Porque si Vicente Fox hubiera defendido en realidad el Estado de Derecho, ni Roberto Madrazo, ni Santiago Creel hubieran podido ser candidatos; uno por violar leyes electorales durante su campaña en Tabasco y otro por hacer lo mismo en el Distrito Federal. Porque si el presidente hubiera estado tan comprometido con la ley, la hubiera aplicado en Atenco. Porque si Vicente Fox hubiera combatido a fondo el uso de recursos públicos en defensa de causas privadas, tendría que haberlo hecho en el caso de su esposa. Porque si el
PAN
hubiera apoyado la defensa estricta de la legalidad, no hubiera evitado el desafuero de los líderes del Pemexgate. Pero estas contradicciones válidas fueron ignoradas; estos contra argumentos legítimos fueron desechados.
El tercer gran error de Vicente Fox fue que, como su esposa, Marta Sahagún interviniera en áreas cruciales del gobierno para las cuales no tenía la preparación o la experiencia suficientes. Ella fue y hoy sigue siendo la vulnerabilidad histórica de Vicente Fox, similar a la que muchos presidentes han tenido y muchos líderes han padecido. Una debilidad por alguien. Una mirada ciega ante algo. Un sentimiento que los obnubila y termina por sabotearlos. José López Portillo cerró los ojos frente al orgullo de su nepotismo; Miguel de la Madrid cerró los ojos frente a Emilio Gamboa; Carlos Salinas de Gortari le guiñó a su hermano Raúl. Vicente Fox emuló a sus predecesores y cayó en la misma trampa que ellos tendieron para sí. Marta Sahagún se convirtió en la debilidad de su esposo y razón irrefutable de su fracaso. Marta Sahagún fue consorte y calvario, mano derecha y talón de Aquiles, fuente de popularidad y motivo de ingobernabilidad.
La prensa internacional lo declaraba sin reparos, sin cortapisas, sin concesiones. La clase política lo señalaba a diario. Alfonso Durazo lo expuso también en su carta de renuncia al puesto que ocupaba en Los Pinos. Marta Sahagún dañaba la presidencia porque la debilitaba; dañaba a las instituciones porque las manipulaba; dañaba a la consolidación democrática porque intentó conducirla a su manera. Marta Sahagún le hizo mal al país que tanto decía amar, porque quiso gobernarlo sin que se le hubiera dado autorización para hacerlo. Marta Sahagún golpeó al gobierno de su esposo porque mandó señales cotidianas de su injerencia en él. Y por ello México pasó seis años preguntando qué hacer con la primera dama. Seis años distraídos. Seis años ensimismados. Seis años perdidos.
Seis años de vivir con su
Guía de padres
distribuida a lo largo del país, de pechugas presidenciales preparadas en la televisión, de diálogos delirantes con Eugenio Derbez, de
tours
por los pasillos de Los Pinos, de entrevistas tenebrosas con Brozo, de “hablar con la verdad y decir que sí, sí” tenía ambiciones presidenciales, de enfatizar la continuidad del proyecto de Vicente Fox y cómo ella lo iba a enarbolar, de dar entrevistas con todos los medios en todos los momentos posibles, de “ya veremos” y “un día de estos”. Seis años de portadas y fotografías y especulaciones y ambigüedades y de perseguirle los pasos a una primera dama que convertía en promoción política todo lo que tocaba. Seis años que el país no merecía.
La historia juzgará con severidad a la señora Sahagún y tendrá razón en hacerlo. Su locomotora imparable arrolló a miembros del gabinete y a quienes intentaron abrirse espacios en él. Su protagonismo irrenunciable opacó a Vicente Fox y reforzó la percepción colectiva sobre su debilidad. Su fundación “Vamos México” minó nuevas promesas de transparencia al operar con viejas técnicas de opacidad. Su candidatura presidencial traicionó la idea del cambio al buscar una forma ilegítima de permanencia. Marta Sahagún ayudó a instalar el gobierno de Vicente Fox y también contribuyó a sabotearlo. Quería ser parte de las grandes decisiones sin saber que no le correspondían.
El problema principal que Marta Sahagún generó para México es que actuaba como si fuera la “señora presidenta” cuando sólo era la señora Sahagún. El recelo que despertó no provino necesariamente de sus posturas públicas, sino porque actuaba como si tuviera derecho a asumirlas. “El hombre es nada más que un apetito” dijo alguna vez Jesse Jackson sobre Bill Clinton, y lo mismo podría decirse de Marta Sahagún. Tenía apetito de ser y hacer, ver y ser vista, trascender y dejar huella, usar el poder y gozarlo. No importaba que lo hiciera en nombre del país, de los pobres o del presidente. El caso es que lo hizo y ello acarreó costos para el presidente. La relación entre Marta Sahagún y Vicente Fox se convirtió en un juego suma cero; lo que ella ganaba, él perdía, lo que ella avanzaba, él retrocedía.
