Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
—Spock —dijo lentamente McCoy—, Kailyn está enamorada de mí.
El vulcaniano alzó una ceja. —¿De veras?
—No se haga tan el sorprendido. Resulta que soy bastante fácil de amar.
—Nunca lo he puesto en duda, doctor —respondió Spock con una sonrisa irónica.
—Lo que quiero saber es: ¿qué debo hacer al respecto?
Se frotó la parte trasera de la cabeza y encontró un chichón del tamaño de un puño… o al menos eso parecía al tacto. Gimió y levantó la mirada hacia Spock, que parecía poco dispuesto a mirarle a los ojos.
—Yo… no me siento cómodo discutiendo semejantes temas, doctor McCoy.
—No estoy pidiendo que ese frío y calculador corazón vulcaniano suyo me entregue las perlas de la sabiduría romántica. Sólo le estoy pidiendo una valoración lógica basada en esa forma indiferente propia de las computadoras que tiene usted para observar el comportamiento emocional.
El primer oficial redujo sus labios a una línea, y McCoy comenzó a arrepentirse de haberle preguntado aquello. Había pasado años reprobando a Spock por su incapacidad para sentir más que pensar, parloteando acerca de cuán buenas eran las anticuadas emociones, muy superiores a la vida regida por la lógica y las ecuaciones. A veces, blandía esa noción como una cachiporra y le sacudía a Spock en la cabeza con ella de una forma bastante cruel; en otras ocasiones, podía convertir esa creencia en un afilado instrumento que manejaba con su destreza de cirujano para intentar cortar y atravesar la coraza del vulcaniano hasta el corazón que tenía debajo.
«Todos esos esfuerzos, y aquí estoy, buscándolo para que me dé sus helados consejos.»
Pero aquello era diferente. No se trataba meramente de un asunto íntimo de su corazón. Estaba permitiendo que sus sentimientos se interpusieran en el camino de una misión de vital importancia para la Flota Estelar. No podía mirar a Kailyn simplemente como a una joven de innegables atractivos, aunque lo fuese. Incluso los deseos de la propia Kailyn tenían que ser dejados a un lado por el bien de su planeta. «Estás demasiado viejo como para ser un amante contrariado, McCoy. »
Finalmente, Spock tosió para aliviar el pesado silencio, aunque no sirvió para aliviar la tensión que McCoy sentía como un nudo en el estómago.
—Yo no soy una autoridad en esta materia, doctor McCoy…
—Pero usted es lo único que tengo en este momento, así que déme una respuesta.
—Muy bien. Según lo que yo entiendo de los comportamientos emocionales semejantes a éste, se halla usted ante un dilema. Si no comparte usted los sentimientos de Kailyn, la única forma de conseguir que renuncie a ellos es decírselo. Cuanto más espere, más difícil será hacerlo. —Hizo una pausa para reflexionar un instante más—. Limpiar el aire, por decirlo de alguna manera, podría liberarla de la carga de confusión que padece acerca de sus sentimientos hacia ella, capacitándola para dedicar toda su concentración a la Corona.
—Así que debo decirle…
—Por otra parte, ella podría actuar de forma irracional si sabe que el amor que siente por usted no será correspondido. Si ése fuera el caso, el hecho de que usted se lo diga podría destruir su capacidad para controlar los cristales. McCoy frunció el entrecejo. —Así que no debo decírselo… Spock se rascó la barbilla.
—Acaba de ocurrírseme una tercera posibilidad. Puede que esté tan confundida ahora, que su concentración mental esté deteriorada hasta un punto crítico.
—En ese caso no importará qué haga yo —dijo McCoy, totalmente desesperado—. Es usted una gran ayuda, Spock. —Doy por descontado que lo dice usted con sarcasmo. McCoy sacudió la cabeza, furioso consigo mismo.
—Lo siento. Usted lo ha intentado. Supongo que tendré que deducir esto por mí mismo.
