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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (3 page)

BOOK: El pequeño vampiro se cambia de casa
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—¿Y dónde va a ir mi ataúd?

—¡Detrás, entre los trastos!

—¿Entre los trastos? —exclamó indignado Rüdiger.

—¡Claro que sí! ¡Allí llama menos la atención!

—Noso... nosotros no tenemos trastos —dijo Anton—. Mi padre pone el só... sótano en orden todos los meses.

—¡¿Qué?! —gritó Rüdiger—. ¿Y eso lo dices ahora? ¿Y si me encuentra al hacerlo?

—Eso ya sabrá impedirlo Anton —dijo Lumpi golpeando afablemente a Anton en el hombro—; ¿no es cierto?

—¿Eh...?, sí —susurró Anton, que se puso muy malo pensando en lo que le podía esperar en las semanas siguientes.

—Yo, eh..., voy a recoger las tijeras —metió la mano en la caja de cartón y dio un grito—. ¡Ay, mi dedo!

Lumpi se acercó interesado:

—¡Déjame ver! —y con voz más ronca por la excitación exclamó—: ¿Sangre?

—Sss..., sí, eh..., no —dijo Anton metiéndose rápidamente en la boca el dedo, que sangraba intensamente—; ya... ya se ha cortado.

Vampiros y..., ¡sangre! Sabía que los vampiros se alimentan de sangre y en algún sitio había leído que ¡pueden oler una gota de sangre incluso a metros de distancia!

—¿No..., no íbamos a colocar el ataúd? —preguntó distrayendo la atención—. Además, debo volver en seguida arriba...

—Eso puede esperar —contestó Lumpi—. ¡Primero quiero ver tu dedo!

—A... aquí —balbució Anton. El corte aún estaba, pero ya no sangraba.

Lumpi olisqueó los dedos uno a uno.

—Nada —murmuró. Enfurecido, se dio la vuelta—. ¡Vamos!.—ordenó a Rüdiger—; ¡pongamos de una vez el ataúd en otro sitio! ¡Tengo hambre!

—¿No debería encender la luz? —preguntó Anton—. ¡Quién sabe lo que aún podría estropearse si no!

—Por mi parte... —refunfuñó Lumpi.

Anton giró la llave de la luz y se quedó de pie atemorizado: Lumpi tenía un aspecto tan terrorífico que se le pusieron los pelos de punta; blanco como la leche, con una boca grande y roja como la sangre, de la cual salían hacia delante unos colmillos como los de una fiera.

—¿Qué pasa? —exclamó Lumpi—. ¿No vas a ayudarnos?

—Sss... sí —balbució Anton.

—¡Me gustaría detrás de aquella caja! —declaró Rüdiger.

—No puede ser —dijo Anton—. Esa es la caja de las patatas. Está fija a la pared.

—Entonces, junto a la caja —precisó Rüdiger.

Lumpi empujó el ataúd hasta la pared y miró alrededor suyo buscando por el cuarto. Descubrió un montón de listones de madera con los que el padre de Anton quería revestir la pared de la cocina.

—¡Hombre! —exclamó—, ¡justo lo más apropiado!

Los apoyó inclinados contra la pared del cuarto de forma que el ataúd desapareció detrás de ellos.

—¡Y ahora —bramó— debo comer algo en seguida o si no voy a desplomarme! ¿Vienes, Rüdiger?

Anton se sobresaltó. Pero el hambre de Lumpi no parecía referirse a él, pues estaba ya en la ventana del sótano y abría la tela metálica. Con un fuerte brinco saltó hacia arriba y trepó al exterior. Rüdiger lo siguió.

—¡Y deja la ventana abierta!, ¿de acuerdo? —siseó Lumpi extendiendo los brazos bajo su capa.

—Sí —dijo Anton. Oyó cómo los vampiros se elevaban en el aire. Después se hizo el silencio.

«¿No habré soñado todo esto?», pensó Anton.

Pero allí, junto a la pared, estaban los listones, ¡y detrás estaba el ataúd de Rüdiger!

