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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (7 page)

BOOK: El pequeño vampiro se cambia de casa
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—Ja, ja —dijo Anna sin inmutarse.

Al menos, pensó Anton, ha dicho algo. Febrilmente se puso a pensar qué otro chiste podía contar.

—Un bóxer va paseando por la calle. Encima de él, dos pisos más arriba, hay un perro-pastor en un balcón. «¡Eh!», grita el bóxer, «¡salta abajo y entonces podremos ir juntos!» «¿Acaso estoy loco?», responde el perro-pastor. «¿Crees tú que quiero que se me ponga un hocico como el tuyo?»

Anna tuvo que reírse irónicamente. Pero aún seguía mirando fijamente hacia el frente.

—¿Conoces el chiste del perro-salchicha? —preguntó Anton—. Un hombre está sentado en el cine con un perro-salchicha. El perro se ríe ininterrumpidamente. Entonces se vuelve una señora y dice: «Tiene usted un perro curioso.» «Sí», contesta el hombre, «yo también lo encuentro extraño. ¿Sabe usted? El libro del que han sacado la película no le había gustado en absoluto.»

Ahora Anna se rió en voz baja tapándose la boca con la mano. ¡El hielo estaba roto! Sólo le faltaba aún a Anton hacerla reír del todo. ¡Y ahora se le ocurría también el chiste apropiado!

—Dos vacas pastan pacíficamente en un prado. De repente, empieza una a temblar terriblemente. «¿Qué te pasa?», pregunta la otra preocupada. «¡Oh, no!», se queja la primera. «¡Allí viene otra vez el ordeñador de las manos frías!»

Esto era demasiado para Anna. Miró a Anton y se echó a reír. También Anton tuvo que reírse y, así, siguieron volando riéndose para sus adentros y resoplando.

—¡Ese tengo que contárselo a Lumpi! —dijo Anna.

Anton sonrió adulado.

—¿Te sabes más? —preguntó ella.

Anton movió negativamente la cabeza.

—¡Pero yo sí me sé otro! —dijo Anna—. Va una mujer al médico. «Doctor», le cuenta ella su mal, «¡cada vez que tomo café tengo una especie de pinchazo en el ojo derecho!» Y el médico le aconseja: «¡Entonces saque usted la cuchara de la taza!»

Anton jadeó.

—¡Me desternillo! —dijo riéndose.

—¡No tan alto! —dijo Anna—. ¡En seguida llegamos a la ciudad!

Ante ellos emergían las primeras casas. A Anton le vino a la memoria que aún tenía que hablar algo importante con Anna.

—¿Cuánto tiempo aún tendrá Rüdiger prohibición de cripta? —preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—Dos meses, tres meses. Depende de lo que decida el consejo de familia.

—¿Qué...? —exclamó Anton.

¡Eso era horroroso! ¿Cómo iba a mantener a sus padres tanto tiempo alejados del sótano?

—¡Todo me lo deja a mí! —se quejó—. El sólo está tumbado perezosamente en el ataúd, lee historias de vampiros y espera de mí que le saque todas las castañas del fuego.

—¡Típico de Rüdiger! —se rió irónicamente Anna—. ¡Pero tú también tienes culpa; si no te dejaras utilizar por él...!

—¿Qué tengo que hacer yo entonces? —dijo Anton indignado—. ¿Observar cómo mi padre lo encuentra?

—Naturalmente que no —dijo Anna—, pero tienes que dejarle claro que él no puede quedarse eternamente en el sótano de tu casa. La semana que viene hay de nuevo reunión del consejo de familia y quizá...

—¿Sí? —exclamó Anton.

—... quizá le levanten entonces la prohibición de cripta. Yo intervendré, de cualquier modo, a su favor.

—¿Estás tú entonces en el consejo de familia? —preguntó Anton sorprendido.

Ella puso una cara llena de dignidad.

—Naturalmente —dijo—, ¿o te crees tú que yo dejo representar a otros mis intereses?

Habían alcanzado la casa de Anton. En su habitación seguía aún encendida la lámpara del escritorio. Respiró aliviado; por consiguiente, sus padres no habían regresado aún.

Aterrizó sobre el poyete de la ventana y levantó la hoja que sólo había entornado.

—Buenas noches, Anna —dijo él.

—Buenas noches, Anton —sonrió ella—, ¡y no olvides quitarte el maquillaje!

Pollo con arroz

La mañana del domingo se despertó Anton con un notable zumbido en la cabeza y cuando quiso levantarse se le nubló la vista. Se sentó de nuevo en su cama y reflexionó: ¿Había comido o bebido ayer algo que no le había sentado bien? Pero en la reunión de los vampiros no había tomado nada, y la comida de casa seguro que estaba en orden.

¿Quizá aún no había dormido lo necesario? Miró el reloj: ¡casi las once! Por consiguiente, había dormido casi once horas. ¿Había, acaso, dormido demasiado? ¿O la noche de ayer había sido demasiado fatigosa? ¿Le habría sentado mal quizá el olor del salón de la fiesta?

