El Palacio de la Luna (7 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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—Gracias por vuestra amabilidad —dije—, pero urgentes asuntos me reclaman. Sois personas buenas y encantadoras y os prometo que os recordaré a todos en mi testamento.

Era una actuación de perturbado, el espectáculo de un loco. Salí de la cocina tambaleándome, volcando una taza de café al levantarme, y me dirigí a tientas hacia la puerta. Cuando llegué allí, Kitty estaba de pie frente a mí. Éste es el día en que aún no he comprendido cómo pudo llegar antes que yo.

—Eres un hermano muy raro —dijo—. Pareces un hombre, pero luego te conviertes en un lobo. Después, el lobo se transforma en una máquina parlante. Para ti todo es cuestión de boca, ¿no? Primero la comida, luego las palabras, entran por la boca y salen por la boca. Pero olvidas lo mejor que se puede hacer con la boca. Después de todo, soy tu hermana y no te voy dejar ir sin que me des un beso de despedida.

Empecé a disculparme, pero entonces, antes de que yo pudiera decir nada, Kitty se alzó de puntillas, me puso la mano en la nuca y me besó. Con mucha ternura, pensé, casi con compasión. No sabía cómo tomármelo. ¿Debía considerarlo un beso auténtico, o era sólo parte del juego? Antes de que pudiera resolver mi duda, apoyé casualmente la espalda contra la puerta y ésta se abrió. Me pareció que era un mensaje, una secreta indicación de que aquello había llegado a su fin, así que, sin una palabra más, seguí retrocediendo, di media vuelta cuando mis pies cruzaron el umbral y me fui.

Después de ese día no hubo más comidas gratis. Cuando recibí la segunda notificación de desahucio el 13 de agosto, me quedaban treinta y siete dólares. Casualmente, ése fue el día en que los astronautas llegaron a Nueva York para el desfile con confetti. El departamento de Sanidad informó después que se habían arrojado en las calles durante las celebraciones trescientas toneladas de basura. Era un récord absoluto, afirmaron, el desfile más largo de la historia del mundo. Me mantenía apartado de estas cosas. No sabiendo ya por dónde rondar, salía de mi apartamento lo menos posible, tratando de conservar las escasas fuerzas que me quedaban. Una rápida escapada a la esquina para comprar provisiones y vuelta a casa, nada más. Tenía el culo en carne viva de limpiarme con las bolsas de papel marrón que me daban en el mercado, pero era el calor lo que más me hacía sufrir. El aire en el apartamento era insoportable, inmóvil como en una sauna pesaba sobre mí día y noche, y por más que abriera las ventanas no lograba que entrara algo de brisa en la habitación. Mis poros chorreaban constantemente. Incluso estar sentado me hacia sudar y el menor movimiento provocaba una inundación. Bebía toda el agua que podía. Me daba baños fríos, metía la cabeza debajo del grifo, me ponía toallas mojadas en la cara, en el cuello y en las muñecas. Esto me proporcionaba escaso alivio, pero al menos me mantenía limpio. El jabón del cuarto de baño se había reducido ya a una pequeña lasca blanca y tenía que guardarlo para afeitarme. Como mis reservas de hojas de afeitar también estaban en las últimas, me limité a dos afeitados por semana, haciéndolos coincidir cuidadosamente con los días en que salía a la compra. Aunque probablemente daba igual, me consolaba pensar que conseguía mantener las apariencias.