Afligido, se dirigió a la puerta, apagó la luz y volvió a colocar el candado. ¡Puede que vengan malas semanas!

Sombrías perspectivas

Los padres de Anton seguían sentados delante de la televisión.

—Bueno, ¿qué tal te ha ido? —exclamó el padre.

—Bien —dijo Anton, que se quería ir a su habitación saliendo por la puerta de la sala de estar. Estaba muerto de cansancio.

—¿Y qué tal el
monopoly
?

Anton se quedó parado.

—También bien —dijo bostezando.

—¿Lo has traído de nuevo?

—Sí.

—¡Qué raro! —dijo el padre—; hubiera podido jurar que has pasado por la puerta sin el
monopoly
.

—Ya lo he llevado a mi habitación.

—Ya, ya. ¿Y cómo te explicas tú que esté aquí, encima de la televisión?

—¿Encima de la televisión? —dijo Anton asustado.

—Sí, señor —exclamó el padre—. ¿Qué dices ahora?

—Yo..., no lo he encontrado antes —susurró Anton—, y..., entonces...

—¿Sí?

—... entonces..., me he llevado los juegos reunidos.

—¿Y dónde están ahora?

—Se me han olvidado.

El padre resopló indignado.

—¡Estupendo! —exclamó—. Si todos hicieran con sus cosas lo mismo que tú...

En ese momento empezó el telediario. El rostro del padre adquirió en seguida una expresión de atención e hizo un ademán negativo en dirección a Anton que significaba que ahora tenía que callarse.

—¿Me puedo marchar? —preguntó Anton con cólera mal contenida.

El padre no respondió, pero la madre se puso en pie y colocó un brazo en el hombro de Anton.

—¡Anda, vete! —dijo amablemente—. Yo también voy —en el pasillo dijo ella—: Ya conoces a tu padre con su telediario.

—¡Primero me exprime como a un limón! —dijo Anton indignado—, ¡y luego no tiene nada más importante que hacer que ver el telediario!

—¡Es que le gusta saber qué es lo que ocurre en el mundo!

—¡Bah! —increpó Anton—; ¡pero si es todos los días lo mismo! Siempre hay guerra en algún sitio, los políticos no adelantan un paso en sus negociaciones... ¡Debería preocuparse mejor de lo que pasa a su alrededor!

—¿Y de qué debería preocuparse, según tu opinión? —preguntó sonriendo la madre.

—De que yo, por ejemplo, estoy furioso con él —explicó Anton—; ¡y de que se interese más por el telediario que por nosotros!

—Pero él no es siempre así —dijo la madre tranquilizándolo—; durante el fin de semana quiere incluso revestir de madera la cocina.

—¿Qué? —gritó Anton asustado—. ¡Creía que eso lo quería hacer en las vacaciones!

—En realidad, sí —respondió la madre—, pero ahora, sin embargo, quiere empezar este fin de semana.

—Yo..., entonces, le ayudaré —dijo rápidamente Anton. Quizá conseguiría mantener al padre alejado del sótano.

—Eso es muy amable por tu parte —dijo la madre—; y ahora, duerme bien, ¿de acuerdo?

—Buenas noches —susurró Anton.

Hoy es martes, pensó en la cama. Por tanto, aún tenía tres días de tiempo hasta el sábado. ¡Hablaría al día siguiente con Rüdiger de todas formas! Quizá a los dos juntos se les ocurriera algo.

Gruñón matutino

El día siguiente fue turbio y lluvioso. Alrededor de las seis empezó ya a oscurecer. El padre de Anton nunca llegaba a casa antes de las siete, y su madre estaba sentada en su habitación y corregía redacciones, en lo cual, como ella había dejado claro, «no quería ser molestada de ningún modo».

¡La ocasión de ir inadvertido al sótano a ver a Rüdiger era, por tanto, propicia! En silencio, Anton recorrió el pasillo, tomó la llave del sótano y abrió la puerta de casa sin hacer ruido.

Después bajó en el ascensor. No se tropezó con nadie y también el corredor del sótano estaba desierto. Un olor a moho que él nunca había advertido allí le vino a la nariz; ¿acaso procedía de Rüdiger? Ante la puerta del sótano que tenía el letrero de «Bohnsack» se quedó parado escuchando con atención.

