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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (11 page)

BOOK: El poder del perro
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Les cortaré las manos, y lo dejaremos así.

Les demostraré que Big Matt Sheehan puede ser magnánimo.

Entonces recuerda que ya no tiene a Eddie el Carnicero para encargarse de la tarea.

Un día después, se ha quedado también sin Jimmy Boylan y Fat Tim Healey, porque Boylan ha muerto y Healey ha desaparecido.

Y Kevin Kelly ha considerado conveniente encargarse de unos asuntos en Albany. Marty Stone tiene una tía enferma en Far Rockaway. Y Tommy Dugan se ha ido de juerga.

Todo lo cual conduce a Big Matt a sospechar que tal vez se esté gestando un golpe de Estado, una verdadera revolución.

Por lo tanto, reserva un vuelo a su otra casa, en Florida.

Lo cual sería una noticia estupenda para Callan y O-Bop, pero, por lo visto, antes de que Matty subiera al avión, se puso en contacto con Big Paulie Calabrese, el nuevo
representante
de la familia Cimino, y pidió un favor.

—¿Qué crees que le dio? —pregunta Callan a O-Bop.

—¿Una parte del Javits Center? —dice O-Bop.

Big Matt controla los sindicatos de la construcción y los sindicatos de los camioneros que trabajan en el enorme centro de congresos planeado en el West Side. Hace más de un año que los italianos están babeando por una parte de ese negocio. Solo el contrato del cemento vale millones. Ahora Matt no está en posición de negarse, pero podría esperar un favor razonable a cambio de acceder.

Cortesía profesional.

Callan y O-Bop están atrincherados en un apartamento de un segundo piso de la Cuarenta y nueve, entre la Décima y la Once. No duermen gran cosa. Se pasan el día mirando el cielo. O lo que se puede ver desde un tejado de Nueva York.

—Hemos matado a dos tíos —dice O-Bop.

—Sí.

—Legítima defensa, desde luego —dice O-Bop—. O sea, estábamos en nuestro derecho, ¿no?

—Claro.

—Me pregunto si Mickey Haggerty nos va a vender —dice un poco después O-Bop.

—¿Tú crees?

—Se enfrenta a una condena de entre ocho y doce meses por robo —dice O-Bop—. Podría vendernos.

—No —dice Callan—. Mickey es de la vieja escuela.

—Es posible que Mickey sea de la vieja escuela —dice O-Bop—, pero también podría estar cansado de dormir entre rejas. Es su segunda condena.

Callan sabe que Mickey cumplirá su sentencia y volverá al barrio con la cabeza alta. Y Mickey sabe que no podrá conseguir ni unos cacahuetes en la Cocina si se va de la lengua con la pasma.

Mickey Haggerty es la última de sus preocupaciones.

Es lo que está pensando Callan mientras mira por la ventana el Lincoln Continental aparcado al otro lado de la calle.

—Sería mejor acabar de una vez por todas —dice a O-Bop.

O-Bop tiene la cabeza de pelo rojo ondulado metida bajo el grifo de la cocina, intentando refrescarse. Sí, eso funcionará: la temperatura es de casi cuarenta grados, están en un apartamento de dos habitaciones de una quinta planta, con un ventilador del tamaño de la hélice de un barco de juguete, y la presión del agua es cero debido a que los bastardos del barrio han abierto todas las bocas de incendios de la calle y, por si eso no fuera suficiente, hay un pelotón de la familia Cimino buscándolos para hacerles fosfatina.

Y los harán fosfatina, y pronto, porque es lo bastante tarde para que la oscuridad les proporcione un manto de decoro.

—¿Qué quieres hacer? —pregunta O-Bop—. ¿Quieres salir a tiro limpio? ¿Como en
Duelo de titanes
?

—Sería mejor que cocerse aquí hasta morir.

—No —dice O-Bop—. Esto es una mierda, desde luego, pero si bajamos nos coserán a balazos como a perros.

—Tenemos que bajar en algún momento —aduce Callan.

