El pacto de la corona (12 page)

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Authors: Howard Weinstein

BOOK: El pacto de la corona
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—Spock… ¿está usted despierto?

—Sí, doctor.

En aquel momento el interior de la tienda estaba casi completamente a oscuras. Spock calculaba que hacía casi cinco horas que se encontraban allí, y que el sol que había iluminado débilmente el planeta hacía mucho que se había puesto. Apenas podían distinguir forma alguna en la helada negrura de la noche, y percibían que Kailyn estaba dormida.

—Eso es bueno —dijo McCoy en voz baja—. Al menos está conservando las fuerzas que le quedan, y la reacción citótica progresa más lentamente cuanto más lento es el metabolismo.

—En ese caso, su tentativa de comunicarse con nuestros captores ha conseguido realmente algo. Puede que no nos hubiesen alojado aquí de no haber atraído usted la atención del cazador.

McCoy apreció el intento que hacía Spock para alentarle, pero decidió cambiar de tema.

—¿Qué fue eso que comenzó a decirme esta tarde acerca de la punta de la lanza?

—Sólo que la punta era de acero e indicaba algún contacto con una cultura tecnológicamente más avanzada.

—Podría significar solamente que mataron a unos cazadores de otra tribu y saquearon los cadáveres.

—Tal vez; pero el comercio parece desempeñar un importante papel en este lugar, cosa que podría indicar que trafican con otros seres que habitan la misma región. Dado que no hemos visto otros medios de locomoción que no sean las propias piernas de cada individuo, podríamos sacar la conclusión de que ese asentamiento más avanzado no está muy lejos de aquí, y…

—Si está a una distancia que nuestros amigos pueden recorrer a pie, también podemos recorrerla nosotros.

—Precisamente.

—En este momento, de todas formas —dijo sombríamente McCoy—, hay algo que nos impide emprender un viaje a pie.

—Tenga paciencia, doctor. Estoy trabajando en el problema en este preciso momento.

El cazador de cabellos plateados estaba de pésimo humor después de haber metido la pata excesivamente cocida de un animal pequeño en la bolsita de condimento que contenía una salsa hecha con una raíz picante. De un hambriento bocado, arrancó la carne de la pata y la salsa le resbaló por la barba. Le echó una hosca mirada al hueso marrón grisáceo, enojado porque tenía tan poco que comer, y lo arrojó por encima del hombro.

En el resto de la tienda-comedor alumbrada por antorchas, los aldeanos comían y conversaban, casi todos en grupos; pero el cazador comía en solitario. Había estado seguro de que alguien querría comprar las tres criaturas que su grupo había encontrado a orillas del río. Los dos machos probablemente podrían trabajar, especialmente el de aspecto misterioso con orejas en punta, el que milagrosamente no había manifestado dolor alguno cuando le golpeó con la rama de árbol. ¿Cómo podía tener una fuerza semejante una cosa tan pequeña y frágil como aquélla?

McCoy intentó penetrar la oscuridad con los ojos para distinguir qué era lo que estaba haciendo Spock, cuando el vulcaniano se levantó y sentó sobre la parte horizontal del poste al que estaba sujeto. En esa posición podía rodearla con los dedos, y la aferró con fuerza a pesar de que la rústica madera le clavó astillas en la piel. Durante unos minutos, Spock simplemente se balanceó de atrás hacia delante contra el poste, cargando su peso en ambas direcciones y de un lado a otro.

—¿Qué está haciendo? —preguntó McCoy—. ¿No estará pensando de verdad que va a arrancar eso del suelo? Ya vio la forma en que le golpeó con ese mazo.

—No estoy poniendo en tela de juicio la destreza con la que nuestro captor maneja su acotillo, doctor; pero la fuerza y la destreza tienen que rendirse a su vez ante las leyes físicas.

Spock hizo una pausa, volvió a sentarse en el suelo y apoyó sus pies sobre la curva del poste, cosa que a McCoy le produjo aún mayor perplejidad.

—¿Está intentando romper la madera?

—¿Qué está ocurriendo? —dijo una nueva voz soñolienta desde la oscuridad. Se trataba de Kailyn.

La atención de McCoy se desvió de Spock hacia ella. —¿Cómo se siente?

—¿Eh? Cansada… débil… supongo. ¿Qué ocurre? McCoy se encogió de hombros y luego se dio cuenta de que probablemente ella no podía verlo con la suficiente claridad.

—No estoy muy seguro.

Spock continuaba atacando al poste de madera con los pies, empujándolo y dándole alternativamente silenciosas patadas, aunque los tacones de sus botas producían, inevitablemente, un sonido de abofeteo sordo contra la madera.

—Nunca se romperá, Spock.

—No es ésa mi intención.

—¿Cuál es, entonces?

—Todo lo que entra tiene que salir, si se le concede el tiempo suficiente y la correcta aplicación de la fuerza. Además, este suelo es frío. El frío tiene un mismo efecto sobre muchos materiales, consistente en hacer que se contraigan, y estas estacas han pasado varias horas dentro del suelo. El efecto congelante de la tierra que las rodea podría ser suficiente como para reducir el diámetro de la madera…

—Y aflojar los postes —terminó McCoy—. Teóricamente.

