El pacto de la corona (15 page)

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Authors: Howard Weinstein

BOOK: El pacto de la corona
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Dio un respingo involuntario cuando oyó la llamada que procedía del puente: la
Enterprise
había entrado en órbita alrededor de Zenna Cuatro, y requerían su presencia en la sala del transportador.

Si había existido una ansiedad común entre los buenos camaradas, era el miedo a perder el dominio. Dado que los expertos no eran capaces de catalogar de manera fiable a las personas de la forma en que lo hacían con las propiedades de la biología y la física, el dominio de las personas ente era todavía una ciencia marginal. Al menos el método tenía que ser científico y ordenado: si se controlaba la mayor cantidad de variables posible, el dominio se hacía tanto más fácil.

Nars era una de esas variables, y en el momento en que desapareció de la cámara del transportador en medio de una luz destellante, se encontró a salvo de las manos de Kirk. Ese pensamiento hizo que Kirk frunciera el entrecejo mientras se hallaba sentado en el salón con la teniente Byrnes, mirando fijamente una taza de té. El oficial de transporte Kyle les informó de la transferencia a la superficie del planeta.

—Bien, Byrnes —dijo Kirk—, ahora todo depende de usted y de Chekov.

—Sí, señor.

La teniente salió del salón y él hizo girar el té en la taza con expresión ausente. Luego miró la taza. Dejó de moverla y el té continuó dando vueltas dentro del recipiente sin su ayuda. «Sin duda es difícil conseguir el control», pensó.

Nars hacía girar la bebida pegajosa y verde en el interior del vaso que tenía en la mano. Miró el reloj que estaba detrás de la barra y bebió un sorbo. Era el único local de ese tipo que había en toda la ciudad, pero aún era demasiado temprano para que los granjeros, obreros y artesanos de la localidad comenzasen a llegar. También era demasiado temprano para la reunión que él tenía, pero estaba nervioso, demasiado nervioso como para continuar bebiendo. Dejó una moneda sobre la barra y se encaminó al exterior.

Treaton tenía sólo una calle principal, y casi el mismo aspecto que presentaba cuando Nars la recorrió, veinticinco años antes. Había habido muy poco crecimiento en cualquier parte de Zenna, y ninguno desde que comenzara a escasear la tridenita durante la última década. El gobierno podría haberse decantado por otras fuentes de energía en su esfuerzo por industrializar el planeta, pero los zennianos eran un pueblo paciente y leal. Habían encontrado un buen trato en los comerciantes de mineral de Shad, y esperarían hasta ver cómo acababa aquella guerra. Si ganaba el partido leal al rey, la tridenita volvería a estar en el mercado. Si ganaba la Alianza Mohd y la tridenita continuaba embargada, sólo entonces se decidiría Zenna a buscar una alternativa. Los zennianos evitaban las prisas; el futuro siempre estaría allí, y ellos no tenían ninguna prisa por adelantarse a él.

«El pájaro caza su presa, se la come y ésta desaparece», rezaba un proverbio nativo. «¿Y qué queda entonces?»

Las mismas casas pintadas con colores brillantes, de altos hastiales, que Nars había visto en otra época, continuaban alineadas a ambos lados de la calle; y sus habitantes vestían las alegres togas a rayas idénticas a aquellas que habían llevado sus padres. El cambio no era un proceso importante, y la vida en conjunto era cómoda en Zenna Cuatro. Allí, en Treaton, sede del gobierno provincial, los extranjeros eran saludados como vecinos por todos los ciudadanos con los que se cruzaban. Las leyes de inmigración eran las más permisivas de la galaxia conocida, cosa que hacía que los forasteros resultasen algo muy frecuente en el planeta.

Era bastante fácil identificar a un extranjero: eran muy pocos los zennianos que sobrepasaban el metro y medio de estatura, y los colores de su piel iban desde el rosa pálido al rojo anaranjado brillante. Todos los hombres se afeitaban la barba y las mujeres llevaban el cabello en una sola trenza.

El solo hecho de estar en una ciudad zenniana hizo que Nars se relajase un poco: la enorme ola de cordiales saludos que recibía mientras caminaba hacia las calles del extremo sur, apartó las preocupaciones a un rincón de su mente. Sin embargo, volvieron a surgir cuando llegó a la última casa de la derecha. Estaba retirada de la calle y rodeada de árboles de anchas ramas que protegían sus ventanas. La privacidad no era algo demasiado valorado en Zenna Cuatro, pero sus casas parecían construidas con la finalidad de protegerla. Nars empujó la puerta del jardín y atravesó el terreno cubierto de hierba amarillenta y descuidada. Llamó a la puerta con incertidumbre y, pasado un momento, le abrió un viejo zenniano. Llevaba sólo una toga sencilla de color gris, que señalaba su posición como sirviente de la casa.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó con una cantilena aguda.

—¿Está… está tu señor en casa?

—Sí, sí. Pase, por favor.

