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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (6 page)

BOOK: El pájaro pintado
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Me explicó que los ojos embrujados no sólo pueden lanzar maleficios, sino que también pueden eliminarlos. Cuando miraba a las personas, a los animales o incluso a las mieses, yo debía pensar únicamente en la enfermedad que le estaba ayudando a curar. Porque cuando los ojos embrujados miran a un niño sano, éste empieza a ponerse inmediatamente mustio; cuando miran a un ternero, éste muere víctima de una enfermedad repentina; cuando miran la hierba, el heno se pudre después de la siega.

Este espíritu maligno que moraba en mí atraía, por su misma naturaleza, a otros seres misteriosos. Los fantasmas me rondaban. El fantasma es silencioso, reticente y pocas veces se deja ver. Pero es tenaz: tiende emboscadas a la gente en los campos y los bosques, espía en el interior de las cabañas, puede transformarse en un gato salvaje o en un perro rabioso, y gime cuando se enfurece. A medianoche se convierte en brea caliente.

Los fantasmas se sienten atraídos por los espíritus malignos. Son personas muertas hace mucho tiempo, condenadas a la maldición eterna, que sólo reviven con la luna llena, tienen poderes sobrehumanos y siempre vuelven los ojos lastimeramente hacia el este.

Entre estas amenazas intangibles, tal vez no hay nada más dañino que los vampiros, porque a menudo asumen forma humana. Y ellos también gravitan hacia los poseídos. Los vampiros son individuos que se ahogaron sin haber recibido el bautismo, o que fueron abandonados por sus madres. Hasta los siete años se crían en el agua o en los bosques, y a esa edad cobran nuevamente forma humana y, encarnados en vagabundos, se empeñan insaciablemente en tener acceso cada vez que pueden a las iglesias católicas o del rito ortodoxo oriental. Cuando han anidado allí, rondan incansablemente alrededor de los altares; ensucian maliciosamente las imágenes de los santos; muerden, rompen o destruyen los objetos sagrados; y, siempre que ello les es factible, succionan la sangre de los hombres dormidos.

Olga sospechaba que yo era un vampiro y alguna que otra vez me lo decía. Para frenar los deseos de mi espíritu maligno y para impedir que se metamorfoseara en un espectro o un fantasma, preparaba todas las mañanas un elixir amargo que yo debía beber mientras comía un trozo de carbón frotado con ajo. Otras personas también me temían. Cada vez que intentaba atravesar la aldea solo, la gente volvía la cabeza y se santiguaba. Y las mujeres embarazadas huían de mí presas del pánico. Los campesinos más audaces soltaban los perros cuando yo pasaba, y si no hubiera aprendido a correr velozmente y a mantenerme siempre cerca de la choza de Olga, en alguna de estas excursiones habría perdido la vida.

Generalmente permanecía en la choza, cuidando que un gato albino no matara a una gallina enjaulada, negra, muy rara y muy apreciada por Olga. También miraba los ojos inexpresivos de los sapos que saltaban en una olla alta, mantenía el fuego encendido en la estufa, revolvía los mejunjes que hervían, y mondaba patatas podridas, recogiendo escrupulosamente en una taza el moho verdoso que Olga aplicaba sobre las heridas y los hematomas.

Olga era muy respetada en la aldea, y cuando la acompañaba no le temía a nadie. A menudo la llamaban y le pedían que rociara los ojos del ganado, para protegerlos de todo maleficio en el trayecto al mercado. Les enseñaba a los campesinos cómo debían escupir tres veces cuando compraban un cerdo, y cómo debían alimentar a las vaquillas con un pan especialmente preparado que contenía una hierba santificada, antes de aparearlas con el toro. Nadie, en la aldea, compraba un caballo o una vaca antes de que Olga decretara que el animal se conservaría sano. Le echaba agua encima y, después de observar cómo se zarandeaba para secarse, dictaba el veredicto del cual dependían el precio y, a menudo, la misma venta.

Se acercaba la primavera. El hielo se resquebrajaba en el río y los rayos bajos del sol se filtraban hasta los traicioneros remolinos del torrente. Las libélulas azules revoloteaban sobre el agua, debatiéndose con las súbitas ráfagas de viento frío y húmedo. Las corrientes y trombas de aire atrapaban las nubecillas de vapor que se desprendían de la superficie recalentada del lago y las devanaban como si fueran vellones de lana para remontarlas en el viento turbulento.

Sin embargo, cuando al fin llegó el tan esperado calor, trajo consigo una plaga. Las víctimas de la enfermedad se retorcían de dolor como lombrices ensartadas en una aguja, se veían estremecidas por un siniestro escalofrío, y morían sin recobrar el conocimiento. Yo corría con Olga de choza en choza y miraba fijamente a los pacientes para alejar la enfermedad, pero todo era en vano. La peste era demasiado fuerte.

