Bien, pronto se hará algo, piensa Adán. Tenemos suerte de haber sobrevivido a los dos últimos ataques, pero ¿cuánto tardaremos en agotar la suerte?
La conclusión es que estamos acabados.
Y cuando yo haya muerto, Güero perseguirá a Lucía y a Gloria y las matará. A menos que pueda descubrir, y neutralizar, la fuente del nuevo poder de Güero.
¿De dónde procede?
Ramos y sus tropas están poniendo patas arriba un almacén cercano a la frontera, en el lado mexicano. El soplo era bueno, y han encontrado montones de cocaína envasada al vacío. Una decena de trabajadores de Güero Méndez están maniatados, y Ramos observa que todos lanzan miradas furtivas hacia una carretilla elevadora aparcada en un rincón.
—¿Dónde están las llaves? —le pregunta al encargado del almacén.
—En el cajón de arriba del escritorio.
Ramos se apodera de las llaves, salta sobre la carretilla y sube. Apenas da crédito a sus ojos.
La boca de un túnel.
—¿Me estáis tomando el pelo? —pregunta en voz alta Ramos.
Salta de la carretilla, agarra al encargado y lo levanta del suelo.
—¿Hay hombres ahí? —pregunta—. ¿Trampas explosivas?
—No.
—Si hay, volveré y te mataré.
—Lo juro.
—¿Las luces están apagadas?
—Sí.
—Pues enciéndelas.
Cinco minutos después, Ramos sujeta a Esposa con una mano y utiliza la otra para bajar por la escalerilla clavada a un lado de la entrada del túnel.
Diecinueve metros y medio de profundidad.
El pozo tiene unos dos metros de altura y uno veinte de ancho, con suelos y paredes reforzados. Hay luces fluorescentes sujetas al techo. Un sistema de aire acondicionado bombea aire fresco a todo el túnel. Han dispuesto una vía estrecha en el suelo, con cochecitos sobre los raíles.
Joder, piensa Ramos, al menos no hay locomotora. De momento.
Empieza a caminar por el pozo en dirección norte, hacia Estados Unidos. Entonces se le ocurre que debería ponerse en contacto con alguien del otro lado antes de cruzar la frontera, incluso bajo el suelo. Vuelve a la superficie y hace algunas llamadas telefónicas. Dos horas después, vuelve a bajar la escalerilla, seguido de Art Keller. Y detrás de ellos, un batallón del Grupo Táctico Especial y un montón de agentes de la DEA.
En el lado norteamericano, un ejército de agentes de la DEA, el INS, la ATF, el FBI y Aduanas están concentrados en la zona que hay al otro lado del túnel, a la espera de asaltar el lugar preciso en cuanto el grupo del túnel les dé la orden por radio.
—Increíble, joder —dice Shag Wallace cuando llegan al fondo—. Alguien ha invertido un montón de dinero en esto.
—Alguien ha pasado un montón de dinero por aquí —contesta Art. Se vuelve hacia Ramos—. ¿Sabemos que es obra de Méndez, y no de los Barrera?
—Es de Güero —dice Ramos.
—¿Qué pasa? ¿alguien le pasó un vídeo de
La gran evasión
? —pregunta Shag.
—Avísame cuando crucemos la frontera —dice Ramos a Art.
—Lo haré a ojo —contesta Art—. Joder, ¿cuánto mide esto?
Unos cuatrocientos veinte metros, más o menos, así lo calculan antes de llegar al siguiente pozo vertical. Una escalerilla de hierro clavada a las paredes de cemento conduce a una trampilla sujeta con tornillos.
Art conecta un dispositivo GPS.
Las tropas llegarán de un momento a otro.
Mira la trampilla.
—Bien —dice—, ¿quién quiere ser el primero en pasar?
—Estamos en tu jurisdicción —dice Ramos.
Art sube por la escalerilla, seguido de Shag, y se agarran a la escalerilla con una mano mientras abren la trampilla con la otra.