Nars siguió al diminuto mayordomo hasta el interior de un estudio oscuro. El mayordomo se retiró luego, cerrando las puertas de mimbre entretejido. Mientras Nars permanecía de pie, incómodo, un sillón de despacho con respaldo alto giró para encararse con él, y de él se levantó un hombre esquelético que le tendió una mano desde las sombras.

—Bienvenido, Nars —dijo—. Ha pasado mucho tiempo desde tu última visita.

Nars cogió la mano que le daba la bienvenida, pero no la estrechó con afecto.

—Mucho tiempo, Kraíl.

El hombre avanzó hasta el círculo que proyectaba una lámpara de pared. Era una cabeza más alto que Nars, con una piel oscura que se extendía tirante sobre su rostro aquilino. Su cabello y barba blancos estaban primorosamente recortados, y contrastaban marcadamente con sus cejas hirsutas y muy pobladas. Krail era un klingon de porte insólitamente aristocrático, y Nars se sentía como un sirviente en su presencia. No le gustaba aquella sensación.

Krail esbozó una diminuta abreviatura de sonrisa e hizo un gesto hacia una silla de respaldo duro. Al mirar en torno de sí, Nars no detectó nada que sugiriese blandura ni lujo en toda la habitación. El suelo era de madera desnuda, las paredes estaban cubiertas por cortinas completamente echadas, y los muebles eran angulosos y sin acolchado, sin excepción.

—¿Una copa, Nars?

El shadiano asintió brevemente. Krail abrió la puerta corredera de un armario y sacó de él una botella de cristal esculpida con formas angulosas. Lentamente, escanció dos copas de vino rojo como la sangre y le entregó una a su visitante.

—Esto, claro está —dijo Krail con frío orgullo—, es importado de mi mundo natal. Los klingon somos algo más que meros guerreros magníficos.

La delgada sonrisa de Krail hizo que Nars se sintiese aún más inquieto. Quería terminar lo antes posible, y depositó su copa cuidadosamente sobre la mesa y se puso de pie.

—Tenemos trabajo, Krail. Hagámoslo —dijo, con un poco más de apremio del que había tenido intención de manifestar.

Krail pareció ligeramente decepcionado cuando frunció los labios y midió a Nars con sus vigilantes ojos grises.

—¿Hay prisa?

—El tiempo de que dispongo para estar contigo no es ilimitado. Dejémoslo así.

—Ah, sí —dijo Krail con estudiada simpatía—. Tienes que preocuparte por la
Enterprise
. Pero creo que a estas alturas podrías estar más seguro aquí, y dispondremos tu viaje a un planeta klingon, tal y como te prometimos. Podrías… ¿cómo lo diría?… desaparecer ante los ojos de Kirk.

—Eso no será necesario —se apresuró a responderle Nars.

—¡Oh! ¿Vas a romper tus tratos con nosotros después de… cuánto tiempo ha pasado… dieciocho años o más?

El tono de voz del klingon era vagamente amenazador, y Nars sintió que un sudor frío comenzaba a brotarle en el labio superior. Todos esos años habían constituido poca diferencia: nunca podría llegar a fiarse de los klingon, no importaba cuánto pagasen por la información que él les pasase clandestinamente. La fría sonrisa de Krail volvió a aparecer.

—Bien, bien. Son muchas las naves que pasan por Zenna. Cualquier destino que escojas nos parecerá bien. Desde luego que no querrás quedarte entre los rancios roedores que pueblan este planeta.

La tolerancia no había sido nunca un rasgo propio de los klingon; Nars había advertido eso muchos años antes, y, cuando la mostraban, siempre se ponía en guardia.

—Pero, para tu inesperada información —dijo Krail—, debo decirte que me sorprendió mucho que me dijesen que te encontrabas aquí y querías verme.

Nars tragó saliva y sintió que su cuello se estremecía.

—El rey de Shad está muerto.

Krail apartó la mirada, pero giró repentinamente la cabeza para mirar finamente al informador shadiano, una rara desviación de sus calculados movimientos habituales.

—¿De verdad? Así pues, ésa es una información inesperada. La Federación ha hecho una chapuza más completa de lo que podríamos haber esperado. Ni siquiera el sabotaje podría haber sido jamás tan eficaz. —Comenzó a pasearse con largas zancadas, como una mantis religiosa—: Sí, sí… eso coloca toda nuestra estrategia bajo una luz completamente nueva. Nuestros objetivos pueden ser simplificados. Todos los largos años de…

Sus palabras fueron interrumpidas en mitad de la frase por un alboroto procedente del vestíbulo. El mayordomo profirió un «¡No se puede entrar!», a modo de protesta; se oyeron otras voces más profundas y unos pesados pasos corrieron hacia el estudio de Krail, y la endeble puerta se abrió bruscamente unos segundos más tarde. Entraron dos hombres y dos mujeres. Llevaban las sencillas capas con caperuza y los uniformes de los viajeros del espacio de un centenar de planetas, pero las armas que tenían en las manos eran perfectamente identificables. Las armas fásicas de la Federación apuntaron tranquilamente a Krail y Nars.

El klingon recuperó rápidamente la compostura y volvió a aparecer en su rostro la sonrisa de labios finos.

