Güero está haciendo lo mismo. Tiene sus propios técnicos en su propio piso franco controlando el tráfico de móviles, intentando localizar a los Barrera. Ambos bandos juegan al mismo juego, cambian de móviles sin cesar, se trasladan de un piso franco a otro, patrullan las calles y las ondas, intentan localizarse y matarse entre sí antes de que Parada organice la reunión de paz, que solo puede terminar en un peligroso tiroteo.
Y ambos bandos están intentando lograr ventaja, recabar cualquier información que les sea provechosa: qué clase de coche conduce el enemigo, cuántos hombres tiene en la ciudad, quiénes son, qué tipo de armas portan, dónde se hospedan y qué ruta tomarán. Tienen espías trabajando, dedicados a investigar qué policías están en nómina, cuándo estarán de servicio, si rondarán los
federales
y por dónde.
Ambos bandos están escuchando los teléfonos del despacho de Parada, intentan averiguar sus horarios, sus planes, cualquier cosa que les proporcione un indicio sobre dónde pretende celebrar la reunión y les conceda ventaja para tender una emboscada. Pero el cardenal esconde sus cartas, por ese mismo motivo, y ni Barrera ni Méndez pueden descubrir dónde o cuándo tendrá lugar la reunión.
Uno de los técnicos de Raúl descubre algo sobre Güero.
—Está utilizando un Buick verde —dice a Raúl.
—¿Güero conduce un Buick? —pregunta Raúl con desdén—. ¿Cómo lo sabes?
—Uno de sus chóferes llamó a un taller —explicó el técnico—. Quería saber cuándo iba a estar listo el Buick. Es un Buick verde.
—¿Qué garaje? —pregunta Raúl.
Pero para cuando llegan, el Buick ya no está.
De manera que la búsqueda continúa, día y noche.
Adán recibe la llamada de Parada.
—Mañana a las dos y media en el hotel del aeropuerto de Hidalgo —le dice Parada—. Nos encontraremos en el vestíbulo.
Adán ya lo sabía, tras haber interceptado una llamada del chófer del cardenal a su mujer para comentar sus horarios del día siguiente. Confirma lo que Adán ya sabía: el cardenal Antonucci llega desde Ciudad de México a la una y media, y Parada va a recogerle al aeropuerto. Después subirán a una sala de conferencias privada para celebrar una reunión, después de la cual el chófer de Parada devolverá a Antonucci al aeropuerto para que tome el vuelo de las tres, y Parada se quedará en el hotel, para asistir a la cumbre de paz con Méndez y Adán.
Adán lo ha sabido desde el principio, pero era absurdo revelárselo a Raúl hasta el último momento.
Adán se aloja en un piso franco diferente del resto. Baja al sótano, donde el verdadero escuadrón de la muerte está atrincherado. Estos
sicarios
han ido llegando en vuelos diferentes durante los últimos días, los han recogido con discreción en el aeropuerto y después los han tenido encerrados en este sótano. La comida ha llegado de diferentes restaurantes a horas diferentes, o la han preparado en la cocina de arriba para luego bajarla. Nadie ha ido de paseo o de putas. Es algo estrictamente profesional. Una decena de uniformes de la policía estatal de Jalisco están pulcramente doblados sobre unas mesas. Chalecos antibalas y AR-15 esperan en los percheros.
—Acabo de confirmarlo todo —dice Adán a Fabián—. ¿Tus hombres están preparados?
—Sí.
—Tiene que salir bien.
—Saldrá.
Adán asiente y le entrega un teléfono móvil que ha sido interceptado con su conocimiento. Fabián marca un número.
—Ha llegado la orden. Estad en vuestros sitios a las dos menos cuarto.
Cuelga.
Güero recibe la noticia diez minutos después. Ya ha recibido la llamada de Parada, y ahora sabe que Adán intenta tenderle una emboscada cuando entre en el aeropuerto.
—Creo que llegaremos a la reunión un poco antes —dice Güero al jefe de sus
sicarios
.
Y tenderemos una emboscada a la emboscada, piensa.
Raúl recibe la llamada de Adán en un teléfono seguro, baja al dormitorio y despierta a los dormidos pandilleros.
—Se ha suspendido —anuncia—. Mañana volvemos a casa.
Los chavales están cabreados, decepcionados, su sueño de conseguir cincuenta de los grandes se ha ido por el desagüe. Le preguntan a Raúl qué ha pasado.
—No lo