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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (8 page)

BOOK: El pequeño vampiro se cambia de casa
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Anton sacó la capa y los leotardos de la bolsa de deportes y los dejó sobre el borde del ataúd.

El vampiro parecía no querer hacer caso ni a él ni a la ropa.

—¿Estás enojado? —acabó preguntando Anton.

—¡Sí! —gruñó el vampiro.

—¿Por lo de ayer?

—Sí.

Anton reflexionó.

—¿Porque estuve bailando con Anna?

—¡No! —A pesar de que otras veces era tan precavido, el vampiro rugió—: ¡Simplemente porque tú te largaste y te estuve buscando por todas las ruinas, y entonces fui a dar a manos de Tía Dorothee!

—¡Oh! —dijo Anton, que podía comprender perfectísimamente el susto de Rüdiger—. ¿Y qué?

—Se lo dijo a Elizabeth la Golosa, la jefa de los vampiros, y ésta me ha dirigido una amonestación.

—¿Una amonestación? ¿Y por qué?

—Porque, según dice, es una desvergüenza ir a la fiesta de los vampiros a pesar de la prohibición de cripta. ¡No sabía yo que además tenía prohibición de fiesta! —añadió irritado.

—Entonces, seguramente, aún no te han levantado la prohibición de cripta —se interesó Anton.

—¡Al contrario! —exclamó el vampiro—. Aún me han añadido un incremento de dos días de prohibición de vuelo.

—¿Prohibición de vuelo? —dijo Anton sin comprender.

—Sí. Debo procurarme mis..., eh..., alimentos a pie.

—¡No oigo más que prohibición, prohibición, prohibición! —exclamó Anton, indignado—. Prohibida la cripta, prohibida la fiesta, prohibido volar... ¡Esto es una dictadura!

El pequeño vampiro encogió con tristeza los hombros.

—¿Qué quieres que haga? —dijo.

—¡Defenderte! —exclamó Anton.

Pero el vampiro sólo sacudió cansado la cabeza.

—Entre vosotros los hombres quizá resultara, pero entre nosotros, vampiros, eso tendría las más terribles consecuencias.

—¿Cuáles? —preguntó Anton curioso.

El vampiro le echó una mirada abismática y susurró:

—Prohibición de empleo.

—¿Prohibición de empleo? —repitió Anton—. ¿Y eso qué es?

—La muerte por hambre —dijo el vampiro con voz de ultratumba.

Anton calló aterrorizado. Los métodos de educación de los vampiros le parecían realmente atroces. ¡Uno no podía hacer otra cosa que alegrarse de no ser un vampiro!

—¿Puedo ayudarte de algún modo? —preguntó compasivo.

Los ojos del vampiro empezaron a iluminarse.

—¿Harías eso por mí? —exclamó relamiéndose excitado.

Anton advirtió cómo la sangre le golpeaba las venas.

—A..., así no —tartamudeó—, pensaba. .., de otra forma.

Inmediatamente el rostro del vampiro volvió a ensombrecerse.

—¿Y cómo..., de otra forma? —murmuró—. ¿Quieres ayudarme a cazar ratones?

—Nnn..., no —dijo rápidamente Anton. ¡Realmente tenía una capacidad única para meterse en camisas de once varas!

—Lo mejor será que ponga en seguida pies en polvorosa —dijo apesadumbrado el vampiro—. ¿Quién sabe cuánto tiempo me llevarán mis..., eh..., asuntos ?

Apagó la vela de un soplido y se puso en pie.

—¡Mucha suerte! —dijo Anton en voz baja. De pronto el vampiro le dio una tremenda pena. ¡El podía ahora subir y coger simplemente de la nevera el trozo de queso que le apetecía!

—¡Gracias! —bufó el vampiro trepando por la ventana del cuarto—, ¡me puede hacer falta!

Cuando Anton cerró la puerta del sótano le vino a la memoria que no le había contado nada al pequeño vampiro de lo que se estaba cociendo para él el jueves. Pero después se alegró absolutamente de no haber sumido además en este nuevo shock al ya abatido vampiro. Y, además, hasta entonces quedaban aún tres días...