Conforme aumentó su visibilidad, aumentó la controversia que generaba. Conforme creció su tamaño, creció el diámetro del blanco al cual le tiraban sus adversarios. Al co gobernar en pareja, Marta Sahagún generó la impresión de que tenía a Vicente Fox cogido de una oreja. Parecía que ella mandaba y él obedecía, ella le susurraba al oído por las noches y él seguía su consejo durante el día, ella tomaba decisiones y él las llevaba a cabo. Al compartir de manera deliberada el poder de su esposo, ella contribuyó a su gradual debilitamiento.
Marta Sahagún quiso ser una primera dama como ninguna de las que le habían precedido. Quiso ser más influyente y más querida y más admirada y más visible. Quiso tener una plataforma propia y no sólo pararse encima de la que le proveía el político con el cual se casó. Quiso ser pareja y pareja presidencial, la mujer parada detrás del trono y la mujer sentada en él. Quiso ser la Madre Teresa: sentada bajo los árboles platicando con mujeres golpeadas, descendiendo de los helicópteros para dar discursos, bajando del avión presidencial para regalar bicicletas. Por ello se vestía de jeans y entregaba cobijas y cepillos de dientes y juguetes de peluche y utensilios de cocina. En su caso, como el de todos los políticos ambiciosos que la precedieron, quería crear un vínculo entre caridad y popularidad.
Para cada crítica, la primera dama tenía una respuesta prefabricada, auto-exculpatoria. Los hombres la criticaban por machos. Las mujeres la cuestionaban por odio o por envidia o por falta de solidaridad femenina. Los intelectuales la criticaban por falta de clase o falta de grados. Los miembros del círculo rojo la cuestionaban porque no entendían al círculo verde. Los panistas la cuestionan porque no comprendían que con ella sí podían ganar la presidencia. Desde su perspectiva, de un lado estaban los que querían a Marta, y del otro estaban los misóginos. De un lado estaban los que aplaudían a la primera dama, y del otro estaban los envidiosos. De un lado estaban los que querían ayudar a los pobres, y del otro estaban los caníbales que quieren comérselos vivos. En la mente de Marta Sahagún —repleta de maniqueísmos— no cabían los argumentos de inequidad o los reclamos de institucionalidad.
Ella se percibía como la víctima asediada de una sociedad atávica. Pensaba que quienes la cuestionanaban lo hacían por odio personal. Pensaba que quienes la atajaban lo hacían por machismo visceral. Pensaba que quienes la acotaban no podían evitar la misoginia tradicional. Lo que Marta Sahagún nunca entendió es que no se le criticaba por mujer sino por abusiva. Lo que siempre estuvo en tela de juicio no era su protagonismo como figura femenina sino su protagonismo como figura política. Marta Sahagún no fue controversial por ser mujer sino por ser la “señora presidenta”. El público en México —y en muchos otros países— no estaba preparado para una presidencia compartida. Y no por simple sexismo. La controversia en su caso tenía que ver con el papel razonable y mesurado, aceptable y correcto de cualquier cónyuge presidencial. La controversia en su caso partía de la percepción del grado inusual de influencia que ella aspiraba a tener.
Nunca entendió que no se le criticaba por misoginia sino por democracia. No se le criticaba por su activismo social en la República sino por su ambición política en Los Pinos. No se le criticaba por recolectar fondos para ayudar a los más necesitados, sino por hacerlo para ayudarse a sí misma. Quienes la cuestionamos tanto queríamos garantizar un terreno nivelado de juego entre los contendientes. Queríamos asegurar una equidad electoral que tanto tiempo llevó construir. Queríamos promover una sucesión en la cual no hubiera dedazos ni besotes. Exigíamos que el poder presidencial se transfiriera en las urnas y no entre las sábanas.
Pero la locura de Marta Sahagún se contagió. Sólo así se explica que Vicente Fox haya alimentado las pretensiones presidenciales de su esposa en vez de cortarlas de raíz. Ella le susurraba en el oído que había una conspiración contra ambos y él le creía. Ella le decía que el
Financial Times
sólo contenía calumnias contra la fundación “Vamos México” y él le creía. Ella le decía que sólo la satanizaban por ser exitosa y él le creía. Vicente Fox estuvo dispuesto a jugar el papel de Sansón frente a su Dalila.
Y el
PAN
lo permitió: en lugar de frenar las ambiciones absurdas de la ex primera dama, las alimentó. En vez de marcar reglas claras desde el principio, lo hace tardía y torpemente. Los panistas que hoy se ríen de Marta Sahagún, durante un buen tiempo fomentaron su candidatura presidencial. Querían preservar el poder a través de la popularidad de la primera dama. Querían prolongar su estancia en Los Pinos lanzando a la mujer que ya vivía y ejercía el mando allí. Estaban dispuestos a traicionar lo que históricamente habían sido.
