El pacto de la corona (20 page)

Read El pacto de la corona Online

Authors: Howard Weinstein

BOOK: El pacto de la corona
8.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Macho o hembra —le espetó Dergan.

—Lo decidiré cuando vea los primeros recién nacidos.

—Y voy a marcar al macho cabrío ahora mismo… Ambos hombres hicieron una reverencia, y luego salieron observándose con desconfianza. Shirn sonrió para sí; nunca dejaba de maravillarse ante los problemas que le presentaba su pueblo.

—¿Cómo ha conseguido eso? —dijo una voz diminuta y llena de reverencia.

El anciano dio media vuelta y vio a Kailyn de pie en la entrada de la cueva.

—Ah, ¿estabas espiándonos aquí, en el Gran Tribunal de Justicia de la Montaña?

Ella se echó a reír y se aproximó a él.

—Estaban dispuestos a estrangularse mutuamente, y usted los ha despedido satisfechos. Quizá no felices, pero satisfechos.

—Simple sentido común, niña mía. El rostro de Kailyn se ensombreció.

—¿Por qué me llama «niña»?

—Lo siento. No lo eres, ¿verdad? Eres una adulta que pronto gobernará a su pueblo.

Kailyn bajó los ojos. —Tengo miedo de eso.

—¿De ser una adulta o de ser una gobernante?

—De ambas cosas, supongo. Tengo miedo de que mis gentes no quieran aceptarme.

—Lo harán si puedes llevar la Corona que dejó aquí tu padre. El resto depende de ti.

—¿Fue así como sucedieron las cosas en su caso?

—Sí, creo que sí. —Él le pasó un brazo por encima de los hombros y la llevó a sentarse sobre la blanda alfombra—.Pero yo no sabía qué estaba haciendo cuando me convertí en jefe de mi pueblo. Era muy joven, como tú, cuando mi madre murió y me dejó el gobierno de las tierras natales. Kailyn lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo aprendió?

—Leyendo, haciendo preguntas, observando. Averigüé lo ocurrido anteriormente, lo que era bueno o malo. Un buen gobernante hace sólo aquello que es necesario, a veces con un ligero toque siempre que le es posible.

—Pero, ¿cómo voy a saber qué es lo que quiere mi pueblo? Shirn se echó a reír.

—Oh, lo sabrás. Ellos mismos te lo dirán. El truco consiste en saber diferenciar entre lo que dicen que quieren y lo que realmente quieren.

—Enséñeme —le suplicó la muchacha.

—No, Kailyn. Si uno lo aprende, lo aprende por sí mismo. Nadie puede enseñártelo.

—No comprendo cómo puedo dedicar mi vida a afirmar que soy la gobernante de Shad.

—No lo harás. Tu pueblo lo declarará, una sola vez, mediante la palabra; luego dependerá de ti demostrarlo, continuamente, mediante la virtud y las obras.

Kailyn abrazó con fuerza al anciano y se marchó de la cueva.

McCoy estaba ocupado en mullir su colchón cuando Kailyn lo encontró en una pequeña cámara lateral, adyacente a la gruta más importante. No hizo falta forcejear demasiado para convencerlo de que la acompañase a dar un paseo.

El aire era fresco, pero en aquel valle resguardado por las montañas no había viento cortante, y parecía casi cálido. Kailyn deslizó su mano en la de McCoy y ambos pasearon por la calle cubierta de grava que conducía hasta los escalones de piedra ascendentes. Ella le confesó sus miedos a McCoy y le habló de las conversaciones que había mantenido con Spock y Shirn.

—¿La han ayudado?

—En ciertos sentidos, sí… y en otros sentidos, no.

—Bueno, eso parece decisivo.

Ella bajó la cabeza y soltó una breve carcajada triste.

—¡Oh, doctor, estoy tan confundida!

—Eh, nos conocemos lo bastante bien como para que me llame usted Leonard.

Aquello la hizo sonreír, y se acercó más a él al pasar junto a una pared baja de roca que dominaba las pasturas iluminadas por las estrellas.

