Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
—Quizá sea mejor que se presente usted en el puente, capitán.
—Voy hacia allí. Kirk fuera.
Las puertas del turboascensor se abrieron con un siseo. Kirk avanzó por el puente de mando. Spock hizo girar el asiento central y se puso de pie.
—Acabamos de recibir una señal de prioridad uno del comando de la Flota Estelar, estado de seguridad rojo, ordenándonos que nos presentemos en la Base Estelar Veintidós a la hora 1700 de mañana. El factor ocho es suficiente para asegurar nuestra llegada alrededor de la hora 1545. No se nos da ninguna otra información sobre por qué nuestra presencia es solicitada con tanta urgencia, señor.
—¿Ni siquiera codificada, Spock?
—Negativo. El mensaje decía simplemente que usted, el doctor McCoy y yo debemos presentarnos inmediatamente después de nuestra llegada ante el almirante Harrington, de la Flota.
Si esta misión fracasa —dijo el almirante Paul Harrington con su crepitante acento británico—, la totalidad del Cuadrante J-221 podría estar en manos de los klingon el año próximo.
—Para mi próximo cumpleaños —le susurró McCoy a Kirk.
Harrington se volvió en redondo.
—¿Qué decía usted, doctor?
—Nada, señor.
Harrington era un hombre alto de actitud impecable. Se movía con deliberada precisión mientras se paseaba por el piso cubierto por una moqueta verde y espesa como un césped bien cuidado. Pero los pasos no eran nerviosos, sino regulares y aplomados, fiel reflejo de la mente constantemente activa de aquel hombre. Era inglés hasta la médula, cortado en el mismo paño que había producido grandes navegantes y oficiales durante más de mil años. Harrington ya se había labrado un lugar en los anales de la Federación por su imperturbable manejo de diversas crisis grandes y pequeñas, y Kirk era plenamente consciente de que en aquel preciso momento se enfrentaban con una de aquellas coyunturas críticas.
—¿No existe en la región otra fuente alternativa de tridenita? —preguntó Spock.
—Ninguna —respondió Harrington, mientras chupaba una curvada pipa de marfil.
—Shad les suministra ese mineral a veinte o más planetas —intervino Kirk.
—¿No pueden obtener la energía de algo que no sea la tridenita? —quiso saber McCoy.
No podían, y Kirk lo sabía. Shad era uno de esos mundos que gozaban de la dudosa bendición de poseer algo que otros muchos mundos necesitaban, querían y por lo que incluso podían llegar a matar: unos recursos virtualmente ilimitados de tridenita en su corteza, un mineral energético muchísimo más limpio y seguro que el uranio o cualquier otro de los isótopos que les habían proporcionado abundante aunque peligrosa energía a numerosas civilizaciones. Incluso la Tierra había pasado por su temprano período de dependencia de peligrosas fuentes de energía radiactiva. Kirk sabía que su planeta de origen estaba salpicado por cavernas en las que cientos de años antes se habían enterrado los residuos nucleares: los mismos continuarían emitiendo partículas mortales durante miles de años por venir.
Pero Shad se había ahorrado ese problema. La tridenita había sido confeccionada por la naturaleza para producir enormes cantidades de energía eficaz, y las economías e industrias de esos veinte planetas estaban fundadas, sobre la garantía de un flujo constante de dicho mineral.
La mitad de esos mundos pertenecían a la Federación y el resto eran neutrales, pero vivían a la sombra del cercano imperio klingon. En todo caso, Shad era la nodriza, el premio codiciado. Podían apoderarse de Shad, cortar los suministros de tridenita, observar cómo una veintena de los planetas del Cuadrante J-221 caían como piezas de dominó, y entrar a sangre y fuego para conquistar un valioso flanco de la Federación de Planetas Unidos. Ése había sido el objetivo de los klingon, y lo habían perseguido pacientemente mediante la incitación a la guerra civil en Shad, dieciocho años antes.
Kirk repasó mentalmente los detalles históricos. Conocía la situación shadiana tan íntimamente como cualquier oficial, burócrata o diplomático, por una razón: había estado allí durante los comienzos de la guerra, al mando de una comisión consultiva agregada de la corte del rey Stevvin…
Después de cinco siglos, la dinastía de Shad había sobrevivido más tiempo que la mayoría. Ahora, de pronto, se tambaleaba al borde de un escarpado abismo, y delante de ella planeaba la extinción. El joven capitán de corbeta James T. Kirk lo sentía en los huesos mientras caminaba apresuradamente hacia la habitual reunión matutina que cada día mantenía con el rey. Llegó temprano y se dedicó a pasear por los jardines del castillo bajo un cielo sombrío y sin sol, esperando; en el interior, el rey intentaba controlar otra irritada reunión del consejo.