—Se los consideraría huéspedes de honor en mi morada, excepto por el hecho de que yo no me siento bien con la presencia de armas en mi casa.

—Usted cállese y no se mueva —le ordenó severamente la teniente Byrnes—. Comandante Krail, ¿no es cierto?

Krail pareció satisfecho por el reconocimiento, pero no dijo nada. Chekov miró a Byrnes.

—¿Sabe quién es?

—Por supuesto. Hace bastante tiempo que está por ahí. Asesinó a veinte de sus superiores para llegar al puesto que ocupa en la actualidad, en el Consejo de Inteligencia Klingon; es uno de los mejores espías del imperio, lo que me hace preguntarme qué está haciendo en el campo de batalla, llevando a cabo un trabajo sucio de comandante de cuadrante…

—No sé a qué se refiere usted, ¿eh…?

—Teniente Byrnes, comandante… de la
Enterprise
.

—Ah. He convertido esto en mi hogar actual. Me gusta este mundo, con sus encantadores y cordiales nativos.

Nars le dirigió una mirada de sorpresa; había pasado de los roedores rancios a los encantadores nativos en cuestión de un momento. Era en verdad una sorprendente metamorfosis verbal; pero Krail hizo caso omiso de la mirada; estaba demasiado ocupado en batirse con los intrusos.

—Nars puede decirles que vivía aquí hace… ¿eh?, casi veinticinco años, cuando él vino a Zenna por primera vez. Fue entonces cuando nos conocimos.

Nars se puso pálido.

—No sé de qué está hablando. Yo…

Chekov interrumpió en seco al shadiano con una feroz mirada de advertencia.

—No será usted por casualidad cantero en sus horas libres, ¿no es cierto, comandante?

—Pues no —dijo Krail con tono de inocencia.

—Ya lo suponía. Bueno, no sólo nos llevamos a este cosaco —dijo Chekov, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Nars—, sino que lo acompañaremos también con una propina.

El alférez de seguridad Michael Howard, robusto y de mirada brillante, registró a Nars y extrajo un transmisor de la
Enterprise
del bolsillo del aterrorizado hombre. Depositó el aparato en una mano, pulsó un botón del sensor que llevaba y sonrió con satisfacción cuando el aparato emitió unos fuertes pitidos rítmicos.

—Creo que a él le daré una recompensa… quizá le cambiaré unas cuantas piezas y lo acicalaré para el próximo servicio.

—Esto —dijo Chekov con tono de irritación—. Esto, no él. Parece el señor Scott por la forma en que habla de esos aparatos suyos.

—Cuidado, Chekov. Los aparatos también tienen sentimientos —dijo Howard, a la defensiva.

—¿Debemos registrar el resto de la casa? —preguntó la guardia Maria Spuros.

Byrnes negó con la cabeza.

—Puede que Krail trabaje solo aquí. Ya tenemos lo que vinimos a buscar; de hecho, muchísimo más. No nos quedemos por los alrededores, porque podríamos encontrarnos con problemas.

—Mi gente se dará cuenta de que he desaparecido —señaló Krail.

—Cierto —respondió Chekov—, pero ellos no sabrán lo que saben usted y Nars. Preparados todos para transferir a la nave.

La partida que había bajado a tierra se puso en formación con los prisioneros en medio del grupo. Howard abrió el transmisor trucado que le había quitado a Nars.

—Partida de tierra a
Enterprise
. Esperamos transferencia. Activen transportador.

Un momento después, desaparecieron entre luces chisporroteantes, dejando solo al atónito y asustado mayordomo.

Nars se quebró fácilmente. Después de todo, no era un espía profesional, y Kirk se imaginó que ya había cargado con sus remordimientos durante bastante tiempo. El que una vez había sido un servidor orgulloso, se mostraba ahora casi agradecido por tener la oportunidad de hablar. Era verdad que había conocido a Krail un cuarto de siglo antes, durante su breve estancia en Zenna como miembro de la misión diplomática para el comercio de mineral. Entonces no había llegado a ningún trato con el klingon, y Nars había olvidado el episodio, hasta que huyó a Orand con el rey.

—Los castigos del infierno no podrían ser peores que la vida en Orand —gimió Nars. Tenía lágrimas en los ojos, e hizo una pausa para enjugárselas.

Kirk era un hombre compasivo; en otra época, Nars le había caído bien, pero ahora le resultaba imposible sentir lástima por él. El capitán tenía que hacer esfuerzos para mantener controlada su ira, y dejó que fuese Byrnes quien condujera el interrogatorio.

—Continúe —dijo ella.

—Estábamos todos desesperados durante los primeros meses que pasamos allí. Hablamos de suicidarnos, de quitarnos la vida todos a la vez. Por lo que a nosotros respectaba, nos habían arrebatado nuestro mundo y temíamos no regresar jamás a él. —Nars hizo una pausa que a Kirk le pareció efectista. El shadiano miró furtivamente los rostros de sus oyentes con la esperanza de ver alguna señal de ablandamiento en la indiferente frialdad de sus ojos—. ¿Es que no lo entienden? —gritó.

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