El Palestino (32 page)

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Authors: Antonio Salas

BOOK: El Palestino
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Después de muchos intentos, un día me sentí más seguro y me decidí por fin a entrar en el gran oratorio. Me asomé tímidamente a la entrada, me descalcé y, como me habían enseñado en Marruecos, me lavé manos, boca, nariz, orejas, antebrazos, etcétera, en la fuente, antes de entrar en la mezquita. Pero estaba demasiado nervioso para rezar. Mi corazón bombeaba más deprisa. Mi respiración se hizo agitada. Me imaginaba siniestros yihadistas terroristas agazapados en el interior, dispuestos a decapitarme con sus enormes dagas de hoja curva en cuanto descubriesen que era un infiltrado. Y pensé en lo mal que tuvo que pasarlo Alí Bey cuando vivió aquella misma situación doscientos años antes.

En cuanto puse mi pie descalzo en el suelo sagrado, creí que todas las miradas se clavaban en mí, a pesar de que el enorme recinto estaba prácticamente vacío y solo un pequeño grupo de estudiantes escuchaban atentamente al imam, en una esquina de la sala, mientras cuatro o cinco hombres leían el Corán o rezaban en silencio desperdigados aleatoriamente. Nadie se molestó en echarme el menor vistazo, pero esa alucinación psicológica es típica en situaciones como esta. Sobre todo cuando llevas, como era el caso, una cámara oculta. Había llegado el momento de empezar a grabar.

Me coloqué en una esquina discreta, en dirección al punto que señala La Meca, e intenté controlar mi corazón, que empujaba a los pulmones tratando de hacerse más sitio en mi caja torácica, para que no se me escapase por la boca, cayese sobre las alfombras persas y lo manchase todo de sangre. Intenté repetir las oraciones que había aprendido en Marruecos:

Pero era inútil, estaba colapsado. Imité los movimientos del rezo, arrodillándome, postrando la cabeza, incorporándome, etcétera, pero mecánicamente. Moviendo los labios como si estuviese rezando, pero demasiado nervioso para recordar la Bismallah y las oraciones que había aprendido en Marruecos. Quizás suene extraño, pero en mi primera visita al corazón de la mezquita, que quedó registrada en mi cámara de vídeo, no fui capaz de rezar.

Entonces me di cuenta de que esto no iba a funcionar si no me lo tomaba más en serio. Era evidente que si solo intentaba parecer un musulmán, mi papel jamás resultaría creíble. Se me habían olvidado las oraciones que había aprendido unos meses antes, como si jamás las hubiese pronunciado. Y en ese momento me propuse, firmemente, que rezaría todos los días. Y todas las madrugadas, siguiendo las tablas con los horarios del
salat
que recogía en la secretaría de la mezquita de Caracas, me propondría cumplir con la oración, uno de los cinco pilares del Islam. Y así lo hice. Y así lo hago, diariamente, desde entonces.

Y al hacerlo me di cuenta de algo extraño. Cuando me despertaba antes del amanecer, hacía las abluciones del
wudu
, desplegaba mi pequeña alfombra verde traída desde La Meca, orientándola en esa dirección con una brújula, y recitaba la Bismallah y algunos versos del Sagrado Corán... me sentía bien. Me sentía más reconfortado, más sereno, más despejado. Incluso más «purificado». Sabía que mi intención con toda esta investigación era sincera. Y si realmente la divina providencia quería que llegase a buen puerto, todo iría bien. Como dice el texto coránico: «¿Cómo no vamos a poner nosotros nuestra confianza en Allah, si nos ha dirigido en nuestros caminos?...» (Corán 14, 12).

Cuando realizaba disciplinadamente el
salat
de la mañana, empezaba el día con más energía que cuando no cumplía con ese precepto islámico. Y por supuesto, practicando todos los días, volví a memorizar las suras del Corán que había aprendido en Marruecos. Y ya no las olvidaría nunca más. Suras y versículos del Corán que podría recitar de memoria, en árabe, en el transcurso de alguna discusión de contenido político, social o religioso, con mis nuevos amigos, y que reforzaban aún más mi identidad como un musulmán devoto.

También recuperé el
tasbith
o rosario árabe, traído desde La Meca, que me habían regalado mis anfitriones en Marruecos. Sus tres secuencias de treinta y tres cuentas conseguían aislarme del mundo exterior unos minutos al día, que me servían para recargar mis energías y reposar mi mente unos instantes. Y me acostumbré a llevarlo siempre enrollado en la muñeca.