Doce ministros del gabinete rodeaban la sólida mesa de madera oscura, que había sido tallada en una sola pieza de un árbol gigantesco por el ancestro de Stevvin, Keulane el Sanador. Keulane había comenzado la dinastía, y Stevvin estaba dispuesto a aceptar que él iba a presidir su final. Golpeó la mesa con el martillo de mango recamado con piedras preciosas, hasta que sus ecos apagaron la docena de voces que discutían al mismo tiempo.
Se hizo un repentino silencio, roto tan sólo por el profundo suspiro del rey. Se apoyó pesadamente sobre la mesa, sin mirar a ninguno a los ojos mientras hablaba por fin.
—El consejo no puede funcionar de esta forma. Tenemos que imponernos orden.
La voz era suave y ronca; expresaba un ruego, no una orden.
—No hay orden alguno en Shad —declaró Yon, un ministro de rostro porcino que se encontraba situado al otro extremo de la mesa—. ¿Por qué esperáis que lo haya aquí… sire? —Estaba claro que esta última palabra debía parecer una sarcástica ocurrencia tardía.
Stevvin redactó una réplica en su mente, pero se la tragó sin pronunciarla. Dejó el mazo y se encaminó hacia las puertas adornadas con bronce.
—Sire.
La voz lo alcanzó y lo retuvo durante un momento, aunque su espalda continuó vuelta hacia el consejo. El rey reconocía el respetuoso tono de voz del primer general Haim, el hombre alto, calvo y cargado de espaldas que había sido su edecán y amigo desde antes de que Stevvin ascendiese al trono.
—Sire… el consejo no puede actuar sin vos.
—Tampoco puede hacerlo conmigo. Si doce hombres y mujeres responsables del gobierno de este mundo no pueden superar sus diferencias para alcanzar una meta común, ni siquiera para hablar civilizadamente los unos con los otros, entonces nuestra causa está perdida.
Con los hombros caídos, Stevvin salió de la sala.
La coalición leal al rey se estaba desmoronando, y mientras el consejo reñía petulantemente, se perdían regularmente territorios que caían en manos de la despótica Alianza Moho.
La Alianza había aprendido bien las enseñanzas de traición que les había impartido su patrocinador, el imperio klingon. Sus líderes babeaban ante la perspectiva de convertirse en perros guardianes del imperio, esclavizar a la población libre de Shad y arrancar bocados de la carne de la Federación a medida que el Cuadrante caía bajo su dominio, planeta a planeta. Los klingon habían sembrado grandes cantidades de armamento y dinero en la Alianza Mohd, y los frutos estaban casi a punto para la cosecha.
El capitán de corbeta Kirk encontró al rey sentado a solas en la cámara de la meditación, con una túnica suelta sobre su flaco cuerpo. Al oír el sonido de las pisadas sobre la alfombra, Stevvin levantó los ojos y sonrió. Aquel insolente joven oficial casi podía conseguir que creyera que había alguna esperanza.
Pero la mandíbula severamente apretada de Kirk le comunicó, sin palabras, que en aquella ocasión la esperanza estaba fuera del alcance.
—Lo lamento, señor —dijo Kirk con voz queda—. El consejo de la Federación ha decidido que en este momento no pueden disponer de más tropas ni suministros de apoyo. Temen que surjan problemas en el Sector Talénico y una media docena de otras regiones. Quizá en un futuro próximo, la resolución pueda ser revisada… —su voz se apagó lentamente.
—Éstos son verdaderamente tiempos tumultuosos, James. Esa respuesta es la que esperábamos.
El rostro del rey aparecía profundamente sombreado por la vacilante luz de las velas. Un suave aroma de incienso flotaba en torno a ambos hombres.
—Intenté explicarles que con un poco más de ayuda podríamos ganar —informó Kirk, con una voz inundada de amargura.
—No nosotros. Ésta no es su batalla. No es su mundo. Kirk no hizo caso del comentario del rey.
—No comprenden cuán cerca está la Alianza Mohd de apoderarse de Shad y entregarla a los klingon. Un día despertarán, y será ya demasiado tarde. Hay que hacerles ver…
Kirk comenzó a pasearse, pero el rey lo detuvo apoyándole una mano firme sobre un hombro.
—No. Ya es hora de que usted y sus hombres se marchen de aquí.
El joven oficial miró al interior de los cansados ojos de Stevvin. Las palabras fueron pronunciadas sólo después de un largo momento de vacilación.
—Alteza, creo que es hora de que también usted se marche.
—Éste es mi mundo, un mundo unificado por mis ancestros. Se encontraron con un centenar de naciones que batallaban entre sí, y las fundieron en una sola.
—Excepto la provincia de Mohd.
Stevvin asintió sombríamente.
—Y si el pacto de paz va a ser roto por esos hijos del infierno, yo tengo el deber de quedarme aquí y ver cómo sucede. Cuando me encuentre con Keulane y mis otros padres en la próxima vida, quiero que sepan que me quedé aquí hasta el final.