—¿Rüdiger? —susurró golpeando la madera—. Soy yo, Anton.

Ninguna respuesta. ¿Acaso Rüdiger habría salido ya volando? ¡Pero para eso había aún, realmente, demasiada claridad! Pues, mientras el sol no se ha puesto, los vampiros no pueden abandonar sus ataúdes.

—¿Rüdiger? —preguntó, esta vez más fuerte.

Nuevamente todo permaneció en silencio. ¿Quizá Rüdiger no había regresado en absoluto al sótano y había pasado la noche en algún otro sitio? Pero no, ¡él tenía que dormir en su ataúd!

Anton llamó a la puerta otra vez. Al no obtener de nuevo respuesta alguna, abrió la puerta y entró. En la penumbra, vio que la ventana tenía el cerrojo echado. ¡Por lo tanto, Rüdiger tenía que estar en el ataúd! Con precaución, rodeó los listones y observó el ataúd detrás de ellos. La tapa estaba cerrada y sólo el olor a moho indicaba que estaba ocupado. En el interior del ataúd resonó ahora un quejido apagado, un ruido, un crujido, y poco después se levantó lentamente la tapa.

El rostro color ceniza de Rüdiger emergió. Los ojos estaban aún cerrados; sólo la boca estaba abierta para un enérgico bostezo, con lo cual Anton pudo ver los poderosos colmillos.

—¿Rüdiger? —susurró.

El pequeño vampiro se levantó precipitadamente.

—¿Quién hay ahí? —graznó.

—Eh..., yo —tartamudeó Anton.

—Ah, tú —dijo aliviado el vampiro incorporándose—. ¿Ha pasado algo?

—Sí..., quiero decir, no —respondió Anton—, es decir, mi padre necesita las tablas.

—¿Qué tablas? —gimió el vampiro.

—¡Cuáles van a ser!, ¡éstas de aquí! —señaló Anton los listones de madera—. Y además, tiene todas las herramientas en el sótano.

El vampiro se sentó al borde del ataúd y sollozó.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?

—¿Es que no comprendes? —la voz de Anton hizo un falsete—. ¡Si viene al sótano te va a encontrar!

—Ah, ya —adormilado, el vampiro se frotó los ojos—. ¡Y todo esto con el estómago vacío! —dijo quejumbroso.

—¡Tenemos que pensar algo! —exclamó Anton.

—Entonces ponemos otra vez los listones detrás —propuso el vampiro.

—¿Y el ataúd? —preguntó Anton—. ¿Qué hacemos con él?

—¡Si no estuviera tan cansado...! —dijo el pequeño vampiro casi llorando—. No puedo pensar en absoluto.

—¡Hoy es miércoles! —exclamó Anton—. ¡El sábado va a recoger las tablas!

El vampiro volvió la cabeza hacia la pared y sollozó.

—Ya lo he comprendido —dijo—, pero con el estómago vacío no sirvo para nada... Y además, tú has alterado mi plan diario —exclamó de pronto indignado—. ¡Yo leo siempre en el ataúd antes de levantarme!

Con gesto ofendido, se recostó en el ataúd, echó mano debajo de la almohada y sacó una vela, cerillas y un libro. Sin dignarse a dirigir una mirada a Anton, encendió la vela, la aseguró en el borde del ataúd y abrió el libro.

Anton se quedó de pie desconcertado y miró fijamente al vampiro, que, totalmente imperturbable, leía
La venganza de Drácula
.

¿Significaba eso que quería endosarle todo el trabajo? ¡Pues no sería más que juego sucio...; instalarse en la habitación preparada y confiar en que él, Anton, quitara del camino todas las dificultades!

—¡Eso no tiene nada que ver con la amistad! —exclamó Anton muy enojado.

—¡Psst! —bufó el vampiro—. ¡Cuando me interrumpen durante la lectura puedo ser terrible!

Enfadado, Anton se mordió los labios.