Lo esencial era planificar el siguiente paso. Pero eso era precisamente lo que me creaba mayores problemas, lo que ya no era capaz de hacer. Había perdido la capacidad de pensar en el futuro, y por mucho que intentara imaginarlo, no lo veía, no veía nada en absoluto. El único futuro que me había pertenecido era el presente que estaba viviendo y la lucha por permanecer en ese presente había borrado gradualmente lo demás. Ya no tenía ideas. Los momentos se desplegaban uno tras otro y en cada momento el futuro se alzaba delante de mí como un vacío, una página en blanco de incertidumbre. Si la vida era una historia, como solía decir el tío Victor, y cada hombre era el autor de su propia historia, entonces yo me la iba inventando sobre la marcha. Trabajaba sin argumento, escribiendo cada frase según me venía y negándome a pensar en la siguiente. Todo eso estaba muy bien, pero ahora no se trataba de si era capaz de escribir la historia improvisándola. Eso ya lo había hecho. La cuestión era qué iba a hacer cuando la pluma se quedara sin tinta.

El clarinete todavía estaba allí, guardado en su estuche junto a mi cama. Ahora me avergüenza reconocerlo, pero casi caí en la tentación de venderlo. Peor aún, un día llegué a llevarlo a una tienda de música para averiguar cuánto valía. Cuando vi que no me darían por él lo suficiente para pagar un mes de alquiler, abandoné la idea. Pero ésa fue la única razón que me evitó la indignidad de llevar a cabo la venta. Cuando pasó el tiempo, comprendí lo cerca que había estado de cometer un pecado imperdonable. El clarinete era mi último lazo con el tío Victor y por ser el último, porque no había más rastros de él, llevaba dentro de sí toda la fuerza de su alma. Siempre que lo miraba sentía esa fuerza en mi interior. Era algo a que agarrarme, una tabla de náufrago que me mantenía a flote.

Varios días después de mi visita a la tienda de música, un desastre menor estuvo a punto de ahogarme. Los dos huevos que iba a poner en un cacharro con agua para hacerme mi comida diaria se me resbalaron de los dedos y se rompieron en —el suelo. Eran los dos últimos huevos que tenía en casa y no pude remediar la sensación de que esto era lo más cruel, lo más terrible que me había sucedido nunca. Los huevos se estrellaron con un ruido desagradable. Recuerdo que me quedé allí parado viendo con horror cómo rezumaban y se extendían por el suelo. Las claras translúcidas penetraron en las grietas y de pronto había suciedad por todas partes, un lodo viscoso de baba y cáscara. Una yema había sobrevivido milagrosamente a la caída, pero cuando me agaché para recogerla, se me escapó de la cuchara y se partió. Me sentí como si hubiera estallado una estrella, como si un gran sol hubiese muerto de repente. El amarillo se extendió sobre la clara y luego empezó a girar en espiral, convirtiéndose en una inmensa nebulosa, en un desecho de gases interestelares. Era demasiado para mí, la última e imponderable gota. Cuando sucedió esto, me senté y me eché a llorar.

Luchando por dominar mis emociones, salí y me permití el lujo de una comida en el Palacio de la Luna. No me sirvió de nada. La autocompasión habla dado paso al despilfarro y me detestaba por haber cedido a ese impulso. Para llevar aún más lejos mi disgusto, empecé con sopa de huevo estrellado, incapaz de resistirme a la perversidad del chiste. A continuación tomé arroz frito, un plato de gambas picantes y una cerveza china. Pero el bien que estos alimentos podían haberme hecho quedó anulado por el veneno de mis pensamientos. El arroz casi me dio arcadas. Aquello no era un almuerzo, me dije, era una última comida, la que se le sirve al condenado antes de arrastrarlo a la horca. Mientras me obligaba a masticar y a tragar, me acordé de una frase de la última carta de Raleigh a su esposa, escrita la víspera de su ejecución:
Mi cerebro se ha roto
. Nada podía haber sido más apropiado que esas palabras. Pensé en la cabeza cercenada de Raleigh, que su esposa conservó en una caja de cristal. Pensé en la cabeza de Cyrano, aplastada por la piedra que le cayó encima. Luego imaginé mi cabeza partida, derramando su contenido como los huevos que se me habían caído al suelo. Sentía que el cerebro se me iba saliendo gota a gota. Me veía hecho pedazos.

