El pacto de la corona (11 page)

Read El pacto de la corona Online

Authors: Howard Weinstein

BOOK: El pacto de la corona
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dicho esto, dio un paso ladera arriba… y se detuvo en seco mientras sus ojos entrecerrados recorrían los árboles que crecían en la margen superior. Sin levantar la mirada, les susurró a sus compañeros:

—Bajen hasta aquí siguiendo el lecho del arroyo. Creo que nos están observando desde ese bosque.

Tras aferrar una muñeca de Kailyn, McCoy tragó saliva con dificultad y siguió en silencio al primer oficial de vuelta al claro en el que estaba la lanzadera.

El arroyo parecía correr con más fuerza, y la llovizna que cubría las rocas las hacía resbaladizas. Spock adoptó un paso de marcha rápido pero cauteloso, y mantuvo un ojo fijo en los árboles que se encumbraban por encima de ellos.

Cuando llegaron al meandro del arroyo en el que los árboles crecían ladera abajo hasta la misma orilla del agua, Spock giró bruscamente, apartándose de qué o quién quiera que los estuviese siguiendo. Le ofreció una mano a Kailyn para ayudarla a subir más rápidamente la empinada cuesta. Oyeron un par de vibrantes twings… y dos flechas arrancaron limpiamente trozos del tronco de un árbol que estaba a no más de treinta centímetros de la cabeza de McCoy. Kailyn soltó un grito ahogado; McCoy miró primero al árbol dañado y luego a Spock. Pero, antes de que nadie pudiese decir una palabra, los misteriosos perseguidores salieron del bosque. Ocho humanoides rodearon a la tripulación de la lanzadera sin proferir palabra o sonido alguno. Todos medían dos metros o más de estatura, vestían abrigos de piel marrones y negros y llevaban polainas y botas de piel de animales; sus enormes cabezas estaban casi completamente cubiertas por cabellos y barbas enredadas. Uno de los cazadores, de cabellos plateados, era más alto que los demás; profirió un gruñido y su banda registró a los presos y les quitó las pistolas fásicas, los sensores, los zurrones y los comunicadores. McCoy y Kailyn permanecieron inmóviles a causa del miedo extremo, y Spock a causa de la extrema cautela; les ataron las manos con tiras de cuero entretejidas y los empujaron brutalmente por una senda que se internaba entre los árboles y se alejaba de la lanzadera.

—No sé qué hora es —le susurró McCoy a Spock, fuera del alcance auditivo de Kailyn—, pero ella pronto va a necesitar una inyección. Sin eso, podría no estar viva dentro de cuatro días.

Spock dio un traspié cuando uno de los cazadores le empujó.

—Lo mismo podría ser aplicable a todos nosotros, doctor McCoy.

11

Spock flexionó las muñecas para poner a prueba la resistencia y tirantez de la cuerda hecha con tiras de cuero trenzadas que le sujetaba las manos a la espalda. El dolor que le causó la cuerda al clavarse en su piel no fue más que una distracción, nada grave, pero le dejó claro que las ligaduras eran imposibles de aflojar.

Él, McCoy y Kailyn estaban sujetos a un robusto poste por medio de sogas cortas, en lo que parecía la plaza de una aldea, en el centro de un grupo de unas doce tiendas hechas con cueros de animales. El poste tenía unas profundas muescas por donde pasaban las sogas. Si no hubiese habido nadie de guardia, Spock hubiera sido capaz de liberarse, pero los vigilaba un cazador, el de las melenas plateadas y la corpulencia de una secoya gigante. En la aldea no había nadie de baja estatura —incluso las mujeres eran por lo general una cabeza más altas que Spock—, pero la estatura de aquel cazador era superior a la máxima corriente. A juzgar por las reverencias con que le saludaban los transeúntes, parecía ser una especie de jefe del clan.

La tripulación de la
Galileo
había sido atada al poste hacía más de una hora, casi inmediatamente después de que los cazadores los trajesen a la aldea. Las cuerdas no eran lo suficientemente largas como para permitirles que se sentasen, por lo que tenían que permanecer de pie. Kailyn comenzaba a cansarse, y se apoyaba alternativamente contra Spock y McCoy.

La actividad comenzó a aumentar en la plaza. Alrededor de una veintena de aldeanos, tanto hombres como mujeres, sacaron de las tiendas unos bancos de madera rústica y se instalaron unos puestos de venta. Algunos exponían al público pieles y artículos de vestir, otros herramientas de piedra y madera, y otros más cestas llenas de raíces y bayas, incluso verduras y frutas que parecían cultivadas en huertas. Los aldeanos que no se dedicaban a la venta comenzaron a caminar en torno a la plaza. Pasados varios minutos, un anciano apergaminado al que le colgaba la piel como un abrigo demasiado grande sobre el cuerpo huesudo, avanzó lentamente hasta el centro de la plaza de mercado cubierta de hierba. En la curva de uno de sus largos brazos llevaba un tambor; levantó el rostro hacia las nubes, masculló unas palabras para sí y golpeó el tambor tres veces con el puño. A esa señal, los compradores comenzaron a recorrer los puestos y los vendedores a gritar repetitivamente, pregonando sus mercancías.