Debía de ser complicado subir la droga desde el túnel, piensa Art. Una cadena de hombres situados en diversos peldaños de la escalerilla, probablemente. Se pregunta si estaban pensando en construir un montacargas.
La trampilla se abre y entra luz en el pozo.
Art aferra con firmeza la pistola y sube.
Caos.
Los hombres corren como cucarachas cuando las luces se encienden, y los chicos del destacamento especial con chaqueta azul se abalanzan sobre ellos, les obligan a tirarse al suelo y les inmovilizan las manos a la espalda con cables de teléfono.
Es una fábrica de conservas, observa Art.
Hay tres cintas transportadoras organizadas, montañas de latas vacías, máquinas de empaquetar, máquinas de etiquetar. Art lee una de las etiquetas: GUINDILLAS. Y la verdad es que hay inmensas pilas de guindillas preparadas para ser colocadas en las cintas transportadoras.
Pero también hay ladrillos de cocaína.
Y Art cree que la coca se enlata a mano.
Russ Dantzler se acerca a él.
—Güero Méndez, el Willy Wonka de los polvos para la nariz.
—¿Quién es el propietario de este edificio? —pregunta Art.
—¿Estás preparado para esto? Los hermanos Fuentes.
—No jodas.
—Desde luego que no.
Alimentos Tres Hermanos, piensa Art. Vaya, vaya, vaya. La familia Fuentes es un elemento importante de la comunidad méxico-americana. Importantes hombres de negocios del sur de California, grandes contribuyentes del Partido Demócrata. Los camiones de los Fuentes van desde las fábricas de conservas y los almacenes de San Diego y Los Angeles a ciudades de todo el país.
Un sistema de distribución preparado para la cocaína de Güero Méndez.
—Genial, ¿verdad? —dice Dantzler—. Pasan la coca por el túnel, la enlatan como guindillas y la envían a donde les da la gana. Me pregunto si alguna vez la habrán cagado. Quiero decir, si alguien de Detroit habrá comprado una lata de guindillas y habrá acabado con trescientos gramos de polvitos. En ese caso, deme una lata de aquellas guindillas, ¿sabe a qué me refiero? ¿Qué quieres que hagamos con los hermanos Fuentes?
—Detenerles.
Lo cual será interesante, piensa. No solo son grandes contribuyentes del Partido Demócrata, sino grandes contribuyentes de la campaña presidencial de Luis Donaldo Colosio.
Adán tarda unos treinta y dos segundos en enterarse de la noticia.
Ahora sabemos cómo pasaba Méndez su cocaína a través de la Plaza, piensa Adán. La ha estado pasando por debajo. Y ahora también conocemos el origen de su poder en Ciudad de México. Ha comprado al presunto heredero, Colosio.
Eso es todo.
Güero ha comprado Los Pinos, y estamos acabados.
Entonces suena el teléfono.
Sal Scachi quiere ofrecer su ayuda.
Cuando explica lo que entraña su oferta, Adán se niega al instante. Firme, inalterable, tajantemente, la respuesta es no.
Es impensable.
A menos que...
Adán le dice lo que quiere a cambio.
Favor con favor se paga.
Hacen falta días de negociaciones secretas, pero Scachi accede por fin.
Pero Adán tiene que actuar con celeridad.
Estupendo, piensa Adán.
Pero necesitaremos gente para hacerlo.
Chicos.
Eso es lo que Callan anda buscando, chicos.
Está sentado en el sótano de una casa de Guadalajara. El lugar es una puta armería. Hay chatarra por todas partes, y no solo los habituales AR y AK.
Hay material pesado: ametralladoras, lanzagranadas, chalecos antibalas Kevlar. Callan está sentado en una silla plegable metálica, mirando a un puñado de adolescentes chicanos, todos miembros de bandas callejeras de San Diego, mientras miran a Raúl Barrera clavar con chinchetas una fotografía en un tablón de anuncios.
