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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (9 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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Me desperté sintiéndome como si hubiera dormido en un furgón. Acababa de amanecer, y me dolía todo el cuerpo, los músculos se me habían convertido en nudos. Salí cautelosamente de debajo del arbusto, maldiciendo y gimiendo a cada movimiento, y luego examiné mi entorno. Había pasado la noche al borde de un campo de
softball
,
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tumbado en los arbustos que había detrás de la base meta. El campo estaba situado en una hondonada poco profunda y a aquella temprana hora una fina niebla gris flotaba sobre la hierba. No se veía absolutamente a nadie. Unos cuantos gorriones revoloteaban y piaban en la zona que rodeaba la segunda base, un arrendajo azul lanzó un grito desapacible desde los árboles. Esto era Nueva York, pero no tenía nada que ver con el Nueva York que yo había conocido siempre. Carecía de asociaciones, era un lugar que podía haber estado en cualquier parte. Mientras le daba vueltas a esta idea, se me ocurrió de pronto que había sobrevivido a la primera noche. No diré que me regocijé por este logro —el cuerpo me dolía demasiado—, pero supe que había dejado atrás una cuestión importante. Había sobrevivido a la primera noche y si lo había hecho una vez, no había razón para pensar que no pudiera hacerlo nuevamente.

A partir de entonces dormí en el parque todas las noches. Se convirtió en un santuario para mí, un refugio de intimidad contra las rechinantes demandas de las calles. Había tres mil cuatrocientas hectáreas por las que vagar y, contrariamente a la inmensa parrilla de edificios y torres que se elevaban fuera del perímetro, el parque me ofrecía la posibilidad de la soledad, de separarme del resto del mundo. En las calles, todo son cuerpos y conmoción y, quieras o no, no puedes entrar en ellas sin cumplir un rígido protocolo de conducta. Andar entre la gente significa no ir nunca más deprisa que los demás, no quedarte nunca más atrás que tu vecino, no hacer nunca nada que perturbe el flujo del tráfico humano. Si respetas las reglas de este juego, la gente tiende a ignorarte. Hay una mirada vidriosa especial en los ojos de los neoyorquinos cuando van andando por las calles, una natural y quizá necesaria forma de indiferencia hacia los demás. El aspecto que tengas no importa, por ejemplo. Trajes extravagantes, peinados extraños, camisetas con frases obscenas, nadie le presta la menor atención a esas cosas. En cambio, el modo en que actúas dentro de tu ropa es de la máxima importancia. Los gestos raros de cualquier clase son automáticamente interpretados como una amenaza. Hablar en voz alta tú solo, rascarte el cuerpo, mirar a alguien directamente a los ojos, estas desviaciones pueden provocar reacciones hostiles y a veces violentas de las personas que te rodean. No debes tambalearte ni desmayarte, no debes agarrarte a las paredes, no debes cantar, porque todas las formas de conducta espontánea o involuntaria darán lugar con seguridad a miradas reprobatorias, comentarios cáusticos e incluso a veces un empujón o una patada en las espinillas. Yo no estaba tan mal como para recibir esa clase de tratamiento, pero vi que a otros les sucedía y sabía que tal vez llegaría el día en que no podría controlarme. Por contraste, la vida en Central Park permitía una gama mucho más amplia de variables. Nadie te hacía caso si te echabas en la hierba y te dormías en mitad del día. Nadie parpadeaba siquiera si te sentabas debajo de un árbol sin hacer nada, si tocabas el clarinete, o si aullabas a pleno pulmón. Exceptuando a los oficinistas que se quedaban al borde del parque a la hora del almuerzo, la mayoría de la gente que venía allí actuaba como si estuviera de vacaciones. Las mismas cosas que en las calles les habrían alarmado, allí pasaban por diversiones desenfadadas. La gente se sonreía y se cogía de la mano, doblaban el cuerpo en posturas inusuales; se besaban. La actitud era vive y deja vivir y, mientras no estorbaras activamente a los demás, eras libre de hacer lo que quisieras.