Detrás de las ventanas herméticamente cerradas, dentro de las chozas parcialmente oscurecidas, los moribundos y dolientes gemían y gritaban. Las mujeres estrujaban contra sus pechos los cuerpecitos fuertemente fajados de sus bebés, que agonizaban lentamente. Los hombres, desesperados, cubrían con colchones de plumas y zamarras a sus esposas devoradas por la fiebre. Los niños miraban llorosos los rostros azulados de sus padres muertos. La plaga no remitía. Los aldeanos se asomaban a las puertas de sus chozas, alzaban sus ojos del polvo terrenal, y buscaban a Dios. Sólo Él podía mitigar su amarga pena. Sólo Él podía conceder la gracia del sueño sereno a esos cuerpos humanos atormentados. Sólo Él podía trocar los espantosos enigmas de la enfermedad en la salud intemporal. Sólo Él podía aliviar la pena de una madre que lloraba a su hijito perdido. Sólo El…

Pero Dios, con Su inescrutable sabiduría, esperaba. En torno de las chozas ardían fogatas, y se fumigaban los senderos y los jardines y los corrales. Desde los bosques vecinos llegaban los golpes resonantes de las hachas y el estrépito de los árboles derribados, a medida que los hombres talaban la madera necesaria para mantener encendidas las hogueras. Yo oía cómo los chasquidos secos y agudos que producía el filo del hacha al hincarse reverberaban en el aire despejado y sereno. Llegaban a los prados y a la aldea curiosamente atenuados y débiles. Al igual que la bruma oculta y amortigua la llama de una vela, el aire silente y melancólico, saturado de enfermedad, absorbía y capturaba estos sonidos en una red envenenada.

Una noche empezó a arderme la cara y me vi sacudido por convulsiones incontrolables. Olga me miró fugazmente los ojos y apoyó su mano fría sobre mi frente. Luego, me arrastró rápida y silenciosamente hasta un campo apartado. Allí excavó un hoyo profundo, me quitó las ropas y me ordenó que saltara dentro.

Una vez estuve dentro del hoyo, temblando de fiebre y de frío, Olga volvió a llenarlo de tierra y me sepultó hasta el cuello. A continuación pisoteó la tierra en derredor y la golpeó con la pala hasta dejar la superficie perfectamente lisa. Después de asegurarse de que no había hormigueros en las cercanías, encendió tres humeantes hogueras de turba.

Así plantado en el suelo helado, mi cuerpo se enfrió por completo en poco tiempo, como la raíz de una hierba marchita. Perdí toda conciencia. Como una col abandonada, pasé a formar parte de la tierra.

Olga no me olvidó. Durante el día me llevó en varias ocasiones bebidas frescas que vertió en mi boca y que parecieron atravesar mi cuerpo hasta infiltrarse en la tierra. El humo de las fogatas, que alimentaba con musgo fresco, me nublaba los ojos y me producía picor en la garganta. Visto desde la superficie de la tierra cuando el viento despejaba ocasionalmente el humo, el mundo parecía una tosca alfombra. Las plantas que crecían en torno parecían altas como árboles. Cuando Olga se acercaba, proyectaba sobre el paisaje la sombra de un gigante sobrenatural.

Me alimentó por última vez en el crepúsculo, y después de arrojar más turba en el fuego se fue a dormir en su choza. Yo permanecí en el campo, solo, implantado en la tierra que parecía absorberme completamente.

Las hogueras ardían lentamente y las chispas saltaban como luciérnagas hacia la oscuridad infinita. Me sentía como si fuera una planta ávida por trepar hacia el sol, incapaz de enderezar sus ramas, aprisionada por la tierra. O en ocasiones sentía que mi cabeza había cobrado vida propia, y rodaba cada vez más rápidamente, hasta alcanzar una velocidad vertiginosa que la llevaba a estrellarse finalmente contra el disco del sol que la había calentado misericordiosamente durante el día. A veces, cuando el viento me rozaba la frente, me invadía un intenso sentimiento de horror. En mi imaginación veía legiones de hormigas y cucarachas que se comunicaban entre sí y convergían hacia mi cabeza, hasta algún lugar debajo del cráneo, donde construirían nuevos nidos. Allí proliferarían y devorarían mis pensamientos, uno tras otro, hasta dejarme tan vacío como la corteza de una calabaza totalmente despojada de su pulpa.

Los ruidos me despertaron. Abrí los ojos, sin saber con certeza dónde me encontraba. Estaba fusionado a la tierra, pero los pensamientos bullían dentro de mi pesada cabeza. El mundo se tornaba gris. Las hogueras se habían apagado. Sentía mis labios impregnados de rocío fresco. Sus gotitas también se habían posado sobre mi cara y mi pelo.

Se produjeron nuevos ruidos. Una bandada de cuervos describía círculos sobre mi cabeza. Uno de ellos se posó cerca, agitando sus anchas alas crepitantes. Se aproximó lentamente a mi cabeza mientras los otros también descendían. Observé despavorido sus colas de brillantes plumas negras y sus ojos inquietos. Acechaban en derredor, cada vez más cerca, estirando las cabezas hacia mí, sin saber si estaba muerto o vivo.

No esperé a ver qué ocurría a continuación. Grité. Los cuervos se sobresaltaron y retrocedieron. Varios de ellos se alzaron unos metros en el aire pero volvieron a posarse a escasa distancia. Luego me observaron con desconfianza y comenzaron su marcha circular.

