la orden de disparar sobre el prisionero si intentaba escaparse, y, tomando las riendas, guié la diligencia hasta aquí.
—¿Y qué piensa usted hacer con el prisionero, Bryce? —preguntó el banquero.
El
sheriff
vaciló un momento. Conocía el violento carácter de Hammond y temía las consecuencias.
—Lo juzgaremos y se le ahorcará, seguramente.
—Puede estar seguro de que morirá ahorcado —declaró Hammond—. Dé la sentencia por dictada. Y le prometo que no hará falta verdugo, ni tribunal, ni otra cosa que una buena cuerda.
—Oiga, Hammond —declaró Bryce, muy pálido—, no cometa locuras. Si trata de linchar a mi prisionero…
—Su prisionero es el asesino de mi hijo —interrumpió el banquero—. No merece ninguna consideración y nadie la tendrá con él. Si intenta impedirme que haga justicia, asaltaré esta casa con mis hombres.
Bryce vaciló un momento.
—Si hace eso dispararé contra ustedes —dijo.
Pero a su acento le faltaba la seguridad del hombre dispuesto a todo. Hammond lo notó y, despectivamente, propuso:
—Interrogue al prisionero, convénzase de si es o no culpable y luego entréguennoslo.
—Está bien —respondió Bryce, con la sola intención de ganar tiempo, aunque sin saber para qué deseaba ganarlo—. Le interrogaremos.
Ricardo Yesares fue sacado de la habitación donde le encerraron al llegar allí y conducido ante el
sheriff
, Rubin y Hammond. Éste, al verle, hizo intención de precipitarse sobre él, pero fue contenido por Bryce y uno de los comisarios.
—No cometas locuras —pidió el
sheriff
.
—Está bien, me aguantaré hasta el fin —replicó el banquero—. Interróguele.
—¿Quién eres? —preguntó Bryce, dirigiéndose a Yesares—. ¿De dónde vienes?
Ricardo Yesares, aún medio atontado por el golpe recibido, replicó:
—Soy Ricardo Yesares, de San Luis Obispo. Venía a Palmdale para ir a Los Ángeles, y mientras estaba preparando mi comida vi llegar la diligencia. Por lo visto había unos hombres ocultos y dispararon sobre los vigilantes. Los mataron, y luego, uno de los asaltantes hizo bajar al conductor de la diligencia y le golpeó con su revólver. Desde dentro del carruaje un muchacho disparó su pistola contra aquel bandido y parece que lo mató; pero en el momento en que iba a bajar dispararon sobre él.
—¿Quién disparó? —preguntó, con alterada voz, Hammond.
—Un hombre que salió luego de entre los árboles, acompañado por otro. Dijeron algo acerca de la muerte de su compañero.
—¿Qué dijeron? —preguntó Bryce.
—Que les tocaría a más en el reparto —contestó Yesares.
—¿Y cómo lo oíste? —preguntó Hammond.
—Yo me había ido acercando —siguió el joven, mientras Rubin y Bryce cambiaban una mirada de inteligencia—. Cuando los dos bandidos sacaron la caja que contenía el oro y dispararon sobre el cerrojo, abriéndola, yo salí de mi escondite y les ordené que levantaran las manos… Les quité los revólveres y los pañuelos con que se cubrían la cara; pero en aquel instante recibí un golpe en la cabeza y perdí el conocimiento. Casi hasta ahora no lo he recobrado. No sé que ocurrió luego ni cómo he llegado hasta aquí. ¿Dónde estoy?
—A medio paso de la horca, ¡canalla! —gritó Hammond, pugnando por lanzarse sobre el preso.
—¿Eh?
—Yo te explicaré, Yesares, si es que realmente es ése tu nombre —dijo Bryce—. Lo que nos has explicado es un cuento chino y no ha convencido a nadie. Sabemos que eres uno de los que asaltaron la diligencia. Y sabemos, también, cómo te capturó el señor Rubin —Bryce indicó con un movimiento de cabeza al jefe de la agencia—. Todo está contra ti y no podrás salvarte valiéndote de estúpidas invenciones.
—¿Dice que yo soy un… bandido? —tartamudeó Yesares, abriendo mucho los ojos.
—Sí, lo eres —siguió Bryce—. Y pagarás muy cara tu locura de asociarte con esos hombres; pero aún te concedemos una oportunidad de salvar la piel.
Al oír esto, Hammond casi se lanzó sobre el
sheriff
.
—Déjame hacer, Hammond —pidió Bryce. Y en voz más baja agregó—: Luego se lo entregaré a usted.
El banquero calmóse un poco y el
sheriff
continuó:
—Dinos dónde están o a dónde pensaban ir tus cómplices. Ellos tienen el oro, y si lo recuperamos y los detenemos a ellos, te aseguro que no serás tú quien suba al cadalso.
Bryce hacía esta promesa sabiendo que su prisionero no moriría en el cadalso porque le estaba reservada la justicia de Lynch.
—¡Pero si yo no soy ningún bandido! —gritó Yesares—. Yo estaba allí por casualidad cuando el asalto…
—Oye, muchacho, no nos hagas perder el tiempo. Si no nos dices dónde están tus cómplices, pagarás por ellos. Si nos ayudas a detenerlos, ellos pagarán por ti. Nos interesa recobrar el oro y capturar a toda la banda.
Con los ojos casi fuera de las órbitas y mirando, desesperado, a su alrededor, Yesares aseguró:
—¡Soy inocente, señores! ¡Yo sólo intervine en favor del cochero de la diligencia y en contra de los bandidos! Pueden informarse en San Luis Obispo. Allí me conocen todos. Los Yesares hemos vivido en California desde la conquista…
—Eso nos importa poco, Yesares —interrumpió el
sheriff
—. Usted formaba parte de la banda de salteadores, y el que su padre o su abuelo fueran muy decentes no significa que usted también lo sea. Si no quiere decirnos la verdad, tendré que entregarle a su destino.
—¡Pero si yo no he robado nada! —gritó el californiano—. No robé ni una pepita de oro.
—Ya sabemos que sus cómplices se llevaron el botín y por eso queremos recobrarlo. ¿Dónde están?
—Yo no sé…
—¡Basta ya! —gritó Hammond—. Estamos perdiendo el tiempo.
Soltándose violentamente de los que le contenían, el banquero salió de la oficina y al llegar a la calle levantó las manos, pidiendo a todos los allí reunidos que le escucharan. Cuando se hizo el silencio, Hammond anunció:
—Ha sido detenido uno de los asesinos que atacaron la diligencia. Se le quiere sustraer a la justicia del pueblo y dejar que se libre con unos años de cárcel. ¿Vamos a tolerar eso?