Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
Kon había demostrado que podía matar cuando tenía que hacerlo; podía incluso estrangular a un niño con sus propias manos si era lo que hacía falta. Era temido y no temía a nadie. Era el klingon perfecto.
—Comandante, los sensores están estropeados —le dijo la oficial científica desde su puesto.
La nave exploradora era diminuta, con demasiados equipos apretujados en un espacio excesivamente reducido. Kera, la oficial científica, estaba lo suficientemente cerca de su comandante como para poder tocarlo, aunque no se hubiera atrevido a hacerlo. Era joven, brillante, ambiciosa… y sabía que cualquier complicación romántica con un hombre tan poderoso como Kon acabaría probablemente con la muerte de uno de ellos dos. Y no era que la perspectiva no le resultase tentadora, ya que, entre los klingon, incluso el amor era una batalla que sólo se veía consumada cuando uno resultaba vencedor y el otro vencido. Pero ella tenía el tiempo a su favor: las probabilidades le decían que un día Kon vacilaría y moriría a causa de los años. Unirse demasiado estrechamente con ese hombre en aquel momento, podía costarle demasiado caro más tarde, así que los placeres y emociones transitorias de una unión sexual simplemente no valían los riesgos que podrían implicar.
—Hemos alcanzado la periferia de una turbulencia de magnitud siete, señor —le anunció al comandante con una voz monótona y profesional.
Las cejas canosas de Kon se alzaron a un tiempo.
—¿Magnitud siete? ¿Y la nave de la Federación?
—Ellos han entrado de lleno en ella, comandante. Estamos perdiendo el contacto de sensor.
Con las mejillas hinchadas, Kon meditó sobre todas las posibilidades.
—¿Entrarían en una tormenta así solamente para despistarnos?
—Eso sería una temeridad —respondió Kera—; y el hecho de que no hayan variado su rumbo sugiere que no son conscientes de nuestra presencia. Además, no han intercambiado mensaje alguno con ninguno de los puestos avanzados o naves de la Federación desde que salieron de la
Enterprise.
—Así pues, ¿usted cree que el planeta que se halla en medio de esas tormentas es el lugar al que se dirigen?
—Sí, señor, así lo creo. La corona de Shad tiene que estar oculta en alguna parte de Sigma 1212. Yo propongo que mantengamos la vigilancia fuera de la zona tormentosa. Si sobreviven para llegar al planeta y recobrar la corona, no tendremos ningún problema para arrebatársela y matarlos cuando despeguen de la superficie para encontrarse con la nave nodriza.
—¿Y si nunca consiguen recuperar esa apreciada corona?
—En ese caso —respondió suavemente Kera—, no veo ninguna razón por la que tengamos que arriesgar nuestras vidas entrando en una turbulencia de magnitud siete.
Kon le dedicó un asentimiento de aprobación, y cuando ella se volvió hacia la pantalla, él sonrió para sí. Se preguntó cómo sería aquella mujer como compañera sexual, y momentáneamente deseó tenerla en su antigua nave de guerra, con sus dependencias privadas.
Los miembros de las tripulaciones klingon, hombres y mujeres, tenían que aceptar el hecho de que un comandante del sexo opuesto tenía pleno derecho a reclamar favores carnales a su antojo; y, al contemplar sin entusiasmo alguno la prolongada espera que tenían por delante en la periferia del violento velo de tormentas espaciales que rodeaba Sigma 1212, lamento no disponer de la posibilidad de pasar las horas de inactividad trabando un conocimiento más íntimo con Kera.
—Contacto de sensor totalmente perdido, comandante.
Como si las turbulencias del exterior no hubiesen sido lo suficientemente malas, la entrada en la atmósfera de Sigma no les dio respiro posible. A pesar de sus mejores esfuerzos, Spock estaba luchando y perdiendo la batalla contra los vientos ciclónicos de más de cuatrocientos ochenta kilómetros por hora, mientras el casco exterior de la lanzadera comenzaba a recalentarse.
McCoy había vuelto a ocupar su sitio detrás de Spock e inclinado sobre un hombro de éste, mientras Kailyn intentaba asegurar lo que pudiese estar suelto en el interior de la cabina; pero llegó el momento de sujetarse a los asientos con las correas de seguridad y desear lo mejor.
—¿Estamos sobre el objetivo, Spock?
—Es difícil decirlo, doctor. Los instrumentos todavía no han vuelto a su funcionamiento normal. Sólo puedo juzgarlo por la dirección que llevábamos antes de que las correcciones de navegación se convirtiesen en conjeturas.
—No está infundiéndome demasiada confianza.
—Le presento mis más sinceras disculpas. Por favor, asegúrese las correas de seguridad. No es probable que este aterrizaje vaya a ser suave.
Kailyn se mordió nerviosamente el labio inferior, y McCoy lo advirtió.
—Spock posee el don de subestimarlo todo —le dijo a la muchacha.