A medida que los tripulantes de la
Galileo
observaban todo aquello, se dieron cuenta de que eran las únicas mercancías vivas y no parecía haber una gran demanda. Los aldeanos, con otros productos cargados en los brazos y atados a la espalda, parecían esquivar al cazador de cabellos plateados. Cuando finalmente un hombre y una mujer pasaron demasiado cerca, el cazador se levantó de un salto del tocón de árbol que le servía de asiento y los abordó con el celo de un vendedor nato, hablándoles en un idioma gutural que era completamente desconocido para Spock, quien los escuchaba atentamente.

Los clientes se mostraban obviamente reticentes e intentaron alejarse, mientras la mujer tiraba del peludo hombro de su compañero. Pero el cazador, al que no podía negársele el arrojo, aferró con fuerza una muñeca del hombre. Con la otra mano, levantó una rama de árbol de buen tamaño, casi un leño, aunque en su mano no parecía más que una vara. Arrastró a la pareja hasta acercarla más a la mercancía y empujó a McCoy con el extremo de la rama, pinchándole un flanco. El doctor intentó esquivarlo, y su movimiento pareció deleitar al cazador, cuyo rostro se animó mientras hablaba con mayor entusiasmo. Pero los clientes continuaron sin dejarse impresionar en absoluto.

El cazador pasó la rama por encima de la cabeza de Kailyn y le dio a Spock una estocada en las costillas. El vulcaniano hizo una momentánea mueca de dolor, pero se controló y permaneció completamente inmóvil. El cazador manifestó una reacción de sorpresa retardada y le lanzó a Spock una mirada feroz. Lo pinchó por segunda vez y sus ojos destellaron de ira cuando el cautivo se negó a moverse. Soltó un gruñido, levantó la rama y golpeó a Spock en un hombro como si blandiera un látigo. Spock cerró los ojos, movió el hombro apenas… y la rama de árbol se partió con un sonido como el de un disparo de rifle. El trozo roto voló girando por el aire, y el cazador miró con incredulidad el trozo que quedaba en su mano de nudillos blancos. El hombre y la mujer retrocedieron con pasmo reverencial, luego se dieron cuenta de que era su oportunidad para escapar, y se batieron rápidamente en retirada hacia el siguiente puesto de venta.

El cazador de cabellos plateados le dedicó un tronante gruñido burlón a sus mercancías vivientes, se encogió de hombros y arrojó el trozo de rama rota hacia los matorrales. Luego volvió a ocupar su asiento sobre el tocón del árbol.

—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó McCoy con un imperceptible susurro.

—Con la suspensión temporal de la sensación del dolor, y un simple ejercicio de control muscular —respondió Spock en voz baja.

—¿Podría aprender eso yo?

—Dudo de que pudiera mantener su interés durante los diez años de clases de
Kai’tan
vulcaniano, doctor.

—Probablemente tiene razón. De todas formas, no ocurre con demasiada frecuencia que alguien intente romperme un árbol sobre los hombros.

McCoy observó al cazador, cuya ira por la pérdida de la venta había disminuido.

—No sé si debo estar contento o triste por el hecho de que nadie parezca querer comprarnos.

Un grupo de niños sucios había estado recorriendo todo el mercado. El cazador advirtió que se acercaban a los cautivos, pero no movió más que los ojos. Aquellas miniaturas de los adultos de la aldea, vestidas con calzones de piel, se aventuraron a acercarse más que las otras, pero se mantuvieron cautamente fuera del alcance de las pequeñas criaturas sin pelo que estaban atadas allí para su venta. Incluso los niños más pequeños tenían pelo en la cara, aunque menos que los adultos, y también tenían menos cantidad las niñas. Miraban a los de rostro pelado con los ojos entrecerrados de sospecha. ¿Y si aquellos extraños pateaban, o escupían, o incluso mordían?

Una de las niñas, tan alta como Spock, esperó hasta que la atención del cazador se desvió en busca de compradores potenciales, tendió una mano cubierta de pelusa y pellizcó a Kailyn, la cual soltó un chillido. El enorme cazador se puso en pie de un salto y rugió de una manera que dispersó a los jóvenes como una perdigonada. Con los brazos cruzados sobre el pecho, echó una mirada a su mercancía y volvió a sentarse en el tocón de árbol.

—¿No es eso encantador? —dijo McCoy en voz baja—. No quiere que nos hagan magulladuras.

De pronto, Kailyn se desplomó y McCoy intentó pararla con la cadera. Las cuerdas que los ataban al poste eran demasiado cortas como para permitir que cayese al suelo, así que la muchacha quedó colgando de las muñecas, medio inconsciente.

—Está sufriendo una reacción, Spock. Necesita una inyección de holulina. —McCoy observó los ojos medio cerrados de la joven—. Tenemos que conseguir esa droga.

Spock le echó una rápida mirada al cazador.

—Incluso en el caso de que pudiera comprendernos, no parece dispuesto a tratarnos con mayor amabilidad de lo que lo ha hecho hasta ahora.

—Somos sus existencias. Si uno de nosotros muere, tanto menos obtendrá él por habernos cazado y alimentado. Eso tiene que entenderlo.