A la mañana siguiente amaneció un día soleado y claro. McCoy había pasado una noche inquieta de sacudidas y vueltas sobre el lecho, se levantó con el sol y salió a dar un paseo, observando cómo las finas brumas se levantaban de las tierras bajas de pastoreo.
En grupos de alrededor de veinte, las ovejas de nieve eran sacadas de varias cavernas y conducidas sobre las piedras en dirección a los pastos. Cada uno de los rebaños era acompañado por cuatro o cinco montañeses; hombres, mujeres y niños se lanzaban todos a ayudar, gritándoles a los animales, golpeando el suelo con largos cayados y empujando a las raras ovejas recalcitrantes para que se mantuvieran unidas al grupo y siguieran a sus guías.
En su mayor parte, las ovejas de nieve parecían criaturas plácidas por naturaleza que seguían la misma ruta hacia los campos que las de su clase habían seguido durante cientos de años. Lo mismo era aplicable a los pastores. Tanto las ovejas como los pastores parecían genuinamente contentos con su vida. ¿Y por qué no iban a estarlo?, pensó McCoy. Sus vidas son guiadas por la tradición, son prósperos, están bien alimentados y gozan de paz; durante todo el tiempo que llevaba en Sigma, era el primer lugar que veía en el que la vida estaba llena de placer en lugar de luchas. Pensó en quedarse a vivir allí. Si la Enterprise no venía a buscarlos jamás, ¿sería eso tan terrible?
«Shangri-la», pensó una vez más, mientras observaba a los rebaños que disminuían su concentración de individuos al descender del área de las cavernas.
También Spock se había levantado temprano. Había regresado a la caverna donde se guardaban los pergaminos, para grabar capítulos adicionales. Nunca se cansaría de estudiar el pasado, uniendo trozos de leyenda y hechos para reconstruir la línea hasta el presente resultante.
Kailyn fue la última en despertar. Se lavó en el agua tibia que manaba de una fuente natural, y estaba a punto de salir en busca de McCoy cuando él entró para buscarla. Ella mostraba una radiante sonrisa, pero el rostro de él era sombrío.
—¿Qué ocurre, Leonard?
—Oh, nada. Estoy un poco magullado de resultas de nuestra partida de caza mayor de la pasada noche. Es la última vez que salgo a pasear contigo, Kailyn.
—No digas eso —le pidió ella, y lo besó en una mejilla.
—Bueno… ¿como te sientes esta mañana, joven dama? ¿Preparada para la gran excursión?
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que estoy asustada. Es por esto por lo que hicimos este viaje, la razón por la que tú y Spock tuvisteis que pasar por tantos sufrimientos.
—No es lo que yo escogería para pasar unas relajadas vacaciones, pero lo conseguimos, ¿no? No fue tan terrible como lo pones.
—¿Qué pasará si fracaso?
—Ni siquiera pienses en eso.
McCoy la rodeó con los brazos y ella descansó una mejilla sobre uno de los hombros del médico. Él apretó los dientes; no podía decírselo… pero tenía que hacerlo. No podía ser una distracción para ella, ni tampoco una falsa esperanza. Aquel día, ella tendría que encarar su futuro en solitario, sin idealizadas imágenes de amor con él que mitigaran el dolor en el caso de que el Pacto y la Corona la esquivasen.
«Tiene que ser ahora o nunca.» McCoy no la amaba, no de la forma que ella quería que lo hiciese. A pesar de que había muchas cosas de las que no estaba seguro, no tenía dudas acerca de eso.
—Kailyn, tenemos que hablar de algo.
Ella levantó hacia él sus redondos ojos de niña.
—¿De qué?
—Comenzamos a hablar del tema anoche, cuando el zanigret nos interrumpió de esa forma tan grosera.
Ella sonrió al evocar la escena previa al ataque.
—Por lo que yo recuerdo, no estábamos hablando de nada.