—Las teorías deben ser puestas a prueba.

El cazador quería desesperadamente una lanza de afilada punta metálica como la que uno de sus amigos había trocado por otras mercancías con los pastores de las montañas. ¿No valían aquellos tres carapelada una lanza de brillante punta? Partió salvajemente un hueso en dos de un mordisco, e inmediatamente lamentó su furia: el hueso le había cortado una mejilla. Escupió los fragmentos junto con una buena cantidad de su propia sangre.

La diminuta hembra, aunque era tan pequeña como un niño, podía servir para atender las huertas y recoger bayas. Gruñó para sí y maldijo a los dioses del viento por su mala suerte. No sucedía muy a menudo que se capturasen criaturas vivas y se las trajese para venderlas. No durante los últimos años. Quizá había pasado tanto tiempo que sus vecinos habían olvidado lo bueno que era tener un esclavo, aunque sólo fuese para trocarlo por otras mercancías con otras tribus y aldeas. Entre tanto, él tenía tres esclavos que no le servían para nada. Tendría que alimentarlos si quería conservar la esperanza de venderlos algún día, pero apenas tenía comida suficiente para sí mismo, su compañera y sus dos pequeños. Los esclavos eran tan pequeños y delgados, que probablemente tenían poca carne comestible, pero poco era mejor que nada. Si nadie los compraba al día siguiente, tendría que matarlos para comer.

Spock se puso de rodillas y aferró el poste; con las manos atadas a la espalda, comenzó a trabajar metódicamente, moviéndolo hacia los lados. Lentamente, muy lentamente, comenzó a sentir que cedía; no lo imaginaba, sino que era perfectamente real. Los tirones laterales dieron paso a un ascenso infinitesimal. Descansó, tensó los músculos y tendones de las muñecas, brazos y hombros, y volvió a cerrar fuertemente los dedos lastimados alrededor de la madera. Respiró profundamente. McCoy y Kailyn guardaban silencio, como si su concentración pudiese aumentar la fuerza de Spock. El vulcaniano comenzó a mover el poste con lentos movimientos giratorios, frotando ambas puntas contra los agujeros en los que se hallaban tan firmemente alojadas. Cambió provisionalmente el sentido del movimiento para comprobar la firmeza, tras lo cual contrajo cada una de sus fibras musculares y tiró hacia arriba. La madera chirrió, crepitó y de pronto quedó suelta. Spock salió despedido hacia delante y cayó sobre un lado. Rodó sobre sí y se puso de pie, sujetando la madera con ambas manos.

Pero todavía tenía las manos atadas a la espalda.

—¿Y ahora, qué? —preguntó McCoy.

—Un momento, doctor.

Spock se puso en cuclillas, pasó las manos por debajo de sus nalgas y equilibró su cuerpo. Un pie cada vez, los pasó detrás de las manos. Cuando volvió a enderezarse, tenía las manos exactamente donde las quería, delante de sí, y muy pronto consiguió deshacer el complicado nudo.

—Así es mucho más práctico. Ahora, dediquémonos al asunto que tenemos entre manos —declaró Spock, mientras flexionaba los dedos para restablecer la circulación.

—¿Ha sido eso un juego de palabras, Spock?

—No lo creo —respondió el vulcaniano mientras se inclinaba sobre el poste al que estaba sujeta Kailyn.

El cazador levantó la mirada para ver a su amigo con ¡dos lanzas de punta metálica en las manos! Así pues, había conseguido otra, y ahora quería volver a mirar a los rostros pelados. Quizá podrían llegar a un acuerdo en la oscuridad. El anciano cazador olvidó su enojo, porque nada le hacía más feliz que comerciar. Casi como si se le ocurriese en el último momento, cogió un saco lleno de huesos de patas asadas para alimentar a los esclavos, y él y el lancero salieron de la tienda con una antorcha.

Al hallarse en el exterior, se cubrieron el rostro con las capas de piel porque aquella noche los dioses del viento estaban soplando un aire helado desde lo alto de las montañas. La llama de la antorcha vaciló, pero permaneció encendida dentro de su escudo protector. En el aire se percibía una húmeda advertencia y ambos se apresuraron a llegar a la tienda-almacén. El cazador levantó una solapa de la entrada y metió la antorcha delante de sí. Profirió un rugido de furor: los rostros pelados se habían escapado. Pero su amigo lo tranquilizó; no era necesario buscarlos aquella noche. Irían tras de ellos con las primeras luces de la mañana, y con casi total seguridad encontrarían a los esclavos fugitivos. Oh, estarían muertos, pero al menos podrían cocinarlos a la noche siguiente para la tienda-comedor. Puede que el cazador de cabellos plateados no consiguiera la lanza, pero el suministrar comida para la aldea le daría crédito en el mercado.