Agitación en el corredor del sótano

Tarareando su canción favorita «Había una vez un barquito chiquitito», fue Anton a su casa el martes. Les habían devuelto los dictados y Anton, que siempre sacaba sólo un bien o un aprobado, ¡había tenido un notable alto!

Por ello podría pedir un libro, y ya sabía cuál:
Historias de vampiros para avanzados
. De un empujón abrió la pesada puerta del edificio y se dirigió al ascensor. Allí se quedó parado de pronto: del sótano provenía una agitada confusión de voces y a veces aullaba un perro. ¿Tendría aquello algo que ver con Rüdiger?

Se colocó en el tramo superior de la escalera del sótano y escuchó.

—¡Aquí tiene que ser! —refunfuñó una voz de mujer—. ¡Exactamente aquí, donde a mi Susi se le eriza la piel!

Una voz de hombre respondió:

—¡Este es el cuarto de los Bohnsack!

—¿De los Bohnsack? —exclamó la voz de mujer—. ¡Anoche me encontré al granuja cuando se deslizaba al sótano con una gran bolsa! ¡A hurtadillas, le digo yo a usted, y cuando le pregunté adonde iba se puso colorado como un tomate!

—¡Todo mentira! —siseó Anton.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó la voz de hombre.

—A las siete. Sospeché en seguida.

—¿Y usted ha notado desde entonces este..., ejem..., olor?

—No, eso ya lo había notado antes.

—¿Cuándo?

—Hace aproximadamente una semana.

A esto siguió un salvaje aullido y la voz de mujer exclamó:

—¿Lo ve usted? ¡Completamente loca se pone mi Susi delante de la puerta del cuarto!

En ese momento se abrió la puerta del edificio y entró la madre de Anton.

—¿Tú aquí? —exclamó sorprendida al ver a Anton en la escalera del sótano—. ¿Cómo es que no estás arriba?

—¿Es usted, señora Bohnsack? —preguntó la voz de mujer desde el sótano.

—¡Sí! ¿Qué pasa? —preguntó la madre.

—¡Baje usted aquí! —exclamó la voz de hombre.

—¿Sabes de qué se trata? —se dirigió su madre susurrando a Anton.

—Ni idea —gruñó. No se sentía demasiado bien en su pellejo. ¡Ojalá que su madre no llevara encima la llave del sótano!

Bajaron las escaleras del sótano. Un perro-salchicha de panza caída se dirigió tambaleándose hacia ellos con ladridos airados: era el cebado perro faldero de la señora Puvogel.

—¡Está bien que venga enseguida con el granuja! —saludó la señora Puvogel. Con la excitación se le había soltado el pañuelo de nylon y ahora los rulos le colgaban por la cabeza en forma caótica.

—¿Qué ha dicho usted? ¿Granuja? —preguntó extrañada la madre.

—¿Es que acaso no es un granuja aquel que se desliza por el corredor del sótano con una bolsa a las siete de la tarde? —puso la señora Puvogel el grito en el cielo.

La madre echó a Anton una mirada que significaba «¡ya hablaremos luego!», y después dijo:

—Por eso no tiene usted derecho a llamar granuja a mi hijo. Yo tampoco la llamo a usted... chismosa.

—¿Cómo dice? —chilló la señora Puvogel—. ¿Chismosa me ha llamado usted?

Buscó palabras para descargar su ira.

—Me ha entendido usted mal —dijo la madre con frialdad—. ¡Yo dije que no la llamo a usted chismosa!

La señora Puvogel se quedó sin habla.

Entre tanto, el portero, que hasta entonces había permanecido de pie callado junto a la señora Puvogel, intervino en la conversación:

—La señora Puvogel se me ha quejado del mal olor que hay en el sótano.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso? —dijo la madre.

—¡La señora Puvogel cree que el olor viene de su cuarto!

