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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (6 page)

BOOK: El pequeño vampiro se cambia de casa
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—Esto no es la cripta —gruñó dando media vuelta.

—¿A..., adonde vas? —exclamó Anton.

Pero el pequeño vampiro había desaparecido ya de su vista.

—Y ahora va y me deja solo —murmuró.

—Pero me tienes a mí —sonrió Anna. Dicho esto, rodeó con sus brazos el cuello de Anton y se apretó contra él. Anton sintió cómo se le desmayaba el estómago... ¡y eso seguro que no era debido al aire cargado!

Mientras bailaban, él la observaba arrobado: ella tenía los ojos cerrados y tarareaba en voz baja. Su pequeña boca, roja como una cereza, sonreía, y sus mejillas se habían sonrosado como si viviera de verdad. Sólo su capa raída recordaba que era un vampiro. Pero ¿lo era, después de todo, mientras no tuviera aún dientes de vampiro?

Ahora abrió los ojos.

—Es hermoso, ¿no? —susurró.

—Sss..., sí —tartamudeó Anton.

—¿Y qué te parezco yo?

—¿Tú? —dijo tragando saliva—. Dulce.

—¿De veras? —exclamó tiñéndose aún más sus mejillas—. ,.¡Ay, Anton! —se puso de puntillas y lo besó en la boca.

Anton se quedó como si hubiera echado raíces. Se imaginó que todos los vampiros del salón tenían que estar mirándolos. No podía comprender en absoluto que siguieran bailando como si no hubiera ocurrido nada.

—¿No estarás enfadado conmigo? —preguntó con cautela Anna después de un rato.

—No —murmuró Anton apocado.

Ella suspiró aliviada.

—¿Sabes?, yo siempre soy así de exaltada —declaró—. Rüdiger dice que debería ser más dueño y señor de mis actos. Pero yo no quiero ser, en absoluto, un señor —añadió con picardía—. ¡A lo sumo, una dama!

Mientras ella hablaba, Anton se pasó una vez rápidamente la lengua por la boca. Sintió los labios secos y planos y no había en ellos la más pequeña gota de sangre.

—¿Qué te parece realmente la fiesta? —preguntó Anna.

—¿La fiesta? —dijo Anton mirando inseguro hacia su alrededor—. Me parece algo anticuada.

—¿No es cierto? —asintió Anna—. Yo quería que pusieran una discoteca abajo, en las mazmorras. Pero los vampiros viejos se opusieron —levantó la vista hacia el órgano y contrajo su cara—. Siempre esta música ratonera —protestó.

—Podríamos ir a tomar un poco de aire fresco —propuso Anton, a quien, entre tanto, había empezado a retumbarle la cabeza.

—¡Oh, sí! —exclamó entusiasmada Anna—. ¡Pasearemos a la luz de la luna!

Lo tomó de la mano con ternura y lo llevó hacia la salida.

Espanto bajo la luz de la luna

Ambos atravesaron el pabellón y fueron a dar a una sombría caja de escalera. La gran puerta de entrada sólo estaba entornada y salieron a un jardín lleno de maleza. La hierba allí estaba crecida hasta la altura de la rodilla y las matas y arbustos habían cubierto hacía mucho tiempo los caminos.

Anna tomó la mano de Anton y recostó la cabeza en su hombro.

—Se..., se me ha dormido la pierna —tartamudeó Anton, a quien se le hacía molesta la excesiva familiaridad de Anna. Se agachó y empezó a darse masajes en la pierna.

—Amo las noches de luna llena —dijo Anna dando vuelo a su fantasía; y alzando la voz dijo—: ¿Ves allí la luna? Sólo puede verse la mitad y, sin embargo, es redonda y hermosa. Así son muchas de las cosas de las que nos burlamos tranquilamente porque nuestros ojos no las ven.

Anton le lanzó una mirada de sospecha.

—¿Es tuyo? —preguntó.

—No —se rió—; pero ¿no es hermoso? Cuando brilla la luna me pongo siempre melancólica —miró a Anton con grandes ojos y, lentamente, una lágrima corrió por sus mejillas.

—¿Y por..., por qué lloras? —preguntó Anton desvalido.

—¡Porque soy tan feliz...! —susurró y salió corriendo.

—¡Anna! —gritó desconcertado Anton.

Nadie contestó. Sólo entre los avellanos se oyó un leve rumor.

—¡Anna! —gritó de nuevo.

Esta vez contestó una voz:

—¡ Aquí estoy!

¿Era ésa la voz de Anna? ¿No había sonado demasiado grave? Una horrible sorpresa surgió en Anton. Permaneció sin moverse y contuvo la respiración.

—¿Dónde estás? —gritó la voz; ahora ya no había duda alguna: ¡no podía ser Anna de ninguna manera!

