Anton notó que el corazón le latía como loco.
Si resultara que Tía Dorothee había descubierto su tienda de campaña, quizá le estuviera acechando por allí desde algún sitio...
¿O habría sido Lumpi?
En cualquier caso, Anton estaba amenazado.
Sin embargo, Anton se dio cuenta después de que aún había demasiada claridad... ¡y que era imposible que uno de los vampiros hubiera podido abrir la cremallera!
¿Habría sido acaso la señora Virtuosa? Anton recordó que antes de la cena la había visto salir al jardín con una gran cesta llena de ropa. Sí:
ella
había sido quien había abierto la cremallera... ¡Anton estaba completamente seguro!
¡De repente casi tuvo que reírse del pánico que había sentido al ver abierta la entrada de la tienda de campaña! Al parecer, el encuentro con Lumpi le había afectado a los nervios más de lo que él había creído.
¡Anton esperaba que aquella noche fuera algo menos agitada!
Se metió en la tienda de campaña.
Su saco de dormir estaba enrollado en una esquina, igual que como Anton lo había dejado... y tampoco había señal alguna de que alguien hubiera estado husmeando por allí dentro.
Realmente Anton tenía previsto desenrollar el saco de dormir y ponerse cómodo encima de él..., ya sólo por principio, pues, al fin y al cabo, el saco de dormir era un regalo de Navidad y los regalos están para utilizarlos.
Sin embargo, Anton se sentía tan intranquilo que prefirió echar a volar en seguida..., y además le pareció que ya había esperado lo suficiente.
Abandonó la tienda de campaña y cerró la cremallera.
Entretanto ya se había hecho casi de noche.
Palpitándole el corazón, se puso la capa de vampiro y sintió cómo un agradable cosquilleo se extendía por todo su cuerpo.
Y aquel cosquilleo aumentó todavía más cuando extendió los brazos, los movió arriba y abajo con fuerza y se elevó en el aire.
Anton voló siguiendo el mismo recorrido que la noche anterior. Lo único fue que en aquella ocasión no aterrizó en el lindero del bosquecillo de abetos, sino que siguió volando hasta que vio ante sí las medio derruidas murallas exteriores del castillo en ruinas.
Súbitamente puso rumbo hacia un árbol que había cerca de la puerta principal del castillo y se escondió entre las ramas.
Anton se encontraba ahora apenas a un tiro de piedra de las ruinas del castillo y de sus atroces habitantes... Atroces, al menos, por lo que se refería a los parientes de Anna y de Rüdiger...
Sintió que de repente perdía el valor.
¡La idea de regresar a la posada de la señora Virtuosa antes de que le pudieran ver un par de agudos ojos de vampiro le fue invadiendo y atrayéndole, atrayéndole muchísimo!
Un par de agudos ojos de vampiro...
Mientras Anton miraba hacia las ruinas le pareció de pronto como si algo se hubiera movido junto a la puerta principal del castillo.
Su corazón estaba martilleando como loco.
No, no se había equivocado: ¡Allí había alguien!
Una gran figura con capa negra daba la vuelta con lentos pasos a la puerta principal del castillo: ¡Sin duda era un vampiro! ¿Estaría el vampiro esperando a alguien? ¿Estaría incluso —a Anton le entraron escalofríos— esperándole a él?...
Lo único extraño era que el vampiro no miraba para nada a su alrededor. Observaba fijamente el suelo como si estuviera buscando huellas... ¿Buscaría acaso... huellas humanas?
Anton oyó entonces unos pasos que se arrastraban, acompañados de un sonido traqueteante, y luego vio a un segundo vampiro más pequeño que, apoyado en un bastón, se aproximaba desde el salvaje jardín del castillo en ruinas.
Cuando el vampiro del bastón ya casi había llegado a la puerta principal, exclamó con una voz alta y fina:
—¿Lo has encontrado, Wilhelm?
¿Se referiría a él? A Anton se le heló la sangre en las venas.
—No —contestó con voz apagada el vampiro grande—. Todavía no.
Seguro que aquél era Wilhelm el Tétrico, el abuelo de Anna, Rüdiger y Lumpi.
El pequeño vampiro le había contado de él que siempre estaba muy hambriento...
—¡Entonces deja ya de buscar! —dijo el vampiro del bastón.