Una suave llamada en la puerta le apartó de sus reflexiones.

—Anton, ¿estás despierto? —era la voz de su madre.

—¡No! —gritó echándose la colcha sobre la cabeza.

Oyó cómo se abría la puerta de su habitación; después, dos manos se metieron bajo la colcha y le hicieron cosquillas.

—¡No! —hipó—. ¡Basta!

—¿Estás despierto ahora?

Su madre estaba sentada en el borde de la cama y observaba cómo salía de debajo de la colcha.

—Pero ¡qué aspecto tienes! —exclamó sobresaltada.

—¿Cómo?

—¡Tienes los ojos completamente embadurnados y tu piel está tan marcada...!

—¿Sí...? —gruñó Anton. ¿Es que no se había quitado suficientemente a fondo el maquillaje? Ayer por la noche, ante el espejo, se le cerraban constantemente los ojos y por eso se había pasado el trapo mojado sólo un par de veces por la cara. ¡Mira que ser tan resistente la cosa...!

—¡Lávate rápidamente! —dijo ella—. ¡A las doce vienen el abuelo y la abuela a comer!

—¡Ah, sí! —se acordó—. ¿Y qué es lo que hay? —preguntó de pasada a su padre que estaba sentado a la mesa de la cocina.

—Tu comida favorita: pollo con arroz.

—¿Y de postre?

—Helado de vainilla casero.

—¡Humm...! —dijo Anton relamiéndose. Seguían aún sabiendo a pintura sus labios.

Poco antes de las doce sonó el timbre. Anton, entre tanto, se había lavado y vestido; en cualquier caso, no se había puesto los pantalones de tela negros como quería su madre.

—Tú ya sabes que la abuela... —había dicho ella, pero Anton había permanecido obstinado y se había puesto sus pantalones vaqueros.

La apestosa capa de Rüdiger y los leotardos agujereados los había guardado en una funda de almohada y colocado en lo más hondo del armario.

La abuela de Anton era una mujer pequeña y oronda como una bola. Cuando se reía, se veía una fila de iguales y blancos dientes como perlas. Antiguamente, Anton había admirado mucho a su abuela por sus dientes... ¡hasta un día en que durmió en casa de sus abuelos y vio por la mañana su dientes en un vaso de agua!

El abuelo de Anton no era mucho más alto. La mayoría de las veces llevaba pantalones de tirantes y camisas de cuadros. Hoy, sin embargo, se había puesto su traje bueno.

Desenvolvió un ramo de tulipanes y se lo entregó a la madre. A Anton le dio, como de costumbre, un paquetito plano... ¡Chocolate con leche con nueces enteras!

—¡Pero sólo para después de la comida! —le previno la abuela.

—¡Claro! —dijo Anton.

Los abuelos colgaron sus abrigos y después tomaron sitio en la sala de estar en la mesa puesta.

—¡Anton tiene hoy un color tan sano...! —alabó la abuela.

Anton se rió irónicamente. ¡Naturalmente, como que se había fregado la cara con jabón!

—¡Pero siempre esos pantalones vaqueros! —protestó—. ¿No te puedes poner otros pantalones al menos el domingo?

—¡Ay, abuelita, todos llevan pantalones vaqueros!

—¡El abuelo no! —replicó ella.

—¿Puedo servir? —preguntó el padre.

—¡A mí una pierna, por favor! —dijo la abuela.

—¿Qué quieres? ¿Una pierna? —Anton se rió.

La abuela lo miró de soslayo.

—Así se llama, jovencito.

—Aquí se llama muslo —declaró Anton.

—¡Para mí, por favor, un trozo de pecho! —pidió el abuelo, y Anton tuvo que reírse nuevamente.

Rápidamente se llenó de arroz el plato y se inclinó hacia él como si fuera a comer, mientras se reía por dentro hasta que apenas le quedó aire.

—¡Muy sabroso! —se hizo oír el abuelo—. ¡Como más me gusta comer el pecho es cuando está bien asado por dentro!

Anton se rió en bajo.

—Dicho sea de paso —dijo el abuelo—, ¿habéis revestido ahora de madera la cocina?

El padre de Anton, que en ese momento tenía la boca llena de arroz, denegó con la cabeza.

—Anton ha perdido la llave del sótano.

—¿Qué...? —dijo el abuelo mirando a Anton indignado—. ¿Simplemente así, perdido?

—Ya la he vuelto a encontrar —gruñó Anton.

—¡No hables con la boca llena! —lo corrigió la abuela.

—¿Y bien? —se dirigió el abuelo al padre—. ¿Cuándo vas a hacer la cocina?

—El próximo fin de semana estoy en un congreso, desde el viernes al domingo. Y el fin de semana siguiente tengo que descansar.

—¿Qué...? —exclamó Anton entusiasmado. ¡Eso era maravilloso!