No hay duda de que el parque me hizo muchísimo bien. Me dio intimidad, pero más que eso, me permitió fingir que mi situación no era tan mala como era en realidad. La hierba y los árboles eran democráticos y mientras ganduleaba al sol de la tarde o trepaba a las rocas a última hora para buscar un sitio donde dormir, me sentía integrado en el medio, me parecía que hasta para una mirada experta podía pasar por uno más de los paseantes o ciudadanos que merendaban en la hierba. Las calles no daban lugar a tales confusiones. Siempre que caminaba entre la multitud, rápidamente me hacían avergonzarme y tomar conciencia de mí mismo. Me sentía una mancha, un vagabundo, una pústula de fracaso en la piel de la humanidad. Cada día estaba un poco más sucio que el día anterior, un poco más harapiento y confuso, un poco más diferente de los otros. En el parque no tenía que cargar con este fardo de la conciencia de mi aspecto. El parque me proporcionaba un umbral, una frontera, una manera de distinguir entre el interior y el exterior. Si las calles me obligaban a verme como los demás me veían, el parque me daba la posibilidad de regresar a mi vida interior, de valorarme exclusivamente en términos de lo que estaba pasando dentro de mí. Descubrí que es posible sobrevivir sin un techo pero no se puede vivir sin establecer un equilibrio entre lo interno y lo externo. Eso es lo que me dio el parque. Tal vez no era lo que se dice un hogar, pero, a falta de otro refugio, se convirtió en algo muy parecido.

Allí me sucedieron muchas cosas inesperadas, cosas que casi me parecen imposibles al recordarlas ahora. Una vez, por ejemplo, una mujer joven de vivo cabello rojo se me acercó y me puso en la mano un billete de cinco dólares, así por las buenas, sin ninguna explicación. Otra vez un grupo de gente me invitó a compartir con ellos un almuerzo campestre. Unos días después, pasé toda la tarde jugando un partido de
softball
. Teniendo en cuenta mi estado físico en aquellos días, tuve una actuación digna y cada vez que mi equipo bateaba, los otros jugadores me ofrecían cosas: bocadillos, galletas, latas de cerveza, puros, cigarrillos. Eran momentos felices para mí y me ayudaban a soportar las horas más sombrías, cuando parecía que mi suerte se había agotado. Puede que fuera eso lo único que me había propuesto demostrar desde el principio: que una vez que echas tu vida por los aires, descubres cosas que nunca habías sabido, cosas que no puedes aprender en ninguna otra circunstancia. Estaba medio sordo a causa del hambre, pero cuando me ocurría algo bueno, no se lo atribuía tanto a la casualidad como a un especial estado anímico. Si lograba mantener el adecuado equilibrio entre deseo e indiferencia, me parecía que de alguna manera podía conseguir por medio de la voluntad que el universo me respondiera. ¿De qué otro modo podía explicar los extraordinarios actos de generosidad de que fui objeto en Central Park? Nunca le pedí nada a nadie, nunca me moví de mi sitio y, sin embargo, continuamente se acercaban a mí desconocidos y me prestaban ayuda. Debía de existir una fuerza que emanaba de mí hacia el mundo, pensaba, algo indefinible que hacía que la gente quisiera ayudarme. A medida que pasaba el tiempo, empece a notar que las cosas buenas me sucedían sólo cuando dejaba de desearlas. Si eso era cierto, entonces también lo era lo contrario: desear demasiado las cosas impedía que sucedieran. Esa era la consecuencia lógica de mi teoría, porque si me había demostrado que podía atraer al mundo, de ello se deducía que también podía repelerlo. En otras palabras, conseguía lo que quería sólo si no lo quería. No tenía sentido, pero lo incomprensible del argumento era lo que me atraía. Si mis deseos únicamente podían ser satisfechos no pensando en ellos, entonces todo pensamiento acerca de mi situación era necesariamente contraproducente. En el momento en que empecé a abrazar esta idea, me encontré haciendo equilibrios en una imposible cuerda floja de consciencia. Porque ¿cómo se puede no pensar en el hambre cuando estás siempre hambriento? ¿Cómo hacer callar a tu estómago cuando está llamándote constantemente, rogando que lo llenes? Es casi imposible no hacer caso de estas súplicas. Una y otra vez sucumbía a ellas, y no bien lo hacía, sabía automáticamente que había destruido mis posibilidades de recibir ayuda. El resultado era ineludible, tan rígido y preciso como una fórmula matemática. Mientras me preocupara por mis problemas, el mundo me volvería la espalda. Eso no me dejaba otra alternativa que la de apañármelas por mi cuenta, agenciarme lo que pudiera. Pasaba el tiempo. Un día, dos días, tal vez tres o cuatro, y poco a poco borraba de mi mente todo pensamiento de salvación, me daba por perdido. Sólo entonces se producía alguno de los sucesos milagrosos. Siempre me cogían totalmente por sorpresa. No podía predecirlos y, una vez que sucedían, no podía contar con que hubiera otro. Cada milagro era siempre, por lo tanto, el último milagro. Y porque era el último, continuamente me veía arrojado al principio, continuamente tenía que comenzar de nuevo la batalla.