¿Sería Sabine la Horrible? A Anton le entraron temblores al recordar que la había visto yaciendo en el ataúd... con la
Crónica de la familia Von Schlotterstein
, una muletilla, un bolso, unos guantes y unas zapatillas a su lado. Sonreía en mitad del sueño y Anton había visto sus blanquísimos y afiladísimos dientes de vampiro...
—¡Pero si tengo que haberlo perdido por aquí! —repuso Wilhelm.
Anton aguzó el oído. «¿Perdido?»
Entonces..., entonces el vampiro grande no le estaba buscando a él...
—¡Pero si lo que estás haciendo no es más que perder el tiempo! —dijo el vampiro más pequeño.
—¿Perder el tiempo? —bufó Wilhelm—. ¿Llamas tú perder el tiempo a intentar recuperar mi gemelo de plata, que me lo regaló el Conde Drácula en persona?
—Al Conde Drácula le daría absolutamente igual que lo hayas perdido o que no —contestó el vampiro más pequeño.
—¡Pero a mí sí que no me da igual! —dijo Wilhelm—. El gemelo es el único recuerdo que tengo de él. —Y en un tono cargado de reproches añadió—: Los otros recuerdos los tienes
tú
a buen recaudo en
tu
ataúd: ¡las zapatillas de terciopelo negro que tanto le gustaban al Conde Drácula, el cubierto de perlas y los guantes de su... tan temprana y tristemente extinguida Carmelia, Condesa de Drácula!
—¡Porque conmigo es donde están más seguros! —repuso muy dignamente Sabine la Horrible—. Al fin y al cabo, en nuestra familia yo soy uno de los vampiros más viejos, más experimentados y más perspicaces.
—Pues a mí no me parece de especial perspicacia que le permitas a Rüdiger leer nuestra
Crónica de los Von Schlotterstein
—gruñó Wilhelm.
—¡No entiendes nada! —repuso Sabine la Horrible—. Habida cuenta de las amenazas que caen sobre nuestra estirpe, todo Von Schlotterstein debe estar al corriente de la larga y honorable historia de nuestra familia.
—Pero Rüdiger precisamente... —dijo Wilhelm expresando sus dudas.
—¡Sí, precisamente Rüdiger! —contestó Sabine la Horrible enarbolando su bastón para reforzar sus palabras—. Él se ha decidido a volverse maduro y sabio como un vampiro adulto: ésas fueron sus propias palabras… ¡Ay, si Anna hiciera también por fin otro tanto! —suspiró—. Y además —continuó diciendo en voz más alta—: ¡nuestro Rüdiger se está tomando muy en serio su tarea! He estado en la capilla del castillo y me he convencido de que estudia con ahínco y concienzudamente. Imagínate: ¡Ya ha llegado a la edad de trece años para un vampiro!
—¿De verdad? —dijo Wilhelm... no muy impresionado, según le pareció a Anton.
—¡Sí, trece! —volvió a decir Sabine la Horrible—. Y ahora me marcho volando. Mi estómago —se rio irónicamente— ya está gruñendo mucho.
Dicho aquello hizo desaparecer su bastón bajo la capa, hizo un par de movimientos con los brazos y salió volando.
—¡Pero espérame! ¡Voy contigo! —exclamó Wilhelm—. Mañana seguiré buscando.
Anton respiró aliviado cuando vio a los dos marcharse de allí volando.
Aún esperó un momento.
Sin embargo, todo seguía en calma.
Entonces se elevó con cuidado en el aire, sobrevoló la puerta principal del castillo y aterrizó en el jardín de las ruinas..., junto a un par de matorrales de mediana altura.
Anton podía ver desde allí la luz que caía sobre el patio a través de las angostas y enrejadas ventanas de la capilla del castillo. «¡Espero que Rüdiger esté solo!», pensó angustiado.
Anton sintió un gélido estremecimiento al pensar que en la capilla podían estar también otros parientes del pequeño vampiro —Tía Dorothee, por ejemplo, o Hildegard la Sedienta— para convencerse de la dedicación de Rüdiger.
Se dirigió vacilante hacia las iluminadas ventanas volviéndose preocupado a mirar una y otra vez. Sobre todo no quitaba ojo a la torre del castillo, pues Anna le había contado que la azotea de la torre era la pista de aterrizaje y despegue preferida de los vampiros.
Anton oyó un aleteo en el aire y casi se le para el corazón del susto, pero luego se dio cuenta de que sólo era un pájaro.