Pero ¿quién sería entonces? Le vinieron a la memoria las historias sobre hombres-lobo que Rüdiger le había contado...

Algo despedía luz entre las matas. Sintió de repente un deseo inexplicable de estar allí y, sin poderlo evitar, dio un par de pasos lentos.

Entonces le agarraron de la capa por detrás.

—¡Anton! —oyó exclamar suplicante.

¡Era Anna!

—¡Rápido! ¡A la casa! Allí arriba, Tía Dorothee...

Anton vio salir una sombra de entre las matas que se aproximaba a ellos a gran velocidad; pero ya habían alcanzado la puerta y la cerraron de golpe tras sí.

Temblando con todo el cuerpo, Anna se apoyó contra la puerta cerrada.

—Casi te atrapa —susurró ella—. Y hubiera sido culpa mía.

—Pensaba que ella estaría en la fiesta —dijo Anton.

—Eso pensaba yo también —dijo Anna en voz baja. Sus labios temblaban y su rostro se había vuelto blanco como la leche—. ¡Anton, no debes quedarte solo nunca más a la luz de la luna!

—Nnn..., no —dijo Anton perplejo—. Yo tampoco lo quería...

—Lo sé —dijo ella avergonzada—. ¿Volvemos a la fiesta?

—¿Y Tía Dorothee? —preguntó Anton.

—Ella no te puede hacer nada allí dentro —aclaró Anna—. Por eso se quería fortalecer antes.

—¿Fortalecer llamas tú a eso? —dijo Anton indignado tocándose el cuello.

Ella se rió.

—¡Ven! Quizá se vaya ya a adjudicar el premio al aroma.

Quién despide el mejor aroma

Cuando ambos entraron en el salón de la fiesta, la música de órgano había cesado. Los vampiros habían vuelto a sus mesas y miraban cautivados fijamente a un vampiro pequeño y algo inclinado que estaba de pie sobre un pedestal en el centro del salón.

—Elizabeth la Golosa —susurró Anna, que había encontrado aún dos sitios libres cerca de la entrada.

Al contrario que la mayoría de los vampiros, que parecían conceder poca importancia a su aspecto externo, Elizabeth la Golosa estaba muy cuidadosamente arreglada: llevaba una capa de seda negra sin manchas, sus cabellos grises estaban ondulados en elegantes ricitos y en sus flacos dedos había relucientes anillos.

—¡Queridos amigos! —empezó a hablar—. ¡Me alegro de que hayáis venido! ¡Y ahora vamos a empezar nuestro concurso «¿Quién despide el mejor aroma?»! El jurado está constituido en esta ocasión por: Magdalene la Bífida, Günther el Bondadoso y Elke la Infame. Ruego al jurado que ocupen sus sitios.

Los que habían sido nombrados subieron al estrado junto a ella.

—La de las gafas es Magdalene —susurró Anna—. ¡Piensa que tiene las piernas más bonitas entre todos los vampiros!

—¿De veras? —dijo Anton riéndose para sus adentros.

De debajo de la capa de Magdalene, que sólo llegaba hasta las rodillas, salían dos cortas y gruesas piernas que eran todo menos bien formadas.

—¿Por qué se llama él Günther el Bondadoso? —preguntó Anton.

—¿No ves lo delgado que está? —se rió Anna—. Es tan bondadoso que siempre cede la preferencia a otros vampiros.

Elke la Infame sacaba la cabeza a los otros dos. Para un vampiro tenía una pinta sorprendentemente buena, según le pareció a Anton, pero la envidia y los celos habían causado profundas arrugas en su cara.

—¡Y ahora ruego a todos aquellos que quieran tomar parte en el concurso que vengan aquí y se coloquen en fila! —gritó Elizabeth la Golosa.

En seguida se levantaron unos diez vampiros de sus asientos.

—¡Rogaría ahora al primer concursante que se presente a la vampiresca reunida!

Un atlético vampiro de cráneo anguloso y completamente calvo subió al estrado.

—Yo soy Jorg el Colérico —dijo con voz chirriante—. ¡Me he apuntado al concurso porque creo que tengo un olor particularmente aromático!

—¡Déjame oler! —dijo con voz meliflua Magdalene la Bífida olisqueando examinante a su alrededor. Günther el Bondadoso y Elke la Infame siguieron su ejemplo. Después se miraron y asintieron.

—¡El siguiente! —gritó Elizabeth la Golosa.

Un vampiro alto y delgado vino a continuación.

—Yo soy Hannelore la Impaciente —dijo con elevada voz de falsete—. Mi especialidad es el olor a bosta de caballo.

