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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (14 page)

BOOK: El poder del perro
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Tiene dieciséis años, pero para nada dulces.

Sabe que él no está enamorado de ella, por decir algo. Sabe con absoluta seguridad que ella no está enamorada de él. De hecho, cree que es más o menos un colgao, con la chaqueta de seda negra y la gorra negra de béisbol que cubre su pelo ralo. Los tejanos desteñidos, las Nikes sin calcetines. No, Nora sabe de qué va el rollo: al tipo le aterroriza envejecer.

No temas, tío, piensa. No hay nada de que acojonarse.

Eres viejo.

Jerry el Colgao solo tiene dos cosas a su favor.

Pero son dos buenas cosas.

Dinero y coca.

En realidad, es lo mismo. Porque, como bien sabe Nora, si tienes dinero, tienes coca. Y si tienes coca, tienes dinero.

Se la chupa.

Tarda más por culpa de la coca, pero le da igual, no tiene nada mejor que hacer. Y derretir el polo de Jerry es mejor que tener que hablar con él, o, peor aún, escucharle. No quiere oír nada más acerca de sus ex esposas, sus hijos (mierda, conoce a dos de sus hijos mejor que él: va al colegio con ellos), ni de cómo consiguió el triple que ganó el partido de la liga de softball.

—¿Quieres ir? —pregunta cuando termina.

—¿Ir adónde?

—A Cabo.

—Vale.

—¿Cuándo quieres ir? —pregunta Jerry el Colgao.

Ella se encoge de hombros.

—Cuando sea.

Está a punto de bajar del coche cuando Jerry le da una bolsa llena de hierba del copón.

—Hola —dice su padre cuando entra. Está espatarrado en el sofá, viendo una reposición de
Con ocho basta
—. ¿Qué tal ha ido el día?

—Bien. —Tira la bolsa sobre la mesita auxiliar—. Jerry te envía esto.

—¿Para mí? Guay.

Tan guay que hasta se pone en pie. De repente se convierte en el señor Iniciativa, mientras se lía un porrito bien apretado.

Nora entra en su cuarto y cierra la puerta.

Se pregunta qué pensar sobre un padre que hace de macarra de su hija a cambio de droga.

Nora sufre una experiencia en Cabo que cambia su vida.

Conoce a Haley.

Nora está tumbada junto a la piscina al lado de Jerry el Colgao y esa tía de la tumbona que hay al otro lado de la piscina la está examinando de pies a cabeza.

Una tía con mucha clase.

Veintimuchos, pelo castaño oscuro corto bajo una visera negra. Un cuerpo menudo y delgado esculpido en el gimnasio, exhibido gracias a un biquini negro casi invisible. Bonitas joyas: discretas, de oro, caras. Cada vez que Nora levanta la vista, la tía la está mirando.

Con esa sonrisa de complicidad, casi de suficiencia.

Y siempre está acechando.

Nora levanta la vista de la tumbona... y allí está. Pasea por la playa... y allí está.

Cena en el comedor del hotel... y allí está. Nora teme el contacto visual. Siempre es Nora la que aparta la vista antes. Por fin, ya no puede aguantarlo más. Espera a que Jerry se suma en una de sus siestas poscoitales, sale a la piscina y se sienta en la tumbona contigua a la de la mujer.

—Me has estado observando —dice.

—Sí.

—No me interesa.

La mujer ríe.

—Ni siquiera sabes lo que no te interesa.

—No soy lesbiana —dice Nora.

O sea, no le interesan los tíos, pero tampoco las tías. Lo cual nos deja a perros y gatos, pero los gatos no la enloquecen.

—Yo tampoco —dice la mujer.

—¿Y?

—Deja que te haga una pregunta —dice la mujer—. ¿Estás ganando dinero?

—¿Eh?

—Esnifando coca. ¿Estás ganando dinero?

—No.

La mujer sacude la cabeza.