¿Y ahora? Pasó la vista por el cuarto y reflexionó. ¿Debía colocar de nuevo los listones en su sitio original? Pero, entonces, ¿con qué iba a ocultar el ataúd? ¡Y por qué tenía que estar el cuarto tan endiabladamente ordenado! ¡Otras personas tenían un montón de trastos en el sótano tras el cual hubiera podido esconderse sin dificultad el ataúd de Rüdiger!

¿Y si cubría el ataúd con una sábana grande? Pero entonces su padre querría saber lo que había debajo. No, eso tampoco podía ser. ¡Sólo quedaba la posibilidad de impedir totalmente que el padre fuera al sótano!

—Ahora me voy —dijo.

—¡Y no vuelvas a venir tan pronto! —exclamó el vampiro—. ¡Por las mañanas estoy insoportable!

—En eso tienes razón —gruñó Anton mientras salía.

Burdas excusas

El sábado era el día en que a Anton le gustaba dormir hasta tarde. Cuando se levantaba sobre las diez o las diez y media, sus padres habían desayunado ya la mayoría de las veces y se habían marchado de compras. Entonces sólo el plato de Anton estaba aún sobre la mesa de la cocina con panecillos y un huevo cocido bajo el calentador.

Sin embargo, ese sábado Anton se levantó muy pronto. Encendió la luz y echó un vistazo a la habitación. ¿Acaso no estaba aún en el sótano con su padre? ¿Y no acababa el padre de querer abrir la tapa del ataúd...? ¡Claro que no! ¡Debía haberlo soñado todo, pues él estaba en la cama todavía y tenía puesto el pijama!

Miró el despertador: ¡las siete y cuarto! ¡Incluso sus padres dormían aún! Suspirando, Anton se tapó con la manta hasta la barbilla. ¡Seguro que no se iba a volver a dormir; estaba demasiado nervioso! ¿Tendría éxito su plan? ¿Y si no?

Tomó su nuevo libro,
Carcajadas desde la cripta
, e intentó leer. Pero aquello que se contaba allí sobre el terror de la cripta le parecía absolutamente ridículo comparado con lo que le esperaba a él esa mañana, y así, dejó el libro a un lado.

¿Debería, quizá, desayunar? Se levantó y se fue al baño. Observó su cara en el espejo. Tenía un aspecto bastante pálido... ¡más o menos como el de sus padres algunos domingos, cuando habían estado demasiado tiempo de fiesta! Tomó la pastilla de jabón y se frotó la piel hasta que se puso colorada. Después se vistió y fue a la cocina. Llenó la cafetera, puso el cazo de la leche sobre el quemador y enchufó el aparato para cocer los huevos. Una vez que hubo puesto la vajilla del desayuno, pensó si aún faltaba algo. ¡Ah, sí, los panecillos! Esperó a que estuvieran listos los huevos, entonces corrió a la panadería y compró seis panecillos. ¡Bueno, si esto no causaba impresión a sus padres...! Fue hacia la puerta de la alcoba y llamó.

—¿Sí? —preguntó la madre adormilada.

—¡El desayuno! —exclamó Anton. Transcurrieron un par de minutos. Entonces apareció su madre en el umbral.

—¿De verdad has hecho tú el desayuno? —preguntó.

—¡Claro! —dijo Anton como si no fuera nada de particular—. ¡Y ahora ven! ¡Los huevos se van a quedar fríos!

—Sí..., enseguida —dijo la madre—, tengo que despertar a papá. Debe ya levantarse; ¡en definitiva, hoy va a arreglar la cocina!

Un escalofrío recorrió a Anton. ¡Como si se hubiera olvidado de ello...!

—¿Qué? ¿Ya está todo listo? —exclamó el padre con asombro mal simulado cuando entró en la cocina. Se sentó, tomó el huevo de la huevera y lo agitó.

—Duro como una piedra, ¿no?

Anton puso un rostro ofendido.

—¿Crees que no sé usar el cocedor de huevos?

—¿Y el café? —se dirigió el padre a la madre—. ¿Qué tal está?

—Bien —dijo la madre.

Anton rezongó:

—Cocido automáticamente.

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