Estábamos…
Ella intentó besarlo, pero él se retiró y deshizo el abrazo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kailyn. Él le volvió la espalda y comenzó a pasearse.
—Kailyn, yo… —Suspiró y volvió a empezar—. Las cosas no pueden ser así entre nosotros.
—Pero yo nunca he conocido a nadie como tú.
—Eso es exactamente a lo que me refiero. Tú apenas has tenido ocasión de salir al mundo, a ningún mundo. Tú tienes por delante cosas más importantes que enamorarte de mi.
—Quiero que tú las compartas conmigo.
—No puedo… y no puedo hacer que creas que puedo.
—Pero yo te amo.
—No me amas, Kailyn, y muy pronto te darás cuenta de ello. Estoy muy orgulloso de ti. Has aprendido tantas cosas durante el tiempo que llevamos en todo esto, que me siento como si estuviera viendo crecer a mi propia hija… y es por eso por lo que no puedo darte lo que quieres y necesitas. Yo no soy el indicado para ti.
Un par de lágrimas le bajaron por las mejillas, pero ella hizo caso omiso de ambas y se negó a llorar.
—El tiempo que hemos pasado juntos, las cosas que hemos hecho, las cosas que nos hemos contado el uno al otro… todo eso no significaba nada, ¿no es cierto? —La voz de la muchacha era inexpresiva, casi vacía.
—Oh, no… todo eso ha significado muchísimo, y yo no lo cambiaría por absolutamente nada; pero no es amor, no del tipo que debe existir en una pareja. Es amistad… una amistad y un afecto profundos.
—No tiene por qué darme explicaciones, doctor McCoy.
—Puede seguir llamándome Leonard.
—Quizá sea mejor que no lo haga. En una cosa tiene razón, y es en que he aprendido muchísimo. He aprendido que quizá sea mejor no confiar en nadie, no dejar que nadie se acerque demasiado a una.
—Oh, Kailyn. No…
—Creo que será mejor que ahora me deje sola.
El médico se tragó las palabras que intentaba decir atropelladamente, junto con el impulso de abrazar a aquella muchacha, y salió de la cámara-dormitorio.
Llevaba los ojos bajos, y estuvo a punto de chocar con Spock en la gruta principal.
—¿Está Kailyn preparada para el viaje?
—No lo sé.
—¿Ha mantenido con ella la charla de que me habló, doctor?
—Sí, y creo que quizá hubiese sido mejor no hacerlo.
—¿Se lo ha tomado mal?
McCoy asintió con la cabeza y sintió deseos de encontrar otro zanigret bajo el cual colocarse.
—La franqueza no siempre es la mejor política, Spock… especialmente cuando se la practica en el momento menos oportuno.
Shirn estaba sentado sobre el muro que bordeaba la calle de piedra. Entrecerrando los ojos para protegerlos del sol de la mañana, observó que Kailyn salía de la caverna. Con los hombros caídos y arropada en el abrigo de piel, que le quedaba demasiado grande, parecía diminuta y frágil.
El anciano jefe esperaba haberla ayudado de alguna forma la noche anterior, aunque se preguntaba si tenía realmente derecho de dar consejo alguno. Mientras que él gobernaba una congregación de alrededor de una docena de clanes, ella era la soberana de un planeta entero.
Shirn pensaba a menudo en sí mismo como en un custodio al que habían puesto a cargo de una herencia verificada a lo largo de los siglos, puesto a prueba por el tiempo y la temperatura por parte de los vientos.
Pero la joven princesa se enfrentaba con una situación muy diferente; tejer la cohesión y el orden a partir de las desgarradas hebras de un planeta asolado por la guerra civil era algo que un pastor del valle de Kinarr apenas podía imaginar. Él deseaba tener algún esquema que poder ofrecerle, un cierto camino que pudiera seguir.