Pasaba una parte de cada día buscando comida por el parque. Esto me ayudaba a reducir los gastos y además me permitía retrasar el momento en que tendría que aventurarme a las calles. A medida que pasaba el tiempo, las calles llegaron a ser lo que más temía y estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para evitarlas. Los fines de semana eran particularmente benéficos en este sentido. Cuando hacía buen tiempo, venía al parque un número enorme de personas y pronto me di cuenta de que la mayoría de ellas comía algo mientras estaba allí: toda clase de almuerzos y meriendas, atiborrándose hasta hartarse. Esto inevitablemente conducía al desperdicio, cantidades ingentes de alimentos desechados pero comestibles. Tardé un tiempo en adaptarme, pero una vez que acepté la idea de llevarme a la boca algo que ya había tocado la boca de otro, encontré un sinfín de comida a mi alrededor. Cortezas de pizza, pedazos de perritos calientes, restos de sandwiches, latas de gaseosa parcialmente llenas salpicaban el césped y las rocas y las papeleras casi reventaban por la abundancia. Para combatir mis remilgos empecé a ponerles nombres graciosos a los cubos de basura. Les llamaba restaurantes cilíndricos, cenas de la suerte, paquetes de asistencia municipal, cualquier cosa que me evitara decir lo que realmente eran. Una vez, cuando estaba revolviendo en uno de ellos, se me acercó un policía y me preguntó qué hacía. Me pilló completamente desprevenido y tartamudeé durante unos momentos, luego afirmé que era estudiante. Le dije que trabajaba en un proyecto de estudios urbanos y llevaba todo el verano realizando una investigación estadística y sociológica sobre el contenido de los cubos de basura de la ciudad. Para respaldar mi historia, saqué del bolsillo mi carnet de estudiante de la Universidad de Columbia, con la esperanza de que no se diera cuenta de que había caducado en junio. El policía examinó la foto por un momento, me miró a la cara, examinó la foto otra vez para comparar y luego se encogió de hombros. Tenga cuidado de no meter la cabeza demasiado, me dijo. Podría quedarse atascado en uno si no va con cuidado.

