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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (50 page)

BOOK: El poder del perro
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Esperó a que Fidel hiciera el primer disparo, y cuando lo oyó, apretó el gatillo dos veces.

Su hombre cayó.

Todos cayeron.

Los pobres mamones ni se enteraron. Tan solo una ráfaga desde los arbustos que flanqueaban la carretera, y seis guerrilleros abatidos, que se desangraban sobre la tierra.

Ni siquiera tuvieron tiempo de sacar las armas.

Callan se obligó a caminar hasta el hombre que había derribado. El tipo estaba muerto, caído de cara al suelo. Callan empujó al tipo con el pie. Habían recibido órdenes estrictas de recoger cualquier arma, pero Callan no encontró ninguna. Lo único que portaba el tipo era un machete, de los utilizados por los
campesinos
para cortar bananas de los árboles.

Callan paseó la vista a su alrededor y comprobó que ningún guerrillero iba armado.

Fidel ni siquiera se inmutó. Paseó de un lado a otro, disparó en la nuca de los caídos, y después llamó por radio a Las Tangas. Al cabo de poco, un camión apareció con un montón de ropa como la utilizada por los guerrilleros comunistas, y Fidel ordenó a sus hombres que vistieran a los cadáveres con la ropa nueva.

—Estás de broma —dijo Callan.

Rambo no estaba bromeando. Dijo a Callan que pusiera manos a la obra.

Callan se sentó en la cuneta.

—No soy un puto enterrador —le dijo a Fidel.

Contempló a los demás Tangueros mientras cambiaban la ropa de los cadáveres, y después tomaban fotos de los «guerrilleros» muertos.

Fidel no dejó de gritarle durante el camino de regreso.

—Sé lo que hago —decía—. Sé latín.

Sí, yo también sé latín, le dijo Callan. Lo enseñaban en la Cocina del Infierno.

—Pero los tíos a los que disparaba, Rambo, llevaban armas en las manos —añadió Callan.

Rambo debió de chivarse a Scachi, porque Sal apareció unas semanas después en el rancho para celebrar una «sesión de asesoramiento» con Callan.

—¿Cuál es tu problema? —le preguntó.

—Mi problema es ametrallar a putos agricultores —replicó Callan—. Llevaban las manos vacías, Sal.

—Aquí no estamos rodando películas del Oeste —contestó Sal—. No existe un «código de honor». ¿Quieres dispararles en la selva, cuando van con AK en las manos? ¿Te sentirás mejor si hay bajas? Esto es una puta guerra, Callan.

—Sí, ya veo que es una guerra.

—Te pagan, ¿verdad? —preguntó Sal.

Sí, pensó Callan, me pagan.

El águila chilla dos veces al mes, en metálico.

—¿Y te tratan bien? —preguntó Scachi.

Como a un puto rey, admitió Callan. Filetes cada noche, si quieres. Cerveza gratis, whisky gratis, coca gratis si te va ese rollo. Callan fumaba un poco de coca de vez en cuando, pero prefería el alcohol. Muchos Tangueros esnifaban montones de coca, y después se iban con las putas que venían los fines de semana y las follaban toda la noche.

Callan fue de putas un par de veces. Un hombre tiene necesidades, pero nada más, solo satisfacer una necesidad. No eran
call girls
de categoría como las de la Casa Blanca, sino mujeres indias que llegaban de los campos petrolíferos del oeste. Ni siquiera eran mujeres, para ser sinceros. La mayoría, tan solo chicas con vestidos baratos y mucho maquillaje, punto.

La primera vez que estuvo con una, Callan se sintió después más abatido que aliviado. Entró en un pequeño cubículo situado en la parte posterior de los barracones. Paredes de madera contrachapada desnuda y una cama con un colchón. Ella intentó decirle cosas sexies, cosas que, en teoría, le haría gracia oír, pero él le pidió al final que cerrara la boca y se limitara a follar.

Después se quedó tumbado, pensando en la mujer rubia de San Diego.

Se llamaba Nora.

Era hermosa.

Pero aquella era otra vida.

Después de la charla con Sal Scachi, Callan participó en más misiones. Los Tangueros tendieron una emboscada a seis «guerrilleros» desarmados más a orillas de un río, y ametrallaron a otra media docena en la plaza de una aldea.

Fidel tenía una palabra para estas actividades.

Limpieza
, lo llamaba.

Estaban limpiando la zona de guerrilleros, comunistas, líderes sindicales, agitadores, toda esa basura de mierda. Callan se enteró de que no eran los únicos que llevaban a cabo la limpieza. Había montones de grupos más, de ranchos, de centros de adiestramiento por todo el país. Todos los grupos tenían motes: Muerte a Revolucionarios, ALFA 13, Los Tinados. Al cabo de dos años, habían matado a más de tres mil activistas, organizadores, candidatos y guerrilleros. La mayoría de esas matanzas tenían lugar en aldeas aisladas, sobre todo en la zona de Medellín del valle Magdalena, donde todos los varones de los pueblos eran hacinados como ganado y ametrallados. O despedazados con machetes, cuando las balas se consideraban demasiado caras.