Sin embargo, su corazón latía en aquel momento de una forma completamente arrítmica... y en los últimos pasos antes de llegar a la capilla del castillo las piernas se le fueron volviendo cada vez más pesadas.
Por fin llegó a la capilla.
Anton se puso de puntillas para poder atisbar el interior... y estuvo a punto de pegar un grito de alegría y de alivio: el pequeño vampiro estaba sentado ante el atril más solo que la una, con la cabeza sujeta entre las manos, leyendo la
Crónica de la familia Von Schlotterstein
.
En el atril había cuatro grandes velas blancas encendidas y, al igual que ocurriera dos días antes, cuando vio por primera vez al pequeño vampiro leyendo la
Crónica
, la capilla se encontraba iluminada por otras veinte velas o más que estaban en el suelo, en los nichos de las paredes o en los salientes de los muros. Una auténtica iluminación de ceremonia que para Anton tenía una gran ventaja: podía ver cualquier rincón de la capilla y convencerse de esa manera de que Rüdiger estaba realmente solo.
Anton respiró aliviado.
Se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta de entrada de la capilla y tiró hacia abajo del oxidado picaporte.
La pesada puerta chapada en hierro se abrió con un estremecedor chirrido.
Antes de que pudiera advertirlo alguno de los parientes del pequeño vampiro que quizá estuviera todavía revoloteando cerca del castillo en ruinas, Anton entró apresuradamente cerrando la puerta tras sí.
Le vino una vaharada de un olor extraño y agrio: una aturdidora mezcla de olor a vela y podredumbre.
Anton tuvo que toser y así su «¡Hola, Rüdiger!», que él había querido pronunciar en tono amistoso, sonó más bien a molesto.
Sin embargo, hubiera sonado como hubiera sonado, el pequeño vampiro ni siquiera levantó la cabeza. Permaneció inclinado sobre la
Crónica
y ni el más mínimo movimiento indicaba que se hubiera dado cuenta siquiera de que estaba allí Anton.
Anton dio un par de pasos cautelosos hacia el interior de la capilla.
¿Estaría Rüdiger acaso... enfermo?
¿O sería que no le hacía caso porque estaba enfadado con él? ¡Al fin y al cabo, el día anterior Anton no había acudido a su cita!
—Yo iba a haber venido... —empezó a decir acobardado, Anton... y entonces el pequeño vampiro levantó la vista de la
Crónica
.
Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y en el rabillo le brillaban las lágrimas.
—¡Vete! —dijo con una voz que parecía carecer de toda chispa de vida—. ¡Vete y déjame en paz!
—Pero... —dijo Anton tragando saliva—. Nosotros..., ¡nosotros somos amigos! Yo... ¿No puedo ayudarte?
—¿Ayudarme? —repitió apático el vampiro—. Nadie me puede ayudar; nadie excepto...
Se interrumpió bruscamente.
—¡Oh, Olga! —exclamó después, y sus sollozos se volvieron tan fuertes que Anton retrocedió asustado hasta la puerta.
—¿Qué pasa con Olga? —preguntó con aprensión Anton.
—¡Oh, aquella atroz noche en Transilvania! —contestó el pequeño vampiro invadido por el dolor—. ¡Lo que tuvo que pasar Olga! ¡Cómo tuvo que temblar!
—¿La noche en Transilvania? —repitió Anton.
¿Era posible que la aflicción de Rüdiger tuviera que ver con un suceso que había leído en la
Crónica de la familia Von Schlotterstein
?
—¡Ay, si yo pudiera decirle la pena que ella me da! —se lamentó el pequeño vampiro—. ¡De todo esto yo no sabía absolutamente nada!
—¿Saber? —dijo Anton—. ¿El qué?
El pequeño vampiro rompió en sollozos de nuevo y buscó un pañuelo debajo de su capa. Al final sacó un trozo de tela gris salpicado de manchas en el que se sonó largamente y a fondo.
—El terrible suceso del sótano del castillo —explicó con voz ronca—. El shock que Olga sufrió aquella horrible noche.
Se limpió con detenimiento la nariz.
Finalmente dijo haciendo esfuerzos por controlarse:
—Pero quizá no sea tan malo que hayas venido tú hoy, Anton. ¡Ahora por lo menos tengo a alguien con quien compartir mis penas!