No es mi intención sugerir que todo esto me agradaba. No había nada de romántico en agacharse a recoger migajas y la novedad que pudiera suponer al principio pronto desapareció. Me acordé de una escena de un libro que leí una vez,
El lazarillo de Tormes
, en el que un hidalgo muerto de hambre se pasea por todas partes con un palillo de dientes en la boca para dar la impresión de que acaba de tomar una copiosa comida. Empecé a adoptar yo también el disfraz del palillo de dientes y siempre cogía un puñadito cuando entraba en una cafetería a tomar un café. Me servían para tener algo que masticar en los largos períodos en que no tenía qué comer, pero además le daban cierto aire elegante a mi apariencia, pensaba yo, un toque de autosuficiencia y tranquilidad. No era mucho, pero necesitaba todos los puntales que pudiera conseguir. Me resultaba especialmente difícil acercarme a un cubo de basura cuando me parecía que alguien me observaba y siempre procuraba ser lo más discreto posible. Si mi hambre generalmente vencía mis inhibiciones, era simplemente porque mi hambre era demasiado grande. En varias ocasiones oí que la gente se reía de mí y una o dos veces vi a niños pequeños señalándome y diciéndoles a sus madres mira a ese bobo que está comiendo basura. Esas son cosas que no se olvidan nunca, por mucho tiempo que haya pasado. Me esforzaba por controlar mi ira, pero recuerdo por lo menos un episodio en el que le gruñí a un crío con tanta furia que se echó a llorar. Pero en general conseguía aceptar estas humillaciones como parte natural de la vida que llevaba. En mis momentos de más fortaleza incluso los interpretaba como una iniciación espiritual, como obstáculos puestos en mi camino para probar mi fe en mí mismo. Si aprendía a superarlos, finalmente llegaría a alcanzar un estado superior de conciencia. En mis momentos menos exultantes, tendía a considerarme desde una perspectiva política, en la esperanza de justificar mi situación viéndola como un desafío al sistema norteamericano. Yo era un instrumento de sabotaje, me decía, una pieza suelta en la maquinaria nacional, un inadaptado cuya función era paralizar los engranajes. Nadie podía mirarme sin sentir vergüenza o indignación o lástima. Yo era la demostración viviente de que el sistema habla fallado, de que la engreída y sobrealimentada tierra de la abundancia se estaba agrietando.

Los pensamientos de este tipo ocupaban buena parte de mis horas de vigilia. Siempre estaba agudamente consciente de lo que me sucedía, pero no bien ocurría algo nuevo mi mente respondía a ello con incendiaria pasión. Mi cabeza ardía de teorías librescas, voces encontradas, complicados coloquios interiores. Más adelante, cuando me rescataron, Zimmer y Kitty no cesaban de preguntarme cómo me las habla arreglado sin hacer nada durante tantos días. ¿No me había aburrido? ¿No lo había encontrado muy tedioso? Eran preguntas lógicas, pero la verdad era que nunca me aburrí. Experimenté toda clase de humores y emociones en el parque, pero el aburrimiento no fue uno de ellos. Cuando no estaba ocupado en asuntos prácticos (buscar un sitio donde dormir por la noche, atender a las necesidades de mi estómago), tenía multitud de actividades a las que dedicarme. A eso de media mañana, generalmente conseguía encontrar un periódico en una de las papeleras y pasaba una hora más o menos leyendo atentamente sus páginas, tratando de mantenerme al día de lo que ocurría en el mundo. La guerra continuaba, naturalmente, pero había otros acontecimientos que seguir: Chappaquidick, los Ocho de Chicago, el juicio de los Panteras Negras, los Mets. Seguí el espectacular descenso de los Cubs con especial interés, asombrándome de lo rápidamente que el equipo se había desmoronado. Me resultaba difícil no ver paralelismos entre su caída desde lo más alto y mi propia situación, pero no me lo tomaba como algo personal. En el fondo, la buena suerte de los Mets me gratificó bastante. Su historial era aún más abominable que el de los Cubs y presenciar su repentino y absolutamente improbable ascenso desde las profundidades parecía demostrar que cualquier cosa era posible en este mundo. Esa idea me proporcionaba consuelo. La causalidad ya no era el oculto demiurgo que gobernaba el universo: abajo era arriba, el último era el primero, el final era el principio. Heráclito había resucitado de su montón de estiércol y lo que tenía que enseñarnos era la más simple de las verdades: la realidad era un yo-yo, el cambio era la única constante.

BOOK: El Palacio de la Luna
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