Le dejé una propina exorbitante al camarero y volví andando a mi casa. Al entrar en el portal hice una parada rutinaria en el buzón y descubrí que había algo dentro. Aparte de las notificaciones de desahucio, era el primer correo que recibía ese mes. Por breves instantes imaginé que un benefactor desconocido me había enviado un cheque, pero luego examiné la carta y vi que era simplemente una notificación de otro tipo. Tenía que presentarme el 16 de septiembre para un examen médico militar. Teniendo en cuenta mi estado físico en aquel momento, me tomé la noticia con bastante calma. A esas alturas ya apenas tenía importancia dónde cayera la piedra. Nueva York o Indochina, me dije, al final venían a ser la misma cosa. Si Colón confundió América con Cathay, ¿quién era yo para andar con sutilezas geográficas? Entré en mi apartamento y metí la carta en el estuche del clarinete del tío Victor. Al cabo de unos minutos había conseguido olvidarla por completo.

Oí que alguien llamaba a la puerta con los nudillos, pero decidí que no valía la pena hacer el esfuerzo de ver quién era. Estaba pensando y no quería que me molestaran. Varias horas después oí que volvían a llamar. Esta segunda vez, la llamada era muy diferente de la primera y pensé que no podía tratarse de la misma persona. Era un aporreo grosero y brutal, un puño airado que hacía que la puerta temblara, mientras que la primera llamada había sido discreta, casi vacilante: obra de un solo nudillo que enviaba un mensaje íntimo con ligeros golpecitos sobre la madera. Estuve varias horas dándole vueltas en la cabeza a estas diferencias, reflexionando sobre la riqueza de información humana que se esconde en tan simples sonidos. Si las dos llamadas habían sido hechas por la misma persona, pensé, entonces el contraste parecía indicar una tremenda frustración y me costaba trabajo imaginar que nadie tuviera tan desesperada necesidad de verme. Lo cual significaba que mi primitiva interpretación era la correcta. Habían sido dos personas distintas. Una venía como amigo, la otra no. Una era probablemente una mujer, la otra no. Continué pensando en ello hasta que se hizo de noche. En cuanto me di cuenta de que estaba oscuro encendí una vela y seguí pensando en lo mismo hasta que me dormí. Sin embargo, en todo aquel tiempo no se me ocurrió preguntarme quiénes podían haber sido esas personas. Más aún, no hice el menor esfuerzo por comprender por qué no quería saberlo.

Los golpes empezaron de nuevo a la mañana siguiente. Cuando conseguí despertarme lo suficiente como para saber que no estaba soñando, oí ruido de llaves en el descansillo, un trueno estrepitoso que estalló en mi cabeza. Abrí los ojos y en aquel momento la llave entró en la cerradura. El pestillo se corrió, la puerta se abrió violentamente y Simón Fernández, el portero del edificio, entró en la habitación. Lucía su acostumbrada barba de dos días e iba vestido con los mismos pantalones color caqui y la misma camiseta blanca que llevaba desde principios de verano, un conjunto bastante mugriento a aquellas alturas, con manchas de hollín gris y huellas de varias docenas de comidas. Me miró directamente a los ojos y fingió no verme. Desde Navidad, cuando no le di el aguinaldo (otro gasto eliminado), Fernández se habla vuelto hostil. Se acabaron los saludos, la charla sobre el tiempo y las historias sobre su primo Ponce, el que casi había conseguido entrar en el equipo de los Cleveland Indians. Fernández se vengaba actuando como si yo no existiera y hacía meses que no cruzábamos una palabra. Aquella mañana crucial, sin embargo, se produjo un cambio de estrategia. Se paseó por la habitación durante unos minutos, dando golpecitos en las paredes como si las estuviera inspeccionando y luego, al pasar junto a mi cama por segunda o tercera vez, se detuvo, se volvió e hizo un exagerado gesto de sorpresa como si me viera por primera vez.