Spock asintió con la cabeza.

—Parecen tener una clara comprensión de las reglas del mercado. De hecho, resulta fascinante observar un sistema capitalista tan claramente definido, aunque rudimentario, en una…

—Olvídese de las conferencias de economía, Spock. —McCoy tragó y miró al enorme cazador sin la más ligera idea de qué debía decir, y pronunció las primeras palabras que surgieron en su mente—. Eh, señor…

Spock le miró con una ceja alzada.

—¿Señor?

—Bueno —dijo McCoy encogiéndose de hombros—, no creo que haga ningún daño mostrándome educado. —Me cuesta creer que él aprecie la diferencia.

Pero el cazador había advertido el intento de comunicación. Se movió, se irguió en toda su estatura y se acercó a los prisioneros con más aspecto de cautela que de enojo.

McCoy sintió que se lee aceleraban los latidos del corazón, y calculó que una descarga de adrenalina extra era lo que necesitaba para poder continuar hablándole a aquella montaña de humanoide que se encumbraba sobre él.

—Se siente mal. La muchacha… —Señaló el cuerpo laxo de Kailyn recostado contra el poste—. Está enferma.

Dejó que su propia cabeza cayese entre sus hombros para imitar un desmayo, pero tenía la seguridad de que no estaba consiguiendo hacerse entender.

El cazador frunció el entrecejo, se inclinó y cogió a Kailyn por el mentón. La soltó, y la cabeza volvió a caer sobre el pecho; aparentemente, comprendió que algo no iba bien, y llamó a un hombre más joven, de cabellos marrones, que pasaba por el lugar. Era casi una cabeza más bajo que el cazador de cabellos plateados, pero con sus melenas y barbas oscuras, y sus hombros tan anchos como una montaña, recordaba a un oso apoyado sobre las patas traseras. Llevaba una lanza.

—Una lanza con punta metálica, doctor —señaló Spock.

—¿Y qué?

—Que eso significa que esta tribu tiene algún tipo de contacto con una cultura más avanzada que la suya.

La conversación se vio bruscamente interrumpida por un gruñido del cazador anciano, y el oso apuntó con su amenazadora lanza a los cautivos mientras el otro desataba las trenzas de cuero del poste de madera. Las sujetó firmemente y las sacudió como si fuesen riendas para que los prisioneros se pusiesen en movimiento. El lancero cubría la retaguardia, vigilándolos y apuntándolos con la lanza mientras avanzaban hacia una tienda desocupada. Spock miró al cielo: se acercaba la noche y el viento, que se había convertido en una brisa, comenzaba a arreciar nuevamente y hacía que las tiendas batiesen como una orquesta de percusión.

El cazador los condujo al interior de la tienda, donde había un hedor espantoso; McCoy estuvo a punto de retroceder, pero el destello de la punta de la lanza le convenció de lo contrario. El anciano cazador tendió una mano hacia un rincón oscuro, recogió el cadáver de un animal pequeño y lo arrojó al exterior, mientras el único comentario que salía de sus labios eran unas sílabas gruñonas que podían constituir un juramento. El lancero se quedó de guardia mientras el cazador salía para regresar un momento más tarde con un acotillo de cabeza de piedra y tres postes en forma de herradura cuyo diámetro era mayor que el del puño de un hombre. De alguna manera, la madera había sido empapada y curvada, y sus extremos tallados en punta. El cazador clavó cada uno de aquellos postes en el suelo y ató a los cautivos a ellos. Una vez más, Spock, McCoy y Kailyn se vieron sujetos, aunque al menos esta vez podían sentarse. El cazador y el lancero se marcharon y reaparecieron para permanecer el tiempo suficiente como para arrojar varias mantas de piel sobre los prisioneros. La cabeza del cazador cayó entre sus hombros para imitar la demostración de desmayo que le había hecho McCoy, y él y su amigo se marcharon entre gruñidos de algo parecido a la risa.

Muy poca era la luz que penetraba a través de la rendija que quedaba entre las solapas de la entrada de la tienda, y los prisioneros se removieron en un intento de disponer las mantas de forma que les proporcionasen tanto abrigo como un poco de blandura sobre el duro suelo. McCoy meneó la cabeza.

—Me siento como un consumado estúpido por haber pensado que me comprenderían.

—Lo intentó, doctor.

Con las piernas, McCoy consiguió que Kailyn quedase tendida en una posición más cómoda, utilizando el poste curvo para apoyar su espalda. Spock le prestó ayuda y entre los dos consiguieron su objetivo. McCoy inclinó la cabeza para escuchar la respiración de Kailyn; se estaba haciendo trabajosa y presentaba un ronquido bronquial. Tenía los ojos casi cerrados y le dirigió a McCoy una mirada de desamparo.

Other books

Bounce by Natasha Friend
Wild Man Island by Will Hobbs
Zombie Pink by Noel Merczel
His Bacon Sundae Werewolf by Angelique Voisen
The Strength of Three by Annmarie McKenna
Secrets of Bearhaven by K.E. Rocha
The Queen's Husband by Jean Plaidy