—Nena, con tu cara y tu cuerpo, podrías ganar lo que quisieras.

A Nora le gusta la frase.

—¿Cómo? —pregunta.

La mujer busca dentro de su bolso y entrega a Nora una tarjeta.

Haley Saxon, con un número de teléfono de San Diego.

—¿A qué te dedicas?, ¿a las ventas? —pregunta Nora.

—Podría decirse así.

—¿Eh?

—¿Eh? —se burla Haley—. Me refiero a eso. Si quieres ganar lo que quieras, tienes que dejar de decir cosas como «¿Eh?».

—Bueno, a lo mejor no quiero ganar lo que sea.

—En ese caso, que tengas un buen fin de semana —dice Haley.

Levanta su revista y vuelve a leer. Pero Nora no se va, sigue sentada con la sensación de ser estúpida. Transcurren cinco minutos antes de que reúna valor para hablar.

—De acuerdo, tal vez desee ganar lo que quiera.

—De acuerdo.

—¿Qué vendes?

—A ti. Te vendo a ti.

Nora está a punto de decir «¿Eh?», pero se contiene.

—No sé a qué te refieres.

Haley sonríe. Apoya su elegante mano sobre la de Nora.

—Es tan sencillo como suena. Vendo mujeres a hombres. Por dinero.

Nora lo capta enseguida.

—Así que se trata de sexo —dice.

—Nena, todo trata de sexo —dice Haley.

Le suelta un buen discurso, pero todo se reduce a esto: todo el mundo, siempre, tiene ganas de follar.

Acaba la charla con:

—Si quieres regalarlo, o venderlo barato, es tu problema. Si quie-res venderlo por pasta gansa, ese es mi problema. ¿Cuántos años tienes, por cierto?

—Dieciséis —dice Nora.

—Joder —exclama Haley. Sacude la cabeza.

—¿Qué?

Haley suspira.

—Las posibilidades.

Primero, la voz.

—Si quieres continuar haciendo mamadas en el asiento posterior de los coches por cuatro chavos, puedes hablar como una chica de la playa —le dice Haley dos semanas después de conocerse en Cabo—. Si quieres ascender en el mundo...

Haley pone a trabajar a Nora con una refugiada alcohólica de la Royal Shakespeare Company, que baja la voz de Nora un octavo. («Eso es importante —dice Haley—. Una voz profunda consigue que una polla se siente y escuche.») La maestra dipsomaníaca redondea las vocales de Nora, exagera sus consonantes. La obliga a recitar monólogos: Porcia, Rosalía, Viola, Paulina...

«¿Qué estudiados tormentos tienes para mí, tirano?»

«¿Qué ruedas, qué potros, qué piras? ¿Qué desollamiento o qué cocción de plomo o aceite?»

Su voz se educa. Más profunda, más llena, más baja. Todo forma parte del lote. Como la ropa que Haley la lleva a comprar. Los libros que Haley la obliga a leer. El periódico de cada día.

—Y no será la página de modas, nena, ni de arte —dice Haley—. Una cortesana lee antes que nada la sección de deportes, después las páginas económicas, y luego, si acaso, las noticias.

De manera que empieza a aparecer en el colegio con el periódico de la mañana. Sus amigas están en el aparcamiento, para darle una última calada a la pipa antes de que suene el timbre, y Nora sentada examinando los resultados deportivos, el Dow Jones, el editorial. Está leyendo la
National Review
, el
Wall Street Journal
, el fanático
Christian Science Monitor
.

Es el único rato que pasa en el asiento trasero.

Nora la Putorra se va a Cabo y vuelve convertida en Nora la Doncella de Hielo.

—Vuelve a ser virgen —explica Elizabeth a sus desconcertadas amigas. No lo dice con resentimiento. Parece que es verdad—. Fue a Cabo y le reconstruyeron el himen.

—No sabía que podía hacerse —dice su amiga Raven.