—Dígame qué piensa usted —le pidió ella.

—¿Acerca de qué?

—De la capacidad de dirigir.

McCoy soltó un bufido.

—Lo que yo sé acerca de eso podría caber en la cabeza de un alfiler muy pequeño. Yo soy uno de los seguidores más consagrados del mundo. Si alguien me dice qué debo hacer, ya tengo más que suficiente.

—Citando a Leonard McCoy, «¡tonterías! ».

—Spock es un dirigente.

—Él declara que sólo hace lo que debe hacer. Además, usted siempre le discute antes de seguir sus órdenes. Eso a mí no me parece la actitud de una persona pasiva.

—Bueno —replicó él con tono ofendido—, ¿quién ha dicho que yo sea pasivo?

—He estado observándolos a todos ustedes desde que llegué a la Enterprise. El capitán y el señor Spock confían tanto en usted, que siempre lo escuchan, incluso cuando no le han pedido su opinión. Usted puede cambiar sus decisiones con lo que dice… usted puede guiar a los dirigentes.

McCoy levantó la vista al cielo negro y al reguero de estrellas pintadas en él.

—Es usted una joven muy perspicaz. Supongo que sé una o dos cosas sobre el tema, pero eso se debe a que he estado trabajando con algunos jefes tremendamente eficaces durante todos estos años.

—¿Qué es lo que más destaca cuando piensa usted en ellos? ¿Qué es lo que los hace especiales?

—La comprension y la compasión —le respondió él sin pensarlo ni por un momento—. Eso es lo que diferencia a Jim de algunos de los personajes corrientes que imparten órdenes. No le dice a nadie que haga algo que no haría él mismo. Exige mucho pero da mucho. ¿Cree que usted es capaz de hacer eso?

—Yo… no lo sé.

—Bueno, pues yo sí lo sé, y digo que es capaz. Ya está… ¿se siente algo menos confundida?

—Realmente, no. Spock me habló de delegación y confianza; Shirn, de sentido común y capacidad para escuchar; y usted, de compasión y comprensión. —Ella tendió las manos con un gesto suplicante—. ¿Qué convierte a alguien en un buen dirigente?

McCoy la sujetó suavemente por los hombros.

—Todas esas cosas. Y no hay ni una sola de esas cualidades que no posea usted ya en abundancia.

Ella lo abrazó con fuerza, impulsivamente, y luego se volvió con la misma brusquedad y lo arrastró con ella. Había nieve en aquella parte de la antigua calle, y una lluvia de copos comenzó a caer, planeando hasta el suelo con perezosos movimientos danzarines. Ambos se envolvieron mejor en sus abrigos de piel de oveja.

—Tenía mucho miedo de sentirme perdida sin mi padre, pero no es así.

—Parece sorprendida.

—Lo estoy —replicó ella con una voz llena de asombro—. Oh, le echo de menos más de lo que jamás he echado de menos a nadie, y sé que posiblemente no vuelva a verle nunca en esta vida; pero por primera vez lo he aceptado. Si muere, sé que los dioses cuidarán de él, y él se sentirá feliz con ellos. No hubiera sido capaz de aceptar eso sin usted y el señor Spock.

—Claro que podría haberlo hecho. No se concede usted el mérito suficiente, Kailyn.

Ella dejó de hablar y clavó sus oscuros ojos en los de él.

—Usted y el señor Spock son los primeros hombres a los que he conocido realmente, aparte de mi padre y sus servidores. Hace apenas unos días no conocía siquiera los nombres de ustedes, y ahora… me siento muy unida a ambos. Eran dos extraños, y ahora el estar con ustedes hace que me sienta segura y cuidada.

McCoy sintió que se estaba ruborizando, y asió rápidamente la mano de la muchacha; esta vez le tocó a él tirar de ella.

—Eso es bueno y me hace feliz… pero no nos conoce usted tan bien como piensa.

—¿Por qué no?