—Vaya —dijo—. ¿Todavía usted está aquí?

—Todavía estoy aquí —dije—. Por así decirlo.

—Tiene que marcharse hoy —afirmó Fernández—. El apartamento está alquilado para el día uno, ¿sabe?, y Willie viene mañana por la mañana con los pintores. No querrá que los polis tengan que sacarle a rastras de aquí, ¿verdad?

—No se preocupe. Me marcharé con tiempo sobrado.

Fernández miró a su alrededor con aires de propietario, luego meneó la cabeza asqueado.

—Vaya sitio, amigo. Si no le molesta que se lo diga, me recuerda un ataúd. Una de esas cajas de madera en que entierran a los vagabundos.

—Mi decorador ha estado de vacaciones —dije—. Pensábamos pintar las paredes de un azul huevo de petirrojo, pero no estábamos seguros de si iría bien con los baldosines de la cocina. Decidimos pensarlo un poco más antes de lanzarnos.

—Un chico universitario tan listo como usted. ¿Tiene algún problema o qué?

—Ningún problema. Unos cuantos reveses financieros, eso es todo. El mercado ha estado bajo últimamente.

—Si se necesita dinero, hay que trabajar para ganarlo. Que yo sepa, usted se pasa todo el día sentado sobre su culo. Como un chimpancé en el zoo, ¿me entiende? No se puede pagar el alquiler si no se tiene un trabajo.

—Pero yo sí tengo un trabajo. Me levanto por la mañana como todo el mundo y luego intento ver si consigo llegar al final del día. Ese es un trabajo de jornada completa. Nada de diez minutos para el café, nada de fines de semana, nada de pagas extraordinarias, nada de vacaciones. No es que me queje, pero el sueldo es bastante bajo.

—Habla usted como un pirado. Un pirado universitario muy listo.

—No sobreestime la universidad. No es para tanto como se dice.

—Yo en su lugar, iría al médico —dijo Fernández, mostrando de repente cierta compasión—. Quiero decir, basta con mirarle. Está que da pena verle. Ya no le quedan más que huesos.

—He estado a dieta. No es fácil tener muy buen aspecto tomando dos huevos pasados por agua al día.

—No sé —dijo Fernández, siguiendo sus propios pensamientos—. A veces es como si todo el mundo se hubiera vuelto loco. Si quiere que le diga lo que pienso, la culpa es de esas cosas que están lanzando al espacio. Todas esas mierdas raras, los satélites y los cohetes. Si mandas gente a la luna, tiene que pasar algo. ¿Sabe lo que quiero decir? Eso hace que la gente haga cosas extrañas. No puedes joder el cielo y esperar que no pase nada.

Desplegó el ejemplar del
Daily News
que llevaba en la mano izquierda y me enseñó la primera página. Aquélla era la demostración, la prueba definitiva. Al principio no entendía, pero luego vi que era una fotografía aérea de una multitud. Había decenas de miles de personas, una gigantesca aglomeración de cuerpos, más cuerpos de los que yo habla visto nunca reunidos en un sitio. Woodstock. Tenía tan poco que ver con lo que estaba sucediendo entonces que no supe qué pensar. Aquella gente era de mi edad, pero por lo identificado que me sentía con ellos, igual podían haber estado en otro planeta.

Fernández se fue. Yo me quedé donde estaba durante varios minutos, luego me levanté de la cama y me vestí. No tardé mucho en estar listo. Llené una mochila con unas cuantas cosas, me puse el estuche del clarinete debajo del brazo y salí por la puerta. Estábamos a finales de agosto de 1969. Tal y como lo recuerdo, el sol brillaba con fuerza aquella mañana y una ligera brisa soplaba desde el río. Me volví hacia el sur, me detuve un momento y luego di un paso. Después di otro y de esa forma eché a andar calle abajo. No miré atrás ni una sola vez.

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