Racionalicé aquella sensación. Era evidente que el hecho de madrugar y cumplir con las lavaciones rituales que precedían a la oración de la mañana, y el rato que dedicaba a copiar el Corán a mano, para practicar mi caligrafía árabe, me despejaban. Y esos momentos de serena quietud, de reflexión, que suponen los minutos dedicados a la oración, cinco veces al día, eran con frecuencia el único instante de sosiego en el estrés vertiginoso en que se había convertido mi vida. En medio de las carreras, de un sitio a otro, intentando contactar con tal o cual sospechoso, buscando pistas, contactos, aliados, en países que me eran extraños, los minutos en que me detenía para rezar me cargaban las pilas y renovaban mis energías. Así que, por qué no reconocerlo, me gustaba ese sentimiento.

Volví un par de veces a la mezquita, solo, y ya no sentí temor. Al contrario. Por primera vez pude disfrutar del ambiente de recogimiento, de espiritualidad y de serenidad que se puede percibir en el interior de una mezquita. Supongo que la misma sensación que se puede experimentar en una iglesia, en una sinagoga o en un templo budista cuando no se celebra ningún culto, y te encuentras a solas contigo mismo. Y también me gustó esa sensación.

Así que finalmente me decidí a acudir a la mezquita en viernes. Como un musulmán más. Y no me costó ningún esfuerzo integrarme. Los hermanos musulmanes me aceptaron en la mezquita de Caracas con la misma naturalidad y amabilidad con la que me habían aceptado antes en las mezquitas de Rabat, Meknes o Casablanca, y con la que me aceptarían después en las mezquitas europeas de España, Portugal o Suecia. Con una salvedad. Por aquel entonces, y aquello me facilitaba mucho las cosas, en la mezquita de Caracas ya existían dos imames que impartían el sermón del viernes. Uno lo hacía en árabe, y mi conocimiento de la lengua era insuficiente para comprender más que palabras sueltas; pero otro lo hacía después en español. Era evidente que la comunidad de musulmanes conversos que acudía a la mezquita era lo bastante amplia como para justificar una traducción del sermón a nuestro idioma. En España, como comprobaría personalmente, aún tardarían un par de años en hacer lo mismo. Y eso ocurriría debido al brutal incremento de musulmanes provenientes de países subsaharianos como Senegal, Nigeria, Mali, etcétera, que estaban llegando de manera ilegal a la península Ibérica entre 2006 y 2008, y que no hablaban árabe. Aquellos musulmanes africanos, que desbordaban las mezquitas españolas o portuguesas, aprendían castellano o portugués para poder sobrevivir en su país de acogida, pero no dominaban el árabe, y por esa razón en muchas mezquitas de la Península terminaría por disfrutar asimismo de una traducción de los sermones, que había presenciado en primer lugar en las mezquitas venezolanas.

Mi primer rezo del viernes en la mezquita me impresionó profundamente. Era una experiencia desbordante. Del todo diferente al rezo en una iglesia cristiana. Tras el sermón del imam, cientos y cientos de hermanos musulmanes nos alineamos en filas compactas. Sin temor al contacto físico. Mis codos rozan los de los hermanos que están a ambos lados, y los pies también. El imam canta la Bismallah: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Dueño del día del Juicio. Te adoramos y te pedimos ayuda. Condúcenos por el camino recto...». Y después todos juntos, como una sola voz que surge de lo más profundo de nuestras gargantas, haciendo vibrar hasta la última columna de la mezquita respondemos «Amin» («Así sea»), con la rotundidad de un mantra. Y a la señal del imam, «allahu akbar», hacemos una genuflexión en señal de reverencia. Al mismo tiempo, como si fuésemos partículas de un solo cuerpo. El mismo día, a la misma hora, en todas las mezquitas del país, cientos de miles de musulmanes nos arrodillábamos a la vez y postrábamos nuestra frente en el suelo, en dirección a La Meca, en señal de sometimiento.
Allahu akbar
...

El ciclo de la oración y las genuflexiones se repite dos veces, concluyendo con el deseo de paz y misericordia a tus hermanos de derecha e izquierda; «assalamu alaykum rahmatu Allah». Y finalmente, igual que los cristianos se «dan la paz» al final de la santa misa, los musulmanes estrechamos la mano de nuestros hermanos, a derecha e izquierda.

Es muy difícil explicar el torrente de sensaciones incontenibles e inesperadas que me embargaron en aquel primer rezo del viernes, ya integrado en la comunidad islámica. Si Alí Bey pudiese leerme, creo que coincidiría conmigo en que quizás
confusión
sería el término más aproximado. Aquel colectivo que unos meses atrás consideraba una religión fanática, radical y violenta hacía fluir en mi interior sensaciones que casi había olvidado. La conciencia plena de pertenecer de nuevo a una comunidad. Salvando las distancias, era algo similar a aquella sensación de formar parte de un clan, de una manada, que experimenté durante mi infiltración en el movimiento skinhead, aunque sin el componente violento intrínseco al movimiento neonazi. En la mezquita, al menos antes y después del sermón del imam, no existía nada que sugiriese violencia. En cuanto al sermón, es evidente que, cuando el tema tratado por el imam versaba sobre las víctimas de los bombardeos en Líbano, Palestina o Afganistán, resultaba difícil evitar la crispación. Algo que no intento excusar, porque no es necesario.