La oficina de Kirk estaba emplazada en un castillo de piedra tallada, de color oscuro, que una vez había servido como monasterio shadiano. Las ventanas eran demasiado pequeñas y cercanas al abovedado techo como para dejar entrar mucha luz. El joven oficial se paseó mientras esperaba a que un cuenco de sopa de pescado se calentase sobre el pequeño calentador de infrarrojos que tenía sobre el escritorio.
Durante el año que llevaba en Shad, se había convertido en íntimo amigo del anciano rey y ahora compartía la angustia que se apoderaba de Stevvin. En los días anteriores a aquellos en que la pérdida de las batallas se había convertido en un acontecimiento diario, ambos habían pasado las suaves veladas de verano en el balcón de palacio, bebiendo vino de frutas, discutiendo todos los temas que abarcaban desde la poesía a la historia, desde las tácticas de guerra hasta las fábulas impúdicas shadianas. Cuando las lunas gemelas se ponían en el frescor del amanecer, los dos hombres se encontraban muy frecuentemente en el exterior, para presenciar el final de la noche.
Kirk no era más que un joven oficial de carrera, con cien hombres bajo su mando; Stevvin era casi un anciano y gobernaba un planeta de cien millones de personas; pero, a pesar de eso, llenaban los vacíos que los separaban con la amistad, el respeto y afecto mutuos.
Y si algo desgarraba en aquel momento a Kirk más que su propia impotencia, era tener que observar cómo un rey bueno y amable veía debilitarse a su planeta a causa de una guerra civil a la que él era incapaz de ponerle fin.
Kirk sorbió una cucharada de la sopa de pescados nativos. Un oficial de rostro fresco entró por la puerta abierta y depositó sobre la mesa un mensaje en casete.
—Es del frente de la montaña, señor. No es… no es una buena noticia.
Tras meter el casete en el visor, Kirk frunció el entrecejo mientras observaba la imagen del mapa y la voz inexpresiva del comandante le decía algo que él había rogado no llegar a oír jamás. La artillería Mohd había atravesado las líneas de defensa de la coalición leal al rey, y el enemigo estaba avanzando hacia la capital, residencia del rey. No había tiempo que perder.
—No me importa cómo lo consiga —exclamó Kirk—. Bajen aquí una lanzadera y ténganla a punto en el prado de palacio hacia la hora 1500. Yo me ocuparé de cómo sacarla de la capital y llevarla al espacio.
Pulsó el botón del panel del intercomunicador para cerrarlo. Se frotó los ojos, se puso de pie y descendió los antiguos escalones de piedra del monasterio. Sus pasos recorrieron automáticamente el sendero que atravesaba la plaza cubierta de piedrecillas, en dirección al palacio, que dominaba sobre las estrechas calles desde lo alto de la colina. La mente de Kirk divagaba pensando en lo irónico que resultaba el destino de Stevvin.
Después de cinco siglos de estabilidad, la gente de Shad, incluidos sus gobernantes, había sido criada en la creencia de que la paz y seguridad de que gozaban perduraría por siempre. Se había convertido en algo tan natural para ellos como la lógica lo era para los vulcanianos. Sin embargo, se trataba de una falsa paz porque, bajo la apariencia de unidad y progreso, una llaga corroía el corazón de la provincia Mohd, cuyos belicosos habitantes pensaban que se les escatimaba la parte que les correspondía de la riqueza de aquel planeta. Desde épocas remotas, los nómadas Mohd se habían extendido hasta muy lejos para luchar con cualquier población que aceptara su desafío. Para ellos, la paz forjada por Keulane y sus sucesores era un motivo de aflicción, y juraron no aceptarla jamás.
Los agentes klingon reconocieron a sus hermanos de sangre en aquella provincia de inquietos guerreros, y los alentaron para que creasen descontento en otras zonas de Shad, los nutrieron, sondearon los puntos vulnerables de la antigua dinastía y la apuñalaron con el velocísimo golpe de la rebelión.
El capitán de corbeta Kirk se maravilló a su pesar ante la visión simple que tenían los klingon del orden de las cosas: que el descontento estaba siempre presente en todas partes, y que con el fomento adecuado podía hacérselo estallar en una guerra abierta. El
statu quo
no servía para nada: el imperio sólo podía medrar apoderándose de lo que pertenecía a otros. La victoria significaba avance; la pérdida sólo que regresarían al punto de partida. Los klingon vivían verdaderamente según el refrán de que «quien no se arriesga, no pasa el vado».
Y la campaña que estaban llevando a cabo en Shad representaba un riesgo eficaz. El gobierno del rey Stevvin había infravalorado el poder de las fuerzas oscuras de la provincia Mohd, ignorantes de que la abundante ayuda clandestina de los klingon en armamento y suministros había creado una máquina de guerra erizada de muerte. Del mismo modo, había errado sus cálculos la Federación, quizá porque no había tropas klingon presentes en el planeta. Nunca antes había desplegado el imperio un poder semejante
in absentia
; entre tanto, otros puntos conflictivos requerían atención, y Kirk sabía que la ayuda de la Flota Estelar, que él había traído, era demasiado poca y había llegado demasiado tarde.