Elizabeth se limita a suspirar.

Raven le pregunta el nombre del médico.

Nora se convierte en una fanática del gimnasio, se pasa horas en el ciclo estático, más horas en la cinta para correr. Haley contrata a una entrenadora personal, una fascista obsesionada con la salud llamada Sherry, a quien Nora bautiza como su «terrorista física». Esta nazi tiene el cuerpo de un galgo, y empieza a transformar el cuerpo de Nora en ese pequeño paquete firme que Haley quiere vender. La obliga a hacer flexiones, abdominales, estiramientos, y la inicia en pesas.

Lo interesante del asunto es que a Nora empieza a gustarle todo eso.

Todo: el riguroso entrenamiento físico y mental. A Nora le va la marcha. Se levanta una mañana y va a lavarse la cara (con la crema limpiadora especial que Haley le ha comprado), se mira en el espejo y se pregunta: «Caramba, ¿quién es esta mujer?». Va a clase, se oye discurseando sobre asuntos de actualidad y se pregunta: «Caramba, ¿quién es esta mujer?».

Sea quien sea, a Nora le gusta.

Su padre no se fija en el cambio. ¿Cómo iba a hacerlo?, piensa Nora. No vuelvo en un Baggie.

Haley la lleva de paseo a Sunset Strip, en Los Angeles, para enseñarle las putas del crack. La cocaína del crack ha azotado la nación como un virus, y las putas lo han pillado. Se lo pasan bomba. Están de rodillas en los callejones, tumbadas de espaldas en los coches. Algunas son jóvenes, algunas viejas. Nora se queda asombrada de que todas parezcan muy viejas. Y muy enfermas.

—Nunca podría ser como estas mujeres —dice Nora.

—Sí, podrías —replica Haley—. Si no sigues el camino recto. Aléjate de la droga, no dejes que te jodan la cabeza. Sobre todo, ahorra dinero. Podrás ganar dinero entre diez y doce años, siempre que te cuides. A tope. Después, la decadencia. Así que deberás acumular acciones, bonos, fondos de inversión. Bienes raíces. Te pondré en contacto con mi asesor financiero.

Porque la chica va a necesitar uno, piensa Haley.

Nora es el paquete.

Cuando cumple dieciocho años, está preparada para ir a la Casa Blanca.

Paredes blancas, alfombras blancas, muebles blancos. Limpieza y mantenimiento significan un coñazo, pero vale la pena porque tranquiliza a los hombres en cuanto entran (a todos sin excepción les ha asustado de niños derramar algo sobre cualquier cosa blanca de su madre). Y cuando Haley está presente, siempre viste de blanco: la casa soy yo, yo soy la casa. Soy intocable, ergo mi casa es intocable.

Sus mujeres siempre visten de negro.

Nada más, siempre de negro.

Haley quiere que sus mujeres destaquen.

Y siempre van vestidas de pies a cabeza. Nada de ropa interior o batas. Haley no está al frente de un rancho de sementales baratos de Nevada. Es famosa porque viste a sus mujeres con jerséis de cuello alto, trajes, levitas negras, vestidos. Viste a sus mujeres con ropa que los hombres pueden imaginarse quitando. Y ella les obliga a desear hacerlo.

Tienen que pasar por el aro, incluso en la Casa Blanca.

En las paredes cuelgan imágenes en blanco y negro de las diosas: Afrodita, Niké, Venus, Hedy Lamarr, Sally Rand, Marilyn Monroe. Nora considera las imágenes intrigantes, sobre todo la de Monroe, porque se parecen un poco.

No es coña, se parecen, piensa Haley.

Está presentando a Nora como a una joven Monroe, pero sin grasa.