—¿De mi cuarto? —exclamó la madre—. ¡Eso es lo más increíble que he oído nunca! ¡De mi cuarto, que se limpia cada dos semanas! Ya estoy algo acostumbrada a sus habladurías, señora Puvogel —dijo entonces—. ¡Pero esto ya es realmente demasiado!

La señora Puvogel se había puesto completamente pálida.

—¿Y mi Susi? —preguntó apocada—. ¿Por qué infaliblemente ladra delante de la puerta de su sótano?

—¿Qué sé yo? —preguntó la madre midiendo al perro con una mirada de desprecio—. Ciertos perros encuentran siempre algo para ladrar.

¡A Anton se le quitó un peso de encima! ¡Que su madre hubiera abogado así por él...! Naturalmente, querría saber lo que había hecho él ayer a las siete de la tarde en el sótano. ¡Pero para ello ya se le ocurriría alguna explicación plausible!

La señora Puvogel se había quedado desinflada y también al portero parecía resultarle el asunto muy penoso.

—Perdone usted, por favor —dijo a la madre de Anton—, pero yo, naturalmente, debo atender todas las reclamaciones.

Sin decir una palabra, la señora Puvogel cogió en brazos al perro-salchicha y se marchó murmurando.

—¡Vamos, Anton! —dijo la madre—. ¡Seguro que no has comido nada aún!

Los tallarines son divertidos

Cuando ambos entraron en el salón de la fiesta, la música de órgano había cesado. Los vampiros habían vuelto a sus mesas y miraban cautivados fijamente a un vampiro pequeño y algo inclinado que estaba de pie sobre un pedestal en el centro del salón.

—Y bien —preguntó la madre en la mesa de la cocina tras haber puesto los tallarines—, ¿qué es lo que tenías que hacer tú en el sótano a las siete de la tarde?

Anton enrolló con lentitud pasmosa un par de tallarines en el tenedor.

—Es un secreto —dijo.

—¿También es un secreto el motivo por el cual faltaste ayer al entrenamiento?

Anton levantó asustado la vista. ¿Cómo sabía ella eso?

—¡Sí, te sorprende!, ¿eh? —dijo ella—. Me he encontrado precisamente a la madre de Ole y me ha contado que ayer estuvisteis en su casa jugando al monopoly.

—Ejem..., sí —murmuró Anton apocado—. Es que ayer no tenía ganas de entrenar. Correr siempre en círculo, levantar bancos...

—¡Pero si a ti siempre te había gustado ir...!

Eso era, efectivamente, cierto.

—¿Y Ole? ¿Tampoco él tenía ganas? —preguntó la madre.

Anton reflexionó. Probablemente ella ya sabía la verdad y por eso dijo:

—El hace medio año que salió del equipo.

—¡Muy bonito cómo me has engañado con tu historia del entrenador que tenía que ir irremediablemente al dentista!

La voz de la madre no sonó en absoluto enfadada, sino más bien divertida.

—Sólo me gustaría saber cómo vas a explicar ese vagar como un espíritu por el sótano.

—¿Vagar como un espíritu? ¡Con esas cosas no se bromea! —dijo Anton lleno de dignidad.

—¿Y qué es lo que tenías que hacer tú en el sótano?

Anton sacudió la cabeza.

—Es un secreto —repitió.

—¡Pero es que soy muy curiosa! —dijo la madre—. ¿No puedo enterarme de ello?

—Sí. El jueves.

—¿Hasta dentro de tanto tiempo? ¡Bueno, si tú lo dices!

Ella parecía tomar el asunto como una broma; ¡y eso era, naturalmente, lo mejor que podía pasarle a él! ¡En tanto ella no tuviera sospechas, el vampiro, en cierta medida, estaba a salvo! ¡Y de aquí al jueves tendría que haber desaparecido del sótano de todas todas, para que así él pudiera contarle a su madre con toda la tranquilidad del mundo que el secreto había sido un vampiro que había vivido una semana en el sótano!