Al sentirme cómodo en mi papel como musulmán, decidí dar un paso más. Qué mejor forma de terminar de integrarme en la comunidad islámica de Caracas que ganarme a su director. Así que solicité una entrevista con el sheikh Mohammad Alí Ibrahim Bokhari, director de la Liga Mundial Musulmana de Venezuela. Confiaba en que eso me ayudaría a asentar mi personaje, antes de salir hacia Isla Margarita en busca de los campos de entrenamiento de Al Qaida, que continuaban denunciando la inteligencia norteamericana y la oprimida prensa antichavista. Hacía meses que tenía mi propia página web y que participaba en muchos foros islámicos en Internet, como el moderado por el comandante Teodoro desde el estado fronterizo de Zulia, o el de mi hermano
Salaam1420
en España, y le propuse al Imam una entrevista que pudiese colgar en Internet, en dichos foros islámicos, «para que otros musulmanes latinos pudiesen conocer su pensamiento...».

Mohammad Bokhari: el imam de la M-30... en Caracas

El director del Centro Islámico de Caracas no hablaba suficiente español, ni yo suficiente árabe, como para completar la entrevista en una sola lengua, así que me ofrecieron la posibilidad de un traductor. De esta forma conocí a mi querido amigo Mohamad A. Saleh, que amablemente se prestó a hacer de intérprete. Se acercaba el Ramadán, que ese año 2006 llegaría en septiembre, y también la primera visita oficial a Venezuela de Mahmoud Ahmadineyad, presidente de Irán, ese mismo mes. Poco después, el 3 de diciembre, Hugo Rafael Chávez Frías se enfrentaría a la prueba de fuego. Las urnas decidirían si Chávez seguía en el poder o Manuel Rosales tomaba el relevo. ¿Qué pensaba la comunidad árabe residente en Venezuela de todo ello?

Mohammad Alí Ibrahim Bokhari nació en la sagrada ciudad de La Meca, Arabia Saudí. Profesor y teólogo islámico, cuando lo conocí apenas hacía seis meses que había llegado a Venezuela. Antes ejercía en su Arabia natal y anteriormente, otra coincidencia sorprendente, había sido durante cuatro años el responsable de la Gran Mezquita de la M-30, en Madrid. Para el imam: «En Occidente hay diferentes posiciones hacia el mundo árabe y el Islam. Hay radicales que ven una amenaza en los árabes y hay gente que tiene cultura, que conoce el mundo árabe y la fe musulmana, y no tiene ningún problema ni miedo. La diferencia entre América Latina y el resto de Occidente, con respecto al mundo árabe, está hasta en el aspecto de las personas, que se parecen más a las de Medio Oriente. La gente latinoamericana es más sociable, uno puede integrarse y mezclarse de forma mucho más rápida que en Occidente».

Bokhari había estudiado la presencia islámica en América Latina desde hace siglo y medio: «La existencia actual tiene casi ciento cincuenta años, desde las primeras migraciones a finales del siglo
XIX
. Y, a lo largo de todo el
XX
, comenzó a aumentar la presencia de árabes y de la fe musulmana. Aunque la primera presencia musulmana vino con los esclavos africanos, allá por el siglo
XVII
o
XVIII
, cuando los españoles importaban esclavos negros para trabajar la tierra». Sin embargo, en este siglo y medio la presencia árabe había aumentado notablemente en toda América, incluyendo Venezuela:

—Pasa de veinte millones. En Venezuela puede haber unos quinientos mil árabes y otros quinientos mil musulmanes no árabes. En Brasil, unos cinco millones de libaneses, tanto musulmanes como cristianos. Pero no hay estadística, no hay censo. No se sabe la cantidad exacta.

En cuanto le pregunté por Chávez, al imam se le escapó una sonrisa:

—Yo considero que el presidente de la República, Hugo Chávez, es una persona libre. Se expresa libremente. Las cosas que dice y hace siguen las ideas de Simón Bolívar el Libertador. No es que ame en especial a los árabes, es que está aplicando sus principios y su revolución a todos los pueblos del mundo y a todas las causas justas. Chávez es un hombre culto y educado, que lee mucha historia y en consecuencia todas sus posiciones emergen de su base cultural e histórica.

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