Nora está nerviosa. Tiene la vista clavada en un monitor de vídeo de la sala de estar, contemplando esta reunión de clientes, uno de los cuales va a ser su primer polvo profesional. Hace un año y medio que no practica el sexo, y ni siquiera está segura de recordar cómo se hace, pese a los quinientos pavos que le van a caer. Por lo tanto, confía en que sea ese tipo alto, moreno y tímido, y da la impresión de que Haley está intentando conducir las cosas en esa dirección.

—¿Nerviosa? —le pregunta Joyce.

Joyce es el polo opuesto, una
gamine
de pecho plano con un vestido de París años cincuenta (Gigi de puta), que la ha estado ayudando con el maquillaje y la ropa, la blusa negra de cuello abierto y la falda negra.

—Sí.

—Todas lo están la primera vez —dice Joyce—. Después se convierte en rutina.

Nora sigue mirando a los cuatro hombres sentados con torpeza en el gran sofá. Son jóvenes, de unos veinticinco años, pero no parecen universitarios ricos mimados, y se pregunta de dónde habrán sacado el dinero para venir aquí. Cómo han venido a parar aquí.

Callan se pregunta lo mismo.

¿Qué coño estamos haciendo aquí?

Big Paulie Calabrese cagaría sangre si supiera que Jimmy Peaches está aquí, conectando el oleoducto que chupará cocaína como una gigantesca paja desde Colombia hasta el West Side, pasando por México.

—¿Quieres relajarte? —dice Peaches—. Te he reservado un sitio en la mesa. ¿Quieres hacer el puto favor de sentarte y comer?

—«Si traficas con drogas, mueres» —le recuerda Callan—. Eso dijo Calabrese.

—Sí, «Si traficas con drogas, mueres», pero si no traficamos, nos morimos de hambre —replica Jimmy—. ¿Es que el jodido de Paulie nos va a dar algo de los sindicatos? No. ¿De los sobornos? No. ¿De los camioneros? ¿De la construcción? No. Que le den. Si me entrega una parte de eso, entonces puede decirme que no trafique. Entretanto, trafico.

Las puertas todavía no se han cerrado detrás de los botones, y Peaches ya dice que quiere ir a esa casa de putas de la que le han hablado.

A Callan no le va la idea.

—¿Volar cinco mil kilómetros para echar un polvo? —pregunta—. Podemos hacerlo en casa.

—De esta clase no —dice Peaches—. Dicen que en ese lugar tienen los mejores coñitos del mundo.

—El sexo es el sexo —dice Callan.

—¿Qué sabrás tú de eso? —pregunta Peaches—. Eres irlandés.

No es que no le tiente la historia, es que esto era un viaje de negocios, y en lo tocante a los negocios, Callan es todo negocios. Ya es bastante difícil evitar que los hermanos Piccone no piensen en su polla cuando trabajan, no veas cuando persiguen mujeres.

—Pensaba que estábamos en viaje de negocios —dice.

—Jesús, ¿quieres animarte? —dice Peaches—. Vas a morir, en tu lápida escribirán que nunca te divertiste. Echaremos un polvo, haremos negocios. Hasta es posible que dispongamos de un minuto para comer, si te parece bien. Me han dicho que el marisco es estupendo allí.

Sí, qué listo es Peaches, piensa Callan. Por la ventana no se ve otra cosa que mar, de manera que alguien habrá imaginado alguna forma de preparar pescado, piensa.

—Eres un puto bastardo, ¿sabes? —dice Peaches.

Sí, un puto bastardo, piensa Callan. Me he cargado a cinco tíos para los Cimino, y Peaches me dice que soy un puto bastardo.

—¿Quién te dio el número? —pregunta Callan. No le gusta. Peaches llama a este número, una muñeca le dice: Claro, venid, y van a este almacén donde lo único que les espera es una tormenta de mierda.

—Sal Scachi me dio el número, ¿vale? —dice Peaches—. Ya conoces a Sal.

—No sé —dice Callan. Si Calabrese fuera a matarles por ese asunto de las drogas, sería Scachi quien se encargaría.

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