Después que el jurado del premio la hubo olfateado también, vinieron aún un vampiro engreído, con papada y morritos de cerdo, una muchacha vampiro de mejillas hundidas, un vampiro con anteojeras y un vampiro en activo desde tiempos antiquísimos que ya sólo podía hablar siseando, puesto que le faltaban todos los dientes, excepto los colmillos.

Entonces subió al estrado un alto vampiro ancho de hombros.

—¡Mi nombre es Lumpi el Fuerte —exclamó hacia la sala entera— y soy famoso por mi olor a moho!

Anna se tapó la boca con las manos.

—Pero si Lumpi no despide ningún aroma... —murmuró—, sólo huele...

Con gesto triunfal Lumpi se vanagloriaba sobre el estrado y se dejaba oler.

—Completamente petulante —siseó Anna.

Tras Lumpi se presentaron al jurado y al público otros dos concursantes. Con ello había terminado la primera parte del concurso.

Sabine la Horrible se sentó nuevamente al órgano y tocó mientras los miembros del jurado se reunían con Elizabeth la Golosa para determinar el vencedor.

—¿Crees que va a ganar Lumpi? —preguntó susurrando Anton.

Anna negó con la cabeza.

—¡Nunca! He estado antes sentada junto a Hannelore la Impaciente. ¡En comparación con ella, Lumpi no es absolutamente nada! ¡Y quién sabe qué aroma tienen los demás!

En ese momento Elizabeth la Golosa levantó los brazos e instantáneamente se calló la música.

—¡Queridos amigos! —gritó con voz trémula—. El vencedor de nuestro concurso de hoy, el vampiro que mejor aroma despide, es... —aquí hizo una pequeña pausa y miró una vez más a los candidatos por orden—, ¡Jorg el Colérico!

Se produjo un clamoroso aplauso. Jorg el Colérico llegó tropezando a la escena e hizo una reverencia.

—¡Y como premio, una manta guateada para el ataúd! —exclamó entregándole un paño negro.

—Ahora Lumpi estará molesto —susurró Anna.

—¡Pero si ha sido justo! —dijo Anton.

—Lumpi se cree tratado siempre injustamente —aclaró Anna—, y entonces es mejor no ponerse en su camino. ¡Ven, mejor vámonos!

—¿Y Rüdiger? —preguntó Anton.

—Ya sabrá encontrar solo el camino devuelta.

Vuelo de regreso

—¿Y si ahora me atrapa Tía Dorothee? —preguntó Anton cuando salieron a la plataforma de la torre del castillo.

—¡Ah! —dijo Anna haciendo un ademán negativo—; ésa estará aún al acecho en el jardín.

Ella se elevó en el aire y también Anton desplegó los brazos y voló.

—¡Aire fresco! —gimió él, inspirando profundamente.

—¿Y mi «muftí elegante»? —preguntó Anna dolida—. ¿No hueles mi perfume?

—Sí, sí —dijo Anton rápidamente. Un auténtico mal olor era inequívoco, pero aquí, en cielo abierto, apenas si se notaba.

—¡Hoy me he perfumado mucho a propósito! —declaró—. ¡Y sólo para ti!

—Muy amable por tu parte —murmuró Anton.

—¿De verdad quieres ir ya a casa? —preguntó Anna mirando a Anton con ojos brillantes.

—¿Por qué no? —preguntó sorprendido.

—Bueno —dijo ella sonriendo—, es que aún podríamos hacer algo. Por ejemplo, yo siempre he querido ir a una discoteca.

—¡Una discoteca! —dijo Anton con desdén—. Pero si eso es aburrido.

—¿Tú crees? —preguntó Anna.

—¡Claro! —dijo Anton—. ¡Todo es sólo para hacer el agosto!

—Entonces podemos ir a nadar —propuso Anna—. ¡Nadar a la luz de la luna; eso es muy romántico!

—Yo..., no tengo aquí bañador —dijo Anton sonrojándose.

—¿Y qué? —se rió ella—. Yo tampoco.

—Estoy acatarrado —dijo Anton estornudando para corroborarlo.

—¡Bah! —gruñó Anna—. No tienes ganas de nada.

—Mi..., mis padres van a volver también en seguida —tartamudeó Anton.

—Está bien —dijo ella furiosa.

Durante un rato siguieron volando en silencio uno junto al otro. Anton se enojó consigo mismo. ¡Siempre tenía que preocuparse por el mal humor!

—¿Quieres que te cuente un chiste? —preguntó finalmente.

—Si tú quieres —dijo indiferente Anna.

—Pues bien: Fritz va a comprar una camisa a su padre por su cumpleaños. «Quisiera una camisa», aclara al vendedor. «¿Una como la que yo llevo?», pregunta éste. «No», contesta Fritz, «¡una más limpia!»

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