Al debilitar a su esposo, Marta Sahagún permitió el fortalecimiento de sus enemigos. Al promover su proyecto personal desdibujó el proyecto del gobierno. Al aspirar a la presidencia distrajo la atención de quien la ocupaba. Al construir clientelas con su fundación “Vamos México” resucitó el pasado en vez de exorcizarlo. Al convertirse en pararrayos provocó cortocircuitos en Los Pinos. Vicente Fox pasó tanto tiempo escuchando a Marta Sahagún que le faltó tiempo para escuchar a los mexicanos. Vicente Fox pasó tanto tiempo defendiendo a su esposa, que le faltó tiempo para promover su agenda. Marta abrió flancos. Marta distrajo. Marta chupó el aire que el cambio necesitaba para prosperar.
“¿Yo por qué?” fue la respuesta que dio Vicente Fox cuando se le exigió una resolución al enfrentamiento entre Televisión Azteca y el Canal 40, que desembocó en la toma del cerro del Chiquihuite. “¿Yo por qué?” fue la respuesta permanente del presidente cuando se le exigió que colocara cercos de contención
vis á vis
de los llamados “poderes fácticos”. El pasmo gubernamental frente al problema de las televisoras evidenció mucho sobre su presidencia. Reveló a un Vicente Fox maniatado por su dependencia de la televisión; reveló a un líder que prometió erradicar las complicidades pero se beneficiaba de ellas; reveló a un presidente arrinconado por los poderosos y dispuesto a doblar las manos para complacerlos.
Lo ocurrido entre Televisión Azteca y el Canal 40 original, en el sexenio de Vicente Fox, fue más que una simple guerra de medios, más que un pleito personal entre un empresario con pocos escrúpulos y otro con poco talento. La disputa puso sobre la mesa asuntos que el país debió discutir y Vicente Fox nunca quiso enfrentar. Lo que se estaba dirimiendo tenía que ver con el Estado de Derecho, con la penuria del Poder Judicial, con la asignación de concesiones y su uso, con las alianzas que los presidentes mexicanos forjan para gobernar, para después terminar arrinconados por ellas. Y ése fue el caso de la alianza política entre Vicente Fox y Ricardo Salinas Pliego.
Emilio Azcárraga, Vicente Fox y Marta Sahagún en “Celebremos México”.
A lo largo de su presidencia, Vicente Fox no quiso alienar a Ricardo Salinas Pliego y no es difícil saber por qué. Televisión Azteca le ayudó a llegar a Los Pinos y después le ayudó a vivir allí. Televisión Azteca le abrió las puertas a “Amigos de Fox” durante la campaña presidencial del año 2000 y después Fox no pudo cerrarlas. Durante la elección, Salinas Pliego le apostó a Fox públicamente cuando pocos empresarios estaban dispuestos a hacerlo, y el ex presidente le debía el favor.
La falta de acción presidencial frente a la toma del Chiquihuite fue un episodio vergonzoso para Vicente Fox por lo que Ricardo Salinas Pliego representa. Con el dinero que le proveyó el hermano incómodo —Raúl Salinas de Gortari— para comprar la televisora del Ajusco, Salinas Pliego pasó de vendedor de licuadoras a promotor de presidentes. Creció y floreció bajo la sombra de un sistema que lo cuidó y le permitió convertirse en el multimillonario que es hoy. El hombre y sus empresas personifican el capitalismo de cuates que el
PRI
logró construir y que el presidente, cuando era candidato, prometió destruir. Vicente Fox fue electo precisamente para cambiar las reglas de ese juego perverso, para acabar con la complicidad que convertía a funcionarios gubernamentales en empleados empresariales. Vicente Fox fue electo para marcar su distancia de los intereses especiales, no para rehacer el mundo a su medida.
Pero el ex presidente y la ex primera dama se convirtieron en esclavos de la televisión y de quienes la controlan. Vicente Fox necesitaba a la televisión para gobernar y Marta Sahagún necesitaba a la televisión para recaudar fondos destinados a la fundación “Vamos México”. El presidente se valía de las pantallas para mandarle mensajes al círculo verde y su esposa las utilizaba para ordeñar al círculo rojo. A él le permitía promocionarse, y a ella le permitía lucirse. Para él, la televisión se volvió una herramienta para mantener su popularidad; para ella fue un instrumento con el cual buscó salir del sexenio como una mujer rica. Ambos vendían y se vendían en la televisión porque sabían —como todo político del siglo
XXI
— que como a uno le va en la pantalla le va en la vida.