Además de los comunistas, la limpieza se hizo extensiva a mucha otra gente: niños de la calle, homosexuales, drogadictos, alcohólicos.

Un día los Tangueros fueron a liquidar a unos guerrilleros que se trasladaban de una base de operaciones a otra. Callan y los demás esperaron a que su autobús rural llegara, lo pararon y obligaron a todo el mundo a bajar, excepto al conductor. Fidel paseó entre los pasajeros, comparó sus rostros con las fotos que sostenía en la mano, después apartó a cinco hombres del grupo y ordenó que los condujeran a la cuneta.

Callan vio que los hombres caían de rodillas y se ponían a rezar.

Casi antes de llegar al
Padre Nuestro
, los Tangueros los fusilaron. Callan dio media vuelta, a tiempo de ver que dos de sus camaradas encadenaban el conductor al volante.

—¿Qué coño estáis haciendo? —gritó.

Pasaron gasolina del depósito del autobús a una jarra de plástico y la vertieron sobre el conductor, y mientras este suplicaba clemencia a gritos, Fidel se volvió hacia los pasajeros.

—¡Eso es lo que pasa por transportar guerrilleros! —anunció.

Dos Tangueros sujetaron a Callan mientras Fidel arrojaba una cerilla al autobús.

Callan vio los ojos del conductor, oyó sus chillidos y vio que el cuerpo del hombre bailaba y se retorcía entre las llamas.

Nunca logró sacarse ese olor de la nariz.

(Sentado ahora en el bar de Puerto Vallarta, percibe el olor de la piel quemada. No hay suficiente whisky en el mundo para quitarse ese olor.)

Aquella noche, Callan le dio duro a la botella. Se puso ciego de comer y beber, y pensó en coger la vieja 22 y meterle una bala a Fidel en la cara. Decidió que aún no estaba preparado para suicidarse y empezó a hacer las maletas.

Uno de los rodesianos le detuvo.

—No te irás por tu propio pie —le advirtió—. Te matarán antes de que hayas recorrido un
klik
.

El tío tiene razón, no podré recorrer ni un kilómetro.

—No puedes hacer nada —añadió el rodesiano—. Es la Niebla Roja.

—¿Qué es la Niebla Roja? —preguntó Callan.

El tío le miró de una forma rara y se encogió de hombros.

Como diciendo: Si no lo sabes...

—¿Qué es Niebla Roja? —preguntó Callan a Scachi cuando este volvió para enderezar la actitud cada vez más mierdosa de Callan. El puto irlandés se quedaba sentado en los barracones, sosteniendo largas conversaciones con Johnnie Walker.

—¿Dónde has oído hablar de Niebla Roja? —preguntó Scachi.

—Da igual.

—Sí, bueno, pues olvídalo.

—Que te den por el culo, Sal —dijo Callan—. Estoy metido en algo. Quiero saber qué es.

No, pensó Scachi.

Y aunque quisieras, no puedo decírtelo.

Niebla Roja era el nombre en clave de la coordinación de la miríada de operaciones destinadas a «neutralizar» los movimientos de izquierdas en Latinoamérica. Básicamente, el programa Fénix adaptado a Sudamérica y Centroamérica. La mitad de las veces, los agentes ni siquiera sabían que estaban siendo coordinados en el seno de Niebla Roja, pero el papel de Sal Scachi, como chico de los recados de John Hobbs, era lograr que la información se compartiera, los activos se distribuyeran, los objetivos cayeran y nadie se hiciera la zancadilla en el intento.

No era un trabajo fácil, pero Scachi era el hombre perfecto. Boina Verde, agente de la CIA en algún momento, miembro de la mafia, Sal desapareció del ejército en «misión independiente» y trabajó como colaborador de Hobbs. Y había mucho en que colaborar. Niebla Roja abarcaba literalmente cientos de milicias de extrema derecha y sus patrocinadores, señores de la droga, así como mil oficiales del ejército y algunos cientos de miles de soldados, decenas de agencias de inteligencia diferentes y fuerzas de policía.

Y la Iglesia católica.

Sal Scachi era Caballero de Malta y miembro del Opus Dei, la feroz organización secreta, de extrema derecha y anticomunista, compuesta por obispos, sacerdotes y leales esbirros como Sal. La Iglesia católica estaba sumida en una guerra intestina, pues su líder conservador del Vaticano luchaba, por el «bien» de la Iglesia, contra los «teólogos de la liberación», sacerdotes y obispos izquierdistas, a menudo marxistas, que trabajaban en el Tercer Mundo. Los Caballeros de Malta y el Opus Dei trabajaban codo con codo con las milicias de extrema derecha, los oficiales del ejército, incluso con los cárteles de la droga cuando era necesario.

Y la sangre fluía como el vino en la comunión.

Casi todo ello pagado, directa o indirectamente, con dólares norteamericanos. Directamente mediante la ayuda norteamericana a los militares de los países, cuyos oficiales formaban el grueso de los escuadrones de la muerte. Indirectamente mediante los norteamericanos que vendían drogas, cuyos dólares iban a parar a los cárteles que patrocinaban los escuadrones de la muerte.