—Existe un término psicológico: síndrome de crisis. Eso es lo que estamos pasando nosotros tres. Lo detectaron por primera vez en el siglo veinte. Las personas atrapadas en botes salvavidas, túneles derrumbados o cualquier situación que amenazase sus vidas… cuando se hallaban en dichas circunstancias tenían la sensación de que eran los mejores amigos del mundo, hermanos, amantes. Sin embargo, una vez pasado el peligro volvían a retirarse tras sus propias corazas protectoras. Era el peligro el que los hacía sentirse tan unidos, y una vez que éste pasaba, también lo hacían aquellos sentimientos.

—Pero yo no quiero que estos sentimientos pasen, Leonard, yo… yo no los he sentido nunca antes.

—Oh, bueno, no se preocupe. Nosotros ya no volveremos a ser extraños el uno para el otro…

Kailyn se apoyó sobre la pared nevada y sorbió por la nariz mientras una lágrima le bajaba por la mejilla. —Pero es que yo, a usted, le amo.

—Ha estado leyendo hasta muy tarde, señor Spock —dijo Shirn desde la entrada de la sala de los pergaminos—. Tenemos que partir muy temprano mañana por la mañana.

—Me retiraré dentro de poco. Estos documentos resultan tan fascinantes, que he perdido la noción de la hora. Shirn rió entre dientes.

—El doctor McCoy me dijo que utilizaba usted esa palabra… «fascinante». Me alegro de que nuestra historia no le haya resultado aburrida.

—Muy por el contrario, señor. ¿Se han marchado ya a dormir el doctor y Kailyn?

Shirn frunció el entrecejo.

—No lo sé.

El jefe de los pastores y Spock se encaminaron a la cámara-dormitorio: estaba vacía, y el entrecejo fruncido de Shirn se hizo más pronunciado.

—¿Dónde podrían estar a estas horas?

—Quizá hayan salido a dar un paseo. Los abrigos no están, y McCoy no es muy aficionado a habitar cavernas. —Si es así, tenemos que traerlos aquí de inmediato —dijo seriamente Shirn—. La noche no es segura por aquí. El anciano abrió la marcha y ambos se dirigieron apresuradamente hacia la salida.

18

La calle cubierta de piedra había terminado; Kailyn y McCoy continuaron paseando por un sendero que seguía la base del precipicio. La pares de roca lisa se encumbraban hasta confundirse con el cielo nocturno; era difícil decir dónde acababa la una y comenzaba el otro. Debajo de ellos, la escarpada ladera descendía hasta el fondo del valle, que ahora quedaba a varios metros de caída. Caminaban el uno junto al otro, pero sin tocarse.

—Pero el amor… bueno, no es algo que uno pueda sentir en veinte minutos, ni siquiera en unos cuantos días —dijo McCoy, con el tono más tranquilizador de que era capaz.

¿Qué es, entonces? —preguntó ella, mientras intentaba no echarse a llorar.

—Es… es algo diferente para cada persona.

—¿Y para usted?

El médico se aclaró la garganta; aquélla no era una conversación cómoda.

—Un montón de cosas. Preocuparme por alguien más de lo que me preocupo por mí mismo… encontrar agradable la compañía de alguien en los buenos momentos y en los malos… confiar completamente…

—Yo siento todas esas cosas por usted; pero usted me dice que yo no lo amo realmente.

—Oh, Kailyn —dijo él lentamente—. Yo no soy el indicado para usted.

—¿Por qué no?

—Porque yo no soy más que un viejo médico rural, no un príncipe consorte.

Pero ella había decidido no escucharlo. En cambio, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. No se trataba de un beso inocente y, para su propia sorpresa, McCoy lo correspondió. Permanecieron unidos en un abrazo de enamorados, y él le besó los cabellos.

—Kailyn, soy lo bastante viejo como para ser tu padre.

—Pero no eres mi padre —susurró ella.