—¿Sabes una cosa? —dijo el abuelo—. ¡Te vas a tomar en la próxima semana un día libre y yo te ayudo! ¿Qué te parece eso?

El padre puso cara de sorpresa.

—No es mala idea —dijo entonces—. Anton, de todas maneras, no es una gran ayuda —añadió.

—¿Cómo dices? —exclamó Anton desarmado—. Yo iba a recoger del sótano las tablas y las herramientas.

—Eso mejor lo hago yo mismo —dijo el padre—. O con el abuelo. ¿Te viene bien el jueves, abuelo?

—Sí—asintió el abuelo.

—¡Está bien! —todos parecían contentos; únicamente Anton no.

—¡Come, jovencito! —dijo la abuela, que había notado que se había puesto pálido—. ¡Eso da fuerzas!

—Ya, ya —murmuró Anton revolviendo en su arroz. ¡Se le había quitado el apetito por completo!

Esperando el crepúsculo

—¿No tienes que ir a entrenar? —preguntó el lunes la madre de Anton poco antes de las cinco de la tarde.

—Sí —dijo Anton—. Pero hoy empieza más tarde.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—A las seis.

—¿Y por qué?

—¿Por qué? —no había pensado aún ninguna excusa apropiada—. El entrenador tiene que ir al dentista —dijo.

—¿Precisamente cuando teníais que tener entrenamiento? —su madre sacudió con incredulidad la cabeza—. Entonces vas a volver a casa de noche...

—Bueno, sí —dijo Anton riéndose para sus adentros—, pero tampoco es malo. Además, Ole también va.

—Ah, bueno. Está bien —la madre volvió otra vez a los trabajos de matemáticas que iba a corregir.

Anton se fue a su habitación y estuvo leyendo hasta poco antes de las seis. Entonces cogió del armario su bolsa de deportes, sacó la funda con la ropa de Rüdiger y metió la capa y los leotardos con su equipo de gimnasia.

Naturalmente, no iría hoy al entrenamiento, que, como siempre, era de cinco a seis. Estaría desde las seis hasta las siete menos cuarto en casa de Ole, a quien ya había avisado, y tras ello, tan pronto como oscureciera, visitaría al pequeño vampiro en el sótano.

—¿A qué hora vuelves? —preguntó su madre cuando él se despidió.

—Poco después de las siete.

A su regreso de casa de Ole, Anton se tropezó, para susto suyo, con la señora Puvogel, una vecina del cuarto piso a quien los niños de la colonia llamaban «tía acusica».

Ella llevaba puesto como siempre su asqueroso delantal y en la cabeza el pañuelo transparente de nylon bajo el cual sus cabellos estaban cogidos con rulos.

—Vaya, Anton —dijo ella riendo con hipocresía—. ¿Tan tarde aún fuera? ¿No tienes ningún miedo en el sótano?

—Noo... —gruñó queriendo escaparse de ella.

Sin embargo, ella lo mantuvo fuertemente agarrado del brazo y siseó:

—¿Te has dado cuenta ya de lo mal que huele ahora en el sótano? ¡No hay quien lo soporte!

Hizo una pausa y jadeó.

—¡Si esto no mejora, debería ser obligado todo el mundo a abrir su cuarto del sótano para que pudiera establecerse de dónde procede el mal olor!

Anton se asustó.

—¿Es..., está permitido eso? —tartamudeó.

—Claro que sí —dijo ella—. En un caso como éste...

Al decir esto, ella soltó su brazo y siguió subiendo las escaleras.

—¡Vaya una guarrada! —la oyó aún en la escalera poner el grito en el cielo.

Anton se quedó parado en el corredor del sótano hasta que todo quedó en silencio. Después se dirigió silenciosamente a la puerta de su cuarto, llamó y abrió.

Un vampiro triste

El olor a moho le pareció hoy a Anton mucho más penetrante. ¿O acaso lo había contagiado la señora Puvogel con su charla?

Permaneció de pie junto a la puerta pestañeando.

—¿Rüdiger? —dijo en voz baja—. ¡He traído tu ropa!

—¿Otra vez tan pronto? —salió una respuesta poco amistosa desde la profundidad del cuarto del sótano.

—¿Puedo encender la luz? —preguntó Anton precavido.

—¡No! —chilló el pequeño vampiro—. ¡Por todos los diablos, no hay que encender la luz eléctrica nada más despertarse!

Una cerilla flameó y Anton vio cómo el vampiro encendía la vela del borde del ataúd.

—Aún no me he lavado los dientes —masculló sacando del ataúd un cepillo de dientes rojo con cerdas deformadas.

—¡Pero si no tienes agua! —dijo Anton.

—¿Y qué? —dijo el vampiro mirándolo sarcásticamente—. ¿Acaso necesito agua para cepillarme las encías?

—No —dijo Anton—, sólo pensaba que...

—¿Qué tienes que pensar? —gruñó el vampiro mientras volvía la cabeza con el cepillo de dientes en la boca.

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