—Memorizad esta cara —les dice Raúl—. Es Güero Méndez.
Los adolescentes están fascinados. Sobre todo cuando Raúl saca lenta y teatralmente fajos de billetes de una bolsa de lona y los deja sobre la mesa.
—Cincuenta mil dólares norteamericanos —dice—. En metálico. Irán a parar al primero de vosotros que...
Una pausa melodramática.
—... se cargue a Güero Méndez.
Van a iniciar la «caza de Güero», anuncia Raúl. Van a formar convoyes de vehículos blindados hasta encontrar a Méndez, y después utilizarán su potencia de fuego combinada para enviarle al infierno, donde merece estar.
—¿Alguna pregunta? —dice Raúl.
Sí, unas cuantas, piensa Callan. Para empezar, ¿cómo coño crees que vas a liquidar a los asesinos profesionales de Güero con esta pandilla de críos? ¿Es esto lo que nos queda? ¿Es esto lo mejor que el
pasador
de los Barrera, con todo su dinero y poder, es capaz de reunir? ¿Un puñado de pandilleros de San Diego?
Es una puta broma, con motes como Flaco, Soñador, Poptop y, no es coña, Scooby Doo. Fabián los reclutó en el barrio, dice que son asesinos despiadados, que se lo han dejado claro.
Sí, es posible, piensa Callan. Es posible, pero una cosa es llevarte por delante a otro pandillero que está fumando hierba en el porche, y otra muy distinta cargarte a un puñado de asesinos profesionales.
¿Una pandilla de niñatos para un golpe de envergadura? Estarán demasiado ocupados meándose encima y disparándose entre sí (espero que a mí no), cuando les entre el pánico y se dediquen a ametrallar cualquier cosa que destelle en su visión periférica. No, Callan aún no comprende esta Cruzada de los Niños de Raúl. Se va a armar un pollo de los gordos, y Callan solo espera
a
) localizar en el caos a Méndez y quitarle de en medio, y
b
) hacerlo antes de que uno de los chavales le abata por equivocación.
Entonces recuerda que solo tenía diecisiete años cuando se cargó a Eddie Friel en la Cocina. Sí, pero eso fue diferente. Tú eras diferente. Estos chicos no parecen asesinos como yo.
La pregunta que quiere plantear a Raúl es: ¿Estás borracho? ¿Se te ha ido la puta olla? De todos modos, no hace esa pregunta, sino que se decanta por otra más práctica.
—¿Cómo sabemos que Méndez sigue en Guadalajara?
Porque Parada le pidió que fuera a verle.
Porque Adán le pidió a Parada que se lo pidiera.
—Quiero parar la violencia —le dice al anciano sacerdote.
—Eso es fácil —contesta Parada—. Párala.
—No es tan fácil —arguye Adán—. Por eso le pido ayuda.
—¿A mí? ¿Para qué?
—Para hacer las paces con Güero.
Adán sabe que ha tocado un punto débil, el punto que ningún sacerdote puede resistir.
Presenta a Parada una difícil elección. No es idiota. Sabe que si, contra todo pronóstico, consiguiera hacer las paces entre los Barrera y los Méndez, también estaría favoreciendo un ambiente más eficaz para el funcionamiento de los cárteles de la droga. En ese sentido, estaría colaborando a perpetuar un mal, cosa que, como sacerdote, ha jurado no hacer. Por otra parte, también ha jurado aprovechar cualquier oportunidad de mitigar el mal, y la paz entre los dos cárteles enfrentados impediría solo Dios sabe cuántos asesinatos más. Y obligado a elegir entre los males del tráfico de drogas y el asesinato, ha de juzgar el asesinato como un mal mayor.
—¿Quieres sentarte a hablar con Güero? —pregunta.
—Sí, pero ¿dónde? Güero no querrá ir a Tijuana, y yo no quiero ir a Culiacán.