Eso era verdad, y, a pesar de sus propias protestas, McCoy no se había sentido como su padre en ningún momento. De hecho, sentía cosas que no sabía que aún llevaba dentro, cosas que siempre había creído que murieron con su matrimonio. No los deseos físicos, que nunca habían sido difíciles de despertar; pero sí el desesperado anhelo, que sentía desde lo más hondo, de compartir sus sentimientos con alguien, de estar cerca y no separarse jamás… eso lo había olvidado, perdido. ¿Podía estar realmente enamorado de aquella muchacha?

Se oyó un suave golpe procedente del sendero, algunos metros más adelante de donde ellos estaban. McCoy levantó la mirada y vio un pequeño montículo de nieve que no había estado allí un momento antes. ¿Estaba tirándoles alguien bolas de nieve, según su idea de lo que era una broma? Antes de que pudiese volverse para mirar en torno de sí, el silencio de la noche se vio desgarrado por un espeluznante rugido que estaba a sus espaldas, por encima de ellos. Unos colmillos y una piel blanca les saltaron encima. McCoy sintió dolor y una cálida respiración al caer de espaldas.

De alguna manera, había conseguido empujar a Kailyn a un lado con todas sus fuerzas. Unas garras gigantescas intentaban desgarrarle la garganta. No había adónde ir excepto barranco abajo. Entonces sintió un calor abrasador y oyó un gemido agudo; la cabeza le daba vueltas y luchó contra la inconsciencia que se estaba apoderando de él. De pronto, el increíble peso que tenía sobre los hombros desapareció, y los colmillos y las garras cayeron lejos de su cuerpo. Unas manos lo recogieron —las manos de Kailyn—; él las cogió, las sintió ceder, se sintió caer de espaldas. Se deslizó y se golpeó la cabeza contra el suelo. Otras cuatro manos, manos más fuertes, lo aferraron; Spock y Shirn lo sacaron del borde y lo pusieron a salvo.

McCoy abrió los ojos. Le dolía todo el cuerpo. Una ola de mareo lo recorrió y sintió fuertes náuseas. El rostro de Spock fue el primero que vio. Se pasó la lengua por los labios. La sentía pesada y blanda, como si perteneciera a otra persona.

—¿Qué ejército ha marchado sobre mi lengua, Spock?

—Me alegro de ver que ha recobrado el conocimiento, doctor.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?

—Fue atacado por un zanigret. Ahora se halla de vuelta en las cuevas.

McCoy cerró los ojos y gimió.

—¿Gané yo?

—Sí, con un poco de ayuda. ¿Por qué estaban paseando por el exterior? Shirn ya nos advirtió antes que permaneciésemos dentro de las cuevas durante las horas de oscuridad.

—Lo olvidé. Kailyn quería… ¡Dios mío!, ¿está bien ella?

—Afortunadamente, no ha sufrido daño alguno. Le he dado un sedante y la he metido en la cama.

McCoy suspiró con gran alivio.

—Sería usted un buen enfermero, Spock. Lo último que recuerdo es que nos arrojaron una bola de nieve.

—El sistema de caza del zanigret, bastante ingenioso, es distraer la atención de la presa arrojando un trozo de nieve o roca con su cola prensil, y luego saltarle por detrás.

—Oh, me siento como si tuviese la espalda quebrada, aunque, si lo estuviera, no podría sentir nada en absoluto, por supuesto.

—Gracias por su lección de anatomía y fisiología.

—No sea sarcástico con un hombre herido. ¿Me encuentro muy grave?

—Tiene usted cortes y contusiones menores.

—Eso es reconfortante, aunque no confortable, se lo aseguro… pero sí reconfortante.

El médico consiguió sentarse. No se sentía mejor en aquella nueva posición, pero tampoco se sentía peor. Advirtió que Kailyn dormía profundamente al otro lado de la sala. Spock tenía que haberle dado una fuerte dosis de tranquilizante.

Other books

Othello Station by Rachael Wade
Child Thief by Dan Smith
The Summer of Our Discontent by Robin Alexander
Majestic by Whitley Strieber
Deep and Silent Waters by Charlotte Lamb
The Wedding Gift by Lucy Kevin