McCoy no sabía cuán cierto era eso en aquel preciso momento, ya que sólo Spock era consciente de que los torbellinos que abofeteaban la
Galileo
hacían que fuese casi imposible mantener los escudos térmicos en el ángulo adecuado. Dónde aterrizasen puede que nunca llegase a ser un problema: era bastante posible que ellos y la maltrecha nave no llegasen a aterrizar, sino que se quemasen en la tempestuosa atmósfera de aquel planeta que parecía tener la firme determinación de no permitir la entrada de visitantes.
Confianza. Si había para James Kirk un valor sagrado, era precisamente ése. Sin él, la existencia nunca podría ser más que una serie de encuentros fortuitos llenos de cautela en el mejor de los casos, de miedo en el peor. Un ser al que los demás consideraban indigno de confianza, o que era incapaz de encontrar criaturas semejantes en las que confiar plenamente, no podría conocer nunca el verdadero amor, la amistad incondicional ni el cálido refugio de la seguridad. En su propia experiencia, la confianza había salvado vidas, y por falta de ella se habían perdido amores.
A sus ojos, el pecado de la traición era el peor de todos. El aceptar la confianza de alguien voluntariamente y con pleno conocimiento de causa, y luego volverle la espalda, era algo despreciable. Era ese sentimiento, profundamente arraigado en su corazón, lo que le permitía a Kirk tolerar por el momento las órdenes de la Flota Estelar de que desenmascarase al renegado que se hallaba entre el reducido grupo de servidores del rey Stevvin.
Cuatro servidores que ya no eran jóvenes y que habían dedicado sus vidas al servicio del rey durante treinta años o más. Aquellos cuatro se habían ofrecido voluntariamente para abandonar su planeta natal con el monarca exiliado, y durante los duros años siguientes habían llegado a sentirse menos como sirvientes y más como miembros de la familia. Habían compartido con el rey esperanza y frustración, cariño y finalmente confianza… hasta que uno de ellos la había traicionado.
¿Pero quién? ¿Y por qué? La segunda pregunta hostigaba constantemente a Kirk. ¿Un criado real podía ser conducido a la traición por alguna debilidad de carácter —una oferta de dinero o de inmunidad—, o simplemente por la absoluta desesperación de regresar a su planeta alguna vez? ¿O se enfrentaban con un espía profesional colocado entre el séquito del rey como una cuestión de rutina muchos años antes de aquel exilio forzoso?
Al sentarse ante la mesa del salón de oficiales delante de los cuatro shadianos, Kirk no estaba seguro de cuál de aquellas respuestas lo enfurecería más, e intentó apartar aquellas emociones hasta poder desencadenarlas contra un blanco definido.
Eili, el camarero personal del rey, un hombrecillo esférico con ojos de perro fiel; en otra época vigilante, atento a las necesidades de su señor antes de que le fuesen formuladas, aparecía en aquel momento abatido por el dolor. Tenía el blando rostro oculto entre las manos mientras su esposa, Dania, lo consolaba. Eran una pareja afín; Dania, la cocinera real desde hacía treinta años, era tan rechoncha como su marido, y tan devota de aquel hombre como él lo había sido del rey.
Boatrey, el robusto mozo de cuadras, con el curtido rostro marcado por los años de trabajo al aire libre. Había sido el preferido de Kailyn, y Kirk recordaba cómo aquel hombre llevaba a la niña a pasear sobre los animales pequeños de la cuadra.
Finalmente, Nars, que en otro tiempo había sido el elegante mayordomo de palacio. Sus ropas se veían ahora gastadas, con varios agujeros cuidadosamente cosidos a lo largo de los años de pobreza pasados en Orand; pero aquel hombre continuaba desplegando la dignidad orgullosa que había manifestado sin tacha en los pasados días de grandeza.
Un grupo en el que difícilmente podía husmearse a un agente enemigo. Kirk se encontraba dispuesto a descartar la posibilidad de que alguno de ellos pudiese haber sido un espía desde el principio, y se decantó por la teoría de la fragilidad humana. Ése era al motivo por el que la teniente Byrnes estaba presente: su vista entrenada captaría una indicación que a él podría pasarle inadvertida. Kirk se aclaró la garganta.
—Antes de morir, el rey Stevvin me pidió que le prometiera que tendría un funeral acorde con las costumbres shadianas. Yo le hice esa promesa y quiero mantenerla; pero nunca tuvimos oportunidad de hablar de ello antes del fin. Sé que todos ustedes han sufrido una tremenda pérdida con su fallecimiento. Comparto el dolor que sienten todos, pero en este momento necesito la ayuda de ustedes para cumplir con mi promesa. Necesito conocer las tradiciones funerarias de la religión shadiana.
Kirk miró furtivamente cada uno de los cuatro rostros, con la esperanza de detectar una indicación reveladora en el parpadeo nervioso de unos ojos o la comisura caída de una boca. Pero, si alguna señal semejante se produjo, él la buscó en vano.
—Tenemos que conseguir una urna moonuumental —dijo Eili, mientras le temblaba la mandíbula al intentar controlar sus callados sollozos.
—¿Se trata de una urna especial? —preguntó Kirk.