Miles de millones de dólares en ayuda económica, miles de millones de dólares en dinero de la droga.

En El Salvador, escuadrones de la muerte de extrema derecha asesinaron a políticos izquierdistas y líderes sindicales. En 1989, en el campus de la Universidad Central Americana de El Salvador, oficiales del ejército salvadoreño ametrallaron a seis jesuítas, a una criada y a su hija de pocos meses con rifles provistos de mira telescópica. En aquel mismo año, el gobierno de Estados Unidos envió quinientos mil millones de dólares en ayudas al gobierno salvadoreño. A finales de los ochenta, unas setenta y cinco mil personas habían sido asesinadas.

Guatemala doblaba esa cifra.

Durante la larga guerra contra los rebeldes marxistas, más de ciento cincuenta mil personas fueron asesinadas, y otras cuarenta mil desaparecieron. Niños sin hogar fueron abatidos en las calles. Estudiantes universitarios fueron asesinados. Un hotelero norteamericano fue decapitado. Un profesor universitario fue apuñalado en el vestíbulo del edificio donde daba clase. Una monja norteamericana fue violada, asesinada y arrojada sobre los cuerpos de sus compañeras. En todo momento, soldados norteamericanos aportaron entrenamiento, asesoría y equipo, incluidos los helicópteros que transportaban a los asesinos a los campos de exterminio. A finales de los ochenta, el presidente George Bush se hartó de la carnicería y bloqueó por fin los fondos y el armamento para los militares guatemaltecos.

Lo mismo sucedía en toda Latinoamérica: la larga guerra en la sombra entre los ricos y los pobres, entre la extrema derecha y los marxistas, con los liberales atrapados en medio sin saber reaccionar.

Y siempre, Niebla Roja estaba presente. John Hobbs supervisaba la operación. Sal Scachi se encargaba del día a día.

Trabajaba en colaboración con oficiales del ejército entrenados en la Escuela de las Américas, en Fort Benning, Georgia. Aportaba adiestramiento, asesoría técnica, equipamiento, inteligencia. Prestaba activos a las fuerzas armadas y milicias latinoamericanas.

Uno de esos activos era Sean Callan.

El hombre está hecho un desastre, pensó Scachi mientras observaba a Callan: el pelo largo y sucio, la piel amarillenta debido a días y días de beber sin parar. No es exactamente la imagen de un guerrero, pero las apariencias engañan.

Sea lo que sea, Callan posee talento, pensó Scachi.

Y el talento no abunda, así que.

—Te voy a sacar de Las Tangas —dijo Scachi.

—Estupendo.

—Tengo otro trabajo para ti.

Ya lo creo, recuerda Callan.

Luis Carlos Galán, el candidato presidencial del Partido Liberal que contaba con kilómetros de ventaja en las encuestas, fue eliminado en el verano del 89. Bernardo Jaramillo Osa, el líder de la UP, fue abatido a tiros cuando bajaba de un avión en Bogotá la primavera siguiente. Carlos Pizarro, el candidato del M-19 a la presidencia, fue asesinado unas semanas después.

Tras eso, Colombia se puso al rojo vivo para Callan.

Pero Guatemala no. Ni Honduras, ni El Salvador.

Scachi le movía como a un caballo en un tablero de ajedrez. Saltar aquí, saltar allí, le utilizaba para barrer piezas del tablero. Guadalupe Salcedo, Héctor Oqueli, Carlos Toledo y una docena más. Callan empezó a olvidar los nombres. Tal vez no sabía con exactitud qué era Niebla Roja, pero él lo tenía muy claro: sangre, una niebla roja que llenaba su cabeza hasta convertirse en lo único que podía ver.

Después Scachi le trasladó a México.

—¿Para qué? —preguntó Callan.

—Para que te relajes un poco —contestó Scachi—. Para colaborar en la protección de unas personas. ¿Te acuerdas de los hermanos Barrera?

¿Cómo no? Era el trato de cocaína a cambio de armas que había iniciado toda la mierda, allá en el 85. Jimmy Peaches se pasó al bando de Big Paulie, cosa que dio inicio a su extraño viaje.

Sí, Callan se acordaba de ellos.

¿Cuál era su problema?

—Son amigos nuestros —dijo Scachi.

«Amigos nuestros», pensó Callan. Una extraña elección de palabras, una frase que los gángsters utilizaban para describir a otros gángsters. Bien, yo no soy un gángster, pensó Callan, y un par de traficantes de coca mexicanos tampoco, de modo que, ¿qué más da?

—Son buena gente —explicó Scachi—. Contribuyen a la causa.

Sí, eso les convierte en putos ángeles, pensó Callan.

Pero fue a México.

Porque, ¿adónde iba a ir, si no?

Así que ahora está aquí, en esta ciudad playera, el Día de los Muertos.

Decide tomar un par de copas, porque se encuentran en un lugar seguro, es día festivo, así que no habrá problemas. Incluso si surgieran, piensa, últimamente estoy mejor un poco borracho que sobrio por completo.

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