—No —dice O-Bop. Saca la cabeza de debajo del grifo y se sacude el agua—. Mientras haya pizzas a domicilio, no tendremos que bajar.

Se acerca a la ventana y mira el Lincoln largo y negro aparcado al otro lado de la calle.

—Los jodidos italianos nunca cambian —dice O-Bop—. Uno se cree que podrían aparecer en un Mercedes, un BMW, no sé, un puto Volvo o algo por el estilo. Cualquier cosa, salvo estos putos Lincolns y Caddies. Debe de ser una norma de esos spaghetti, te lo aseguro.

—¿Quién está en el coche, Stevie?

Hay cuatro tíos en el coche. Tres más merodean por las proximidades. Muy natural. Fuman cigarrillos, beben café, matan el tiempo. Como un anuncio de la mafia dirigido al barrio: vamos a dar una paliza a alguien, de modo que mejor os vais a otro sitio.

O-Bop se explica mejor.

—La sub-banda de Piccone de la banda de Johnny Boy Cozzo —dice—. La rama Demonte de la familia Cimino.

—¿Cómo lo sabes?

—El tío del asiento del acompañante está comiendo una lata de melocotón en almíbar —explica O-Bop—. Por lo tanto, es Jimmy Piccone, Jimmy Peaches. Le vuelve loco el melocotón en almíbar.

O-Bop es un fanático de la mafia. La sigue como algunos tíos siguen a los equipos de béisbol. Tiene todo el organigrama de las Cinco Familias grabado en la cabeza.

Por lo tanto, O-Bop está enterado de que, como Cario Cimino murió el año pasado, la familia ha sufrido una temporada de inestabilidad. Casi todos los tipos del núcleo duro estaban seguros de que Cimino elegiría a Neill Demonte como sucesor, pero en cambio se decantó por su cuñado Paulie Calabrese.

Fue una elección impopular, sobre todo entre la vieja guardia, convencida de que Calabrese es demasiado blando, está demasiado obsesionado en invertir el dinero en negocios legales. Al núcleo duro (los prestamistas, los artistas de la extorsión y los ladrones propiamente dichos) no le gusta.

Jimmy «Big Peaches» Piccone es uno de ellos. De hecho, está sentado en el Lincoln alardeando de ello.

—Somos la Familia del Crimen Cimino —está diciendo Peaches a su hermano, Little Peaches. Joey «Little Peaches» Piccone es más grande que su hermano mayor, Big Peaches, pero nadie se atreve a decirlo, de modo que los motes no cambian—. Hasta el jodido
NewYork Times
nos llama la Familia del Crimen Cimino. Nos dedicamos al crimen. Si hubiera querido dedicarme a los negocios, habría trabajado en, yo qué sé, la IBM.

A Peaches tampoco le gusta que Demonte fuera descartado como jefe.

—Es un viejo, ¿qué hay de malo en dejarle disfrutar de sus últimos años tomando el sol? Se lo ha ganado. El Viejo tendría que haber nombrado jefe al señor Neill y subjefe a Johnny Boy. Habríamos tenido nuestra
cosa nostra
.

Pese a su juventud (tiene veintiséis años), Peaches es un carca, un conservador, un William F. Buckley sin corbata. Le gusta el viejo estilo, las viejas tradiciones.

—En los viejos tiempos —dice Peaches, como si él hubiera vivido en los viejos tiempos—, nos habríamos quedado un pedazo del Centro Javits. No tendríamos que haberle lamido el culo a un irlandés como Matty Sheehan. Tampoco es que Paulie nos lo vaya a dejar probar. Le da igual si nos morimos de hambre.

—Eh... —dice Little Peaches.

—Eh... ¿qué?

—Eh... Paulie le da este trabajo al señor Neill, que se lo da a Johnny Boy, que nos lo da a nosotros —dice Little Peaches—. Es lo único que me interesa saber: Johnny Boy nos da un trabajo, nosotros hacemos el trabajo.