Había algo en Kailyn que hacía que todos los que la conocían deseasen ayudarla. ¿Era lo inconmensurable de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros inexpertos, o la conmovedora vulnerabilidad que se reflejaba en la forma en que hacía preguntas y buscaba adquirir la fuerza de aquellos a quienes conocía? Aquella cualidad podía resultar invalorable, si inducía a las personas de buena voluntad a correr en su auxilio. Sin embargo, podía ser heraldo del desastre si ella era verdaderamente débil e indefensa.
Shirn había escogido a dos jóvenes pastores robustos de su propio clan para que guiasen a la expedición hasta el lugar en el que se hallaba oculta la Corona del rey Stevvin. Los dos, Frin y Poder, habían sido escogidos por una determinada razón: eran lo suficientemente grandes y fuertes como para hacer respetar la orden de Shirn de que la Corona de Shad sólo fuese sacada del valle si Kailyn tenía el Poder de los Tiempos. Si no conseguía hacer que los cristales se volviesen transparentes, como exigía la religión shadiana, la Corona permanecería en su escondite secreto. Frin y Poder se encargarían de que así fuese.
Con comida, mantas y equipos de emergencia a la espalda, condujeron a su tío Shirn y los tres visitantes calle abajo, por la vía cubierta de grava. Ante ellos se tendía la senda que se curvaba por encima de la gigantesca montaña desde donde los dioses del viento mantenían sus vigilantes y borrascosos ojos sobre el mundo que estaba debajo.
Kailyn caminaba sola en el centro del grupo, con Spock y Shirn detrás de ella; McCoy cerraba la marcha con aspecto sombrío.
—Mantenga la cabeza alta, doctor McCoy —dijo Shirn—, o dará un paso en falso y caerá por el precipicio. La senda se hace muy estrecha más arriba.
Durante la mayor parte del tiempo avanzaban en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos más íntimos. Spock se sorprendió preguntándose qué le rondaría por la cabeza a Kailyn. ¿Estaría concentrándose en la preparación mental necesaria para manejar la Corona, o se hallaría perdida en las reverberaciones emotivas de su malhadado encuentro con el amor? Por su bien, esperaba que la Corona fuese lo más importante, pero sabía que no era así; también sabía que no había nada que él pudiese hacer al respecto. Constituiría una violación del decoro vulcaniano el inquirir en el presente estado mental de la muchacha y ofrecerle una ayuda que no le había pedido. Aun así, sentía un torturante impulso de imponer su auxilio, tanto si ella lo quería como si no. Semejante acción por su parte sería desde todo punto inaceptable, y con cierta irritación atribuyó este impulso a que había estado recientemente expuesto a la emotividad desenfrenada de McCoy.
Entre tanto, el subconsciente de McCoy continuaba refunfuñando. «¿Por qué no podrías haber tenido la boca cerrada durante un rato más? ¿Tanto daño habría hecho eso? Debes de estar haciéndote viejo… y senil. O bien eso, o es que, cuanto más viejo te haces, más estúpido te vuelves.» La autoflagelación no podría conseguir nada práctico; el daño no podía ser reparado, no a tiempo para mejorar las cosas; pero el hacerse sentir todo lo mal que pudiera hacía también posible que se sintiese un poco mejor.
Kailyn, por su parte, era un confuso enredo. El temor, la amargura y la ira luchaban entre sí para sobresalir. Estaba enfadada consigo misma por haber juzgado mal el interés que McCoy sentía por ella, y por haberle puesto en una situación tan embarazosa. Estaba furiosa con él por no amarla, y se encontraba desgarrada entre el deseo de venganza y la conciencia de que aquélla era una reacción infantil. Quería demostrar cuán adulta era, cuán gustosamente perdonaba y olvidaba; pero también quería lastimar a la persona que la había lastimado… o que había sido la causa de que ella se lastimase a sí misma… o que había permitido que se lastimase a sí misma. No estaba segura de cuál…