—¿Vendrías a Guadalajara? —pregunta Parada.
—Si garantiza mi seguridad.
—¿Tú garantizarías la de Güero?
—Sí —dice Adán—, pero él no aceptaría esa garantía, del mismo modo que yo no aceptaría la de él.
—No es eso lo que estoy preguntando —dice Parada impaciente—. Te estoy preguntando si jurarás no atentar contra Güero de ninguna manera.
—Lo juro por mi alma.
—Tu alma, Adán, es más negra que el infierno.
—Cada cosa a su tiempo, padre.
Parada escucha. Si puedes arrojar un solo rayo de luz en la oscuridad, a veces se convierte en una cuña que se propagará hasta iluminar todo el vacío. Si no creyera en esto, piensa mientras reflexiona sobre el alma de este asesino múltiple, no podría levantarme por las mañanas. De modo que, si este hombre está pidiendo ese único rayo de luz, no puedo negarme.
—Lo intentaré, Adán —dice.
No será fácil, piensa mientras cuelga el teléfono. Si la mitad de lo que he oído sobre la guerra entre estos hombres es cierto, será imposible convencer a Güero para que venga a hablar con Adán Barrera sobre paz. Aunque puede que también esté harto de matar.
Tarda tres días en poder ponerse en contacto con Méndez.
Parada se pone en contacto con viejos amigos de Culiacán y hace correr el rumor de que quiere hablar con Güero. Tres días después, Güero llama.
Parada no pierde el tiempo con preliminares.
—Adán Barrera quiere hablar de paz.
—No me interesa la paz.
—Deberías.
—Mató a mi mujer y a mis hijos.
—Más motivo aún.
Güero no ve la lógica, pero lo que sí ve es una oportunidad. Mientras Parada insiste sobre la reunión de Guadalajara en un lugar público, con él como mediador y «todo el peso moral de la Iglesia» como garantía de su seguridad, Méndez ve la oportunidad de sacar por fin a los Barrera de su fortaleza de Baja. Al fin y al cabo, su mejor oportunidad de matarlos fracasó, y tiene el culo clavado en San Diego.
Así que escucha, y mientras oye al cura insistir en que su mujer y sus hijos lo habrían deseado así, finge algunas lágrimas de cocodrilo, y después, con voz entrecortada, accede a celebrar la reunión.
—Lo intentaré, padre —dice en voz baja—. Aprovecharé esta oportunidad de hacer las paces. ¿Podemos rezar juntos, padre? ¿Podemos rezar por teléfono?
Y mientras Parada pide a Dios que les ayude a encontrar la luz de la paz, Güero está rezando a San Jesús Malverde para algo diferente.
No cagarla esta vez.
La van a cagar a base de bien. Es lo que opina Callan.
Mientras contempla el espectacular Looney Toon que Raúl está montando en la ciudad de Guadalajara. Es de una ridiculez absoluta, exhibirse en este desfile, con la esperanza de localizar a Güero para alinearse en paralelo como acorazados ante una isla y volarle por los aires.
Callan ha dado grandes golpes. Él mismo fue el hombre que descabezó a dos de las Cinco Familias, y trata de explicarle a Raúl cómo deberían hacerse las cosas. («Averiguas dónde va a estar en un momento concreto, llegas antes y le tiendes una emboscada.») Pero Raúl no le hace caso: es un cabezota. Es como si quisiera que saliera mal. Se limita a sonreír y a decir a Callan:
—Calma, tío, y estate preparado cuando empiece el tiroteo.
Durante toda una semana las fuerzas de los Barrera atraviesan la ciudad, día y noche, en busca de Güero Méndez. Y mientras ellos miran, otros hombres escuchan. Raúl ha apostado a técnicos en otro piso franco, que utilizan el equipo de tecnología más avanzado para captar llamadas de móviles, con la intención de interceptar mensajes entre Güero y sus lugartenientes.