—Vamos a hacer el puto trabajo —dice Peaches. No le hace falta que su hermano pequeño le de discursos sobre cómo funciona el asunto. Peaches sabe cómo funciona, le gusta cómo funciona, sobre todo en la rama Demonte de la familia, donde funciona como en los viejos tiempos.

Además, Peaches adora a Johnny Boy.

Johnny Boy representa todo lo que la mafia era.

Lo que debería volver a ser, piensa Peaches.

—Pronto se hará de noche —dice Peaches—. Subiremos y les daremos el pasaporte.

Callan está sentado, hojeando la libreta negra.

—Tu padre sale —dice.

—Menuda sorpresa —dice con sarcasmo O-Bop—. ¿Cuánto?

—Dos de los grandes.

—Debió de apostar a que los Budweiser Clydesdales aparecerían en el Aqueduct —dice O-Bop—. Eh, aquí viene la pizza. Oye, ¿qué coño está pasando? ¡Nos están robando la pizza!

O-Bop está muy cabreado. No le irrita en especial que estos tíos hayan venido a matarles (era de esperar, los negocios son así), pero se toma el secuestro de la pizza como una afrenta personal.

—¡No deberían hacer esto! —aulla—. ¡No está bien!

Así empezó todo, recuerda Callan.

Levanta la mirada de la libreta negra y ve al gordo con una gran sonrisa en la cara, que alza hacia ellos un trozo de pizza.

—¡Eh! —chilla O-Bop.

—¡Está buena! —grita Peaches.

—¡Se están comiendo nuestra pizza! —dice O-Bop a Callan.

—No pasa nada —dice Callan.

—¡Estoy hambriento! —lloriquea O-Bop.

—Pues baja y quítasela —dice Callan.

—Sería capaz.

—Llévate una escopeta.

—¡Joder!

Callan oye las carcajadas de los tíos de la calle. Le da igual. No le afecta tanto como a O-Bop. O-Bop detesta que se rían de él. Cuando ocurre algo así, significa pelea segura. A Callan se la suda.

—¿Stevie?

—¿Qué?

—¿Cómo has dicho que se llama el tío de abajo?

—¿Qué tío?

—El que han enviado a liquidarnos.

—Jimmy Peaches.

—Sale aquí.

—¿Y qué pone?

O-Bop se aleja de la ventana.

—¿Cuánto?

—Cien mil.

Se miran y empiezan a reírse.

—Callan —dice O-Bop—, el partido acaba de empezar de nuevo.

Porque Peaches Piccone debe a Matty Sheehan cien mil dólares. Y eso es lo principal: los intereses se estarán acumulando con más rapidez que el hedor en una huelga de basureros, de modo que Piccone se halla en serios apuros. Está endeudado con Matt Sheehan hasta las cejas. Lo cual sería una mala noticia (más motivos para hacerle un buen favor a Sheehan), de no ser porque Callan y O-Bop se hallan en poder de la libreta.

Lo cual les abre una nueva perspectiva.

Si viven lo suficiente para aprovecharla.

Porque está oscureciendo, y deprisa.

—¿Se te ocurre alguna idea? —pregunta O-Bop.

—Sí.

Es una jugada desesperada, pero, mierda, la situación es desesperada.

O-Bop se dirige hacia la escalera de incendios con una botella de leche en la mano.

—¡Eh, vosotros, bastardos! —grita.

Los chicos del Continental levantan la vista.

Justo cuando O-Bop prende fuego al trapo metido en la botella.

—¡Comeos esto! —grita, y la lanza hacia el Lincoln. —¿Qué coño...?

Peaches aprieta el botón que baja la ventanilla y ve la antorcha que cae del cielo hacia él, así que abre la puerta para salir cagando leches del asiento trasero del Lincoln, y lo hace justo a tiempo, porque la puntería de O-Bop es perfecta y la botella se estrella sobre el coche y las llamas se extienden sobre el techo.

—¡El coche es nuevo, joder! —grita Peaches hacia la escalera de incendios.