¡Anton tuvo que reírse ahora para sus adentros al imaginarse la cara que ella pondría ante tal revelación!

—Parece que comer tallarines te divierte mucho —observó ella.

—Los tallarines son divertidos —dijo Anton—. ¿No lo sabías?

En su habitación, Anton se sentó en el escritorio, abrió su libro de lectura y empezó a hacer su tarea: «Cómo los abderitanos sembraron sal en un campo.» Pero sus pensamientos se trasladaban siempre hacia Rüdiger en el sótano, hasta que, finalmente, cerró el libro. ¡De todas formas tenía que hablar hoy aún con Rüdiger y dejar claro que no podía quedarse más tiempo en el cuarto!

Pero ¿qué iba a decir a sus padres sobre por qué tenía que volver a bajar por la tarde al sótano? ¿Y si bajara ahora, a las cinco, y después llegara tarde a la cena?... Bueno, eso podía pasarle a cualquiera..., ¿o no? Volvió a abrir su libro. ¡En cualquier caso, él no era tan tonto como los abderitanos!

Estómago vacío

—¡Me voy un poco abajo! —dijo poco antes de las cinco.

—Por mi parte... —contestó la madre—. ¡Pero no te olvides de que a las seis y media es lacena!

Abajo, Anton montó en bicicleta. ¡Dos horas eran muchísimo tiempo, pero ya conseguiría pasarlas! Además, llevaba consigo «Carcajadas desde la cripta» y podía leerlo mientras siguiera habiendo luz.

Volvió a las siete. Abrió sin ruido la puerta de la casa. No se veía a nadie y, así, recogió su bicicleta rápidamente y la llevó escaleras abajo. El corredor del sótano estaba vacío y nada parecía haber cambiado salvo el olor a moho, que se había vuelto aún más fuerte.

Dejó su bicicleta y después abrió la puerta de su propio cuarto del sótano.

El pequeño vampiro ya estaba despierto. A la luz de la vela estaba sentado en el ataúd y miraba de frente a Anton con ojos grandes y hambrientos. Pero apenas lo reconoció, su cara adquirió una expresión decepcionada.

—¡Bah, tú! —dijo de mal humor.

El pelo le salía desordenado de la cabeza y sus dientes castañeteaban con tanta rapidez como si tuviera escalofríos.

—¡Rüdiger! —exclamó sorprendido Anton—. ¿Estás enfermo?

—¿Enfermo? —dijo el vampiro intentando reír—. ¡Medio muerto de hambre es lo que estoy!

—¿Es que no has cogido..., nada? —quiso saber Anton.

El vampiro lanzó unos ayees que pusieron a Anton los pelos de punta.

—¡Ni siquiera un ratón! —gimió apretando su mano contra el cuerpo—. ¡Si tú supieras lo vacío que está mi estómago!

Al decir esto, miró a Anton con ojos brillantes pasándose lentamente la lengua por los labios. Anton se asustó. ¡Le pareció de repente como si el vampiro mirara fija e imperturbablemente su cuello!

—¿No..., no querrás acaso...? —tartamudeó retrocediendo. ¡Quién sabía de qué sería capaz un vampiro hambriento!

Pero el vampiro negó con la cabeza y gimió aún más alto.

—¿Puedes siquiera correr? —preguntó Anton compadecido.

El vampiro se levantó, dio un par de pasos tambaleantes y se dejó caer nuevamente en el ataúd.

—¡Si solamente no tuviera tanto mareo...! —sollozó.

Tenía un aspecto tan deplorable que a Anton le daba mucha pena. ¿Era de algún modo tolerable cargar ahora a Rüdiger con preocupaciones extras? ¿No debía, al menos, haber cogido antes una pequeñez? Anton notó cómo con el solo pensamiento de la comida favorita del vampiro le corría un sudor frío por la espalda; pero sobreponiéndose a ello con orgullo dijo:

—Yo... podría ayudarte.

—¿Y cómo? —preguntó el vampiro.

Anton titubeó.

—Yo no soy tan malo cazando conejos.

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