—Ssí. Debe ser de piedra recién tallada, extraída de la cantera nno antes del día previo a la muerte. Debe… —Fili comenzó a llorar nuevamente, y Nars tendió una mano para tocarle la espalda al hombrecillo, aunque Eili pareció no advertir el contacto.
—La piedra es un símbolo de fuerza, capitán —explicó Nars—. Debe ser tallada y santificada según unas leyes estrictas.
—Me temo que no vamos a conseguirlo —tronó Boatrey—. Las cenizas del rey deben ser depositadas dentro de la urna, para que los dioses las examinen y se las lleven en el plazo de dos soles después de que el corazón haya dejado de latir. ¿No estamos a más de dos días de nuestro planeta?
—A tres días —respondió Kirk—. ¿La urna debe ser tallada en roca shadiana?
Los servidores se miraron unos a otros antes de que Dania respondiese.
—No, siempre y cuando se sigan las leyes; pero ¿quién va a conocer las leyes shadianas fuera de nuestro planeta?
—Un shadiano —señaló Nars.
—¿Conocen algún planeta en el que podamos obtener una urna sagrada? —preguntó Kirk.
—Yo conozco algunos, pero no sé si están lo suficientemente cerca de su nave, capitán Kirk.
—Vamos a averiguarlo —dijo éste.
Tendió una mano hacia la terminal de la computadora y la encendió. Las luces de la máquina parpadearon siguiendo una secuencia, y luego le proporcionaron una respuesta visual a la pregunta que le había formulado: planetas que estén dentro de un radio de dos días de viaje de la posición actual de la nave, y que tengan una población conocida de súbditos shadianos. Los servidores leyeron la lista, y Nars señaló uno de ellos.
—Zenna Cuatro. Yo mismo viví en él hace muchos años. —¿Pero hay allí un cantero? —preguntó Dania. —Yo conocí a uno. Era vecino mío.
—Pero eso fue hace mucho tiempo —protestó Boatrey—.Podría haber cambiado de residencia, o haberse muerto.
—Tenía un hijo que estaba aprendiendo el oficio del padre.
—Tenemos que intentarlo —dijo Eili—. De lo contrario, condenaremos a nuestro rey a vagar para siempre, y a no ser nunca recogido en el seno de los dioses.
—Pero ¿qué ocurrirá si no podemos encontrar un cantero? —preguntó Boatrey.
Kirk alzó una mano para detener aquella discusión.
—La promesa la hice yo, y la decisión también será mía.
Los servidores fueron escoltados de vuelta a sus camarotes por los guardias de seguridad, mientras Kirk y Byrnes consultaban nuevamente la computadora. Zenna Cuatro estaba a casi dos días de distancia, más cerca de Shad y más lejos del punto de encuentro con la
Galileo
, en Sigma 1212. Eso significaba que la
Enterprise
llegaría con todo un día de retraso.
—Si los klingon continúan persiguiendo a la lanzadera —dijo Byrnes—, y la corona es recuperada, podrían atacar antes de que llegásemos nosotros, señor.
—Dejemos eso a un lado por el momento, teniente. En su opinión, ¿es Nars el principal sospechoso?
—¿Porque fue el único que dio un paso al frente y nos señaló un planeta en particular? Bueno, si él es nuestro espía, indudablemente estará ansioso por informar que el rey ha muerto. En ese caso podrían querer asesinar inmediatamente a Kailyn, aunque la corona permaneciese perdida para siempre. Al acabar de esa forma con la dinastía, harían lo suficiente como para decantar la situación a favor de la Alianza Mohd.
Al mismo tiempo, según la computadora, Nars estaba diciendo al menos una verdad parcial. Había vivido en Zenna durante un breve período de tiempo, como parte de una misión diplomática enviada a una capital de provincia llamada Treaton, antes de convertirse en mayordomo del palacio real. Zenna había sido uno de los primeros planetas que habían firmado un contrato de suministro de tridenita con Shad, y en él había prosperado una comunidad shadiana de considerable importancia que se dedicaba a la administración de dicho negocio. El comercio del mineral se había interrumpido al cabo de la segunda década, pero muchos de esos shadianos expatriados prefirieron permanecer en Zenna en lugar de regresar a su propio planeta desangrado por la guerra. Así pues, el cantero de Nars era muy probable que estuviese allí. Quizá era un criado servicial hasta el fin, preocupado sólo por prestarle un último servicio a su señor, enviándolo al viaje que lo llevaría al otro mundo.
Si ése era el caso, la escala en Zenna cumpliría la promesa que Kirk le había hecho a Stevvin; pero también podría poner a la
Galileo
en peligro de muerte y hacer que la corona corriese el riesgo de caer en manos de los klingon. A pesar de que él no era religioso, Kirk sabía que los shadianos sí lo eran, y, si no le daba al rey la posibilidad de que lo incinerasen de acuerdo son sus costumbres, ¿cómo iba él a saber que no estaba privando a su amigo de la vida posterior a la muerte? Ya le había privado de casi veinte años de vida previos a la muerte. «No, eso no es justo… no es culpa tuya.»