Y está muy cabreado, porque ni siquiera tiene la oportunidad de disparar contra alguien, ya que se ha formado un gentío numeroso, se oyen sirenas y toda esa mierda, y no pasan ni dos minutos antes de que toda la manzana se llene de polis irlandeses y bomberos irlandeses, que se ponen a regar lo que queda del Lincoln.

Polis irlandeses y bomberos irlandeses, y unas mil quinientas drag queens de la Novena avenida, que rodean a Peaches chillando y aullando, bailando y tocando los huevos. Envía a Little Peaches al teléfono de la esquina para hacer una llamada y conseguir un puto vehículo nuevo, y entonces siente la presión del metal contra su puto riñón izquierdo y alguien susurra:

—Señor Piccone, haga el favor de darse la vuelta muy despacio.

Con respeto, cosa que Peaches agradece.

Se vuelve y ve al chico irlandés (no el capullo pelirrojo de la botella, sino un chico alto y moreno), con una pistola en una bolsa de papel marrón y algo en la otra mano.

¿Qué coño será?, se pregunta Peaches.

Entonces cae en la cuenta.

La libretita negra de Matty Sheehan.

—Deberíamos hablar —dice el chico.

—Deberíamos —asiente Peaches.

Están en el sótano del palacio de tomaínas de Paddy Hoyle, en la puta Doce, y podría parecer un garito mexicano, pero no hay mexicanos en las cercanías.

Lo que hay es una tertulia italoirlandesa, y Callan y O-Bop están en un extremo con la espalda pegada a la pared, y Callan parece un bandido con una pistola en cada mano, y O-Bop sujeta una escopeta a la altura de la cintura. Junto a la puerta, están los dos hermanos Piccone. Los italianos no han desenfundado sus armas, están inmóviles con sus bonitos trajes, con aspecto muy tranquilo y muy duro.

O-Bop lo respeta. Le encanta. Como ya se han puesto en evidencia una vez (da igual perder un Lincoln), no van a hacer más el ridículo aparentando preocupación por el hecho de que dos rufianes les apunten con todo un arsenal. Es chic, y O-Bop lo entiende.

De hecho, le gusta.

A Callan se la suda.

Si la cosa se tuerce, empezará a apretar gatillos, a ver qué pasa. —¿Cuántos años tenéis? —pregunta Peaches.

—Veinte —miente O-Bop.

—Veintiuno —dice Callan.

—Los tenéis bien puestos —dice Peaches—, pero tenemos que hablar de ese rollo de Eddie Friel.

Ya está, piensa Callan. Está a punto de echarlo todo a perder.

—Me asqueaba ese vicio perverso —dice Peaches—. ¿Mearse en la boca de la gente? ¿Qué es eso? ¿Cuántas veces le disparasteis? ¿Ocho? Querías hacer bien el trabajo, ¿eh?

Se ríe. Little Peaches le corea.

Y también O-Bop.

Callan no. Está preparado, punto.

—Siento lo de tu coche —dice O-Bop.

—Sí —dice Peaches—. La próxima vez que queráis hablar, utilizad el puto teléfono, ¿vale?

Todo el mundo se ríe, excepto Callan.

—Es lo que intento decirle a Johnny Boy —dice Peaches—. Le digo que me lleve al West Side, con los zulús, los puertorriqueños y los irlandeses. ¿Qué coño se supone que debo hacer? Voy a decirle que escupen fuego del cielo, y que ahora tengo que comprarme un coche nuevo. Putos irlandeses. ¿Has mirado la libretita negra?

—¿Tú qué crees? —pregunta O-Bop.

—Que lo has hecho. Estoy convencido. ¿Qué has visto?

—Depende.

—¿De qué?

—De lo que pase aquí.

—Dime qué debería pasar aquí.

Callan oye que O-Bop traga saliva. Sabe que O-Bop está acojonado, pero va a pegarse el farde. Hazlo, Stevie, piensa Callan, adelante.

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