Grité nuevamente. Pero esta vez no se espantaron sino que continuaron acercándose con creciente temeridad. Mi corazón latía alocadamente. No sabía qué hacer. Lancé otro grito, pero los pajarracos ya no daban muestras de miedo. Estaban apenas a medio metro de mí. Sus figuras me parecían cada vez más descomunales, sus picos cada vez más despiadados. Sus garras curvadas y separadas parecían enormes rastrillos.

Uno de los cuervos se detuvo frente a mí, a pocos centímetros de mi nariz. Le grité en la cara, pero el ave se limitó a dar un saltito y a abrir el pico. Antes de que pudiera gritar nuevamente me picoteó la cabeza y me arrancó varios pelos. En seguida repitió el ataque, llevándose otro mechón.

Sacudí la cabeza hacia ambos lados, aflojando la tierra que aprisionaba mi cuello. Pero estos movimientos sólo sirvieron para estimular la curiosidad de las aves. Me rodearon y empezaron a picarme allí donde podían. Yo vociferaba con todas mis fuerzas, pero mi voz era demasiado débil para elevarse por encima de la tierra y volvía a sumirse en ella sin llegar a la choza donde dormía Olga.

Los pájaros jugaban tranquilamente conmigo. Cuanto más furiosamente agitaba la cabeza, tanto más se excitaban y envalentonaban. Eludiendo, por alguna razón, mi rostro, me atacaban por detrás.

Las fuerzas me abandonaron. Me resultaba tan difícil mover la cabeza como transportar un saco de grano de un lugar a otro. Estaba enloquecido y me parecía verlo todo a través de una niebla de miasmas.

Capitulé. Ahora yo también era un ave. Procuraba liberar de la tierra mis alas congeladas. Estirando mis miembros, me asomé a la bandada de cuervos. Una ráfaga de viento fresco, vivificante, me alzó bruscamente, y entonces me introduje en línea recta dentro de un rayo de sol que estaba tenso sobre el horizonte como la cuerda de un arco, y mis compañeros alados imitaron mis graznidos jubilosos.

Olga me encontró en medio de la enardecida bandada de cuervos. Me hallaba semicongelado y mi cabeza estaba profusamente lacerada por los picotazos. Se apresuró a desenterrarme.

Al cabo de varios días recuperé la salud. Olga dijo que la tierra fría había succionado mi mal. Agregó que la enfermedad había sido recogida por una multitud de fantasmas transformados en cuervos que habían probado mi sangre para asegurarse de que yo era uno de los suyos. Esta era la única razón, afirmó, por la que no me habían arrancado los ojos.

Pasaron las semanas. La plaga menguó y la hierba fresca creció sobre las múltiples tumbas nuevas, hierba que nadie podía tocar porque muy probablemente contenía el veneno de las víctimas de la peste.

En una hermosa mañana, a Olga la llamaron para que acudiera a la orilla del río. Los campesinos estaban sacando del agua un enorme barbo con largos bigotes que brotaban, rígidos, de su hocico. Era un pescado de aspecto portentoso, monstruoso, uno de los mayores jamás vistos en esa región. La red le había cortado una vena a uno de los pescadores, mientras lo extraía. En tanto Olga le aplicaba un torniquete en el brazo para detener la hemorragia, los otros destripaban el pescado, y en medio del alborozo general le extirpaban la vejiga natatoria intacta.

De pronto, cuando yo me hallaba totalmente relajado y desprevenido, un hombre gordo me levantó en el aire y gritó algo a sus compañeros. La multitud aplaudió y me pasaron rápidamente de mano en mano. Antes de que tuviera tiempo de entender lo que hacían, ya habían arrojado al agua la gran vejiga natatoria, y a mí encima de ella. La vejiga se hundió poco a poco. Alguien la empujó con el pie. Yo empecé a alejarme de la orilla, febrilmente aferrado con piernas y brazos al globo boyante, sumergiéndome a intervalos en el río helado y marrón, mientras chillaba e imploraba misericordia.

Pero cada vez estaba más lejos de la orilla. La gente corría a lo largo de la ribera, agitando las manos. Algunas personas arrojaban piedras, que se hundían junto a mí. Faltó poco para que una hiciera impacto en la vejiga. La corriente me arrastraba velozmente hacia el medio del río. Ambas márgenes parecían inalcanzables. La muchedumbre desapareció detrás de una colina.

Una brisa fresca, que nunca había sentido en tierra, acariciaba el agua. Yo me deslizaba apaciblemente río abajo. En varias oportunidades, la vejiga se hundió casi por completo debajo de las pequeñas olas. Pero salía nuevamente a flote y seguía navegando lenta y majestuosamente. De pronto me vi dentro de un remolino. La vejiga giraba y giraba, zafándose para luego volver al mismo lugar. Intenté imprimirle un movimiento de sube y baja para sacarla del remolino con los movimientos de mi cuerpo. Me atormentaba la perspectiva de tener que pasar toda la noche en esas condiciones. Sabía que si reventaba la vejiga, me ahogaría. No sabía nadar.

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