Sigma 1212 tenía una luna —de hecho, dos—, y las mismas estrellas que brillaban en otros mundos parpadeaban en su cielo. Sin embargo, la perpetua capa de nubes que lo cubría bloqueaba de forma absoluta la luz celestial, y Spock, McCoy y Kailyn se vieron obligados a atravesar las tierras boscosas en la más absoluta oscuridad. En aquel momento el viento soplaba regularmente, doblando los árboles más pequeños y torciendo las ramas de los más grandes. El silbido del viento y el gemido de las ramas ahogaban completamente cualquier ruido que hiciesen las tres personas ateridas de frío que escapaban por la senda cubierta de hierba.

Si alguien los estaba siguiendo, los perseguidores no estarían cerca. Spock estaba bastante seguro de ello, pero lo más importante era hallar un refugio. El alba estaba a muchas horas por delante; todavía no se había producido ninguna precipitación, pero el aire frío estaba cargado de agua que amenazaba caer en cualquier momento; y Kailyn tenía que ser cargada a medias por los dos hombres, envuelta en una manta de piel robada de la tienda en la que habían estado prisioneros.

La necesidad de encontrar abrigo era imperiosa, y los alejaba de la ruta que conocían: el camino que seguía el arroyo y que los llevaría de vuelta a la lanzadera.

—No lo conseguiremos los tres —dijo Spock.

Descansaron al socaire de un inmenso árbol que se inclinaba sobre la senda después de años de intentar crecer erguido contra el incesante empuje del viento.

—Pero la
Galileo
no está tan lejos —dijo McCoy, encorvado por encima de Kailyn para protegerla con el calor de su propio cuerpo—. Sólo llevó un par de horas de camino cuando nos apresaron y nos llevaron a la aldea.

—Pero ya nos habíamos alejado bastante de la nave, y la partida de caza contaba con la ventaja de conocer la ruta más corta entre ambos puntos. Nosotros no poseemos ese conocimiento.

—¿Qué sugiere usted? No podemos pasar la noche aquí fuera, al raso. Y o bien hacemos eso o continuamos avanzando en dirección a la nave.

—Negativo. Recuerdo haber visto unas colinas por aquí cerca cuando intentábamos aterrizar.

—Yo pensaba que estaba usted ocupado con los controles, no en mirar el escenario.

—En aquel momento, las colinas constituían un obstáculo, no un escenario —dijo Spock con tono serio—, y advertí su presencia mientras intentaba no chocar contra ellas.

—Oh… discúlpeme.

—En cualquier caso, estaban un poco apartadas del arroyo, pero podrían proporcionar refugio si tienen cuevas. Me parece que constituyen nuestra mejor alternativa en este momento.

McCoy y Spock levantaron nuevamente a Kailyn. Estaba consciente, pero era incapaz de caminar sin ayuda.

—Es una buena cosa que sea usted una dama joven y ligera —le aseguró McCoy.

Ella sonrió débilmente, y sintió que le caía una gota sobre la mejilla.

—Está lloviendo —susurró.

McCoy y Spock comenzaron a caminar al paso más vivo de que eran capaces.

El bosque comenzó a clarear; los árboles ya no les servían de pantalla protectora, aunque tampoco bloqueaban el camino con las ramas bajas, y el trío consiguió avanzar más rápidamente. Las colinas eran tal y como Spock las recordaba: rocosas, cubiertas con una fina capa de hierba amarillenta aplastada ante el rostro del omnipotente viento, la fuerza de la naturaleza ante la que toda la vida de Sigma parecía inclinarse.

La entrada de la cueva era una grieta abierta en la cara de un precipicio poco profundo. Sin una luz o un arma, MeCoy tenía infinitos recelos a entrar, a pesar de que Spock sería el primero en pasar al interior. El ser atacados por una criatura en su propia guarida no ayudaría para nada a mejorar la situación de los tres, y McCoy jugó con la idea de desechar todo el proyecto. En el exterior, al menos, los elementos eran las únicas cosas que podían asesinarlos. ¿Dentro? Una imaginación activa podría conjurar una interminable sarta de fines funestos con los que su dueño preferiría no tener que enfrentarse ni siquiera a plena luz del día, mucho menos en los confines de una madriguera oscura.

—¿Y qué pasara si ahí dentro no hay más de medio metro de altura? —preguntó McCoy, castañeteando los dientes.

No estaba muy seguro de si el castañeteo era provocado por el frío o por el miedo. Las ocasionales gotas de lluvia se habían convertido en un remolino de agua pulverizada durante la búsqueda.

—Dado que en el interior hay eco, doctor, es bastante probable que sea más espaciosa de lo que usted sugiere.

—En ese caso, también es probable que haya algo viviendo ahí dentro. Si tiene dientes grandes, no me gustaría ser un huésped inoportuno.

—Anunciaremos primero nuestra llegada. —Spock recogió una piedra grande que estaba junto a sus pies y la arrojó al interior de la caverna. La piedra repicó contra la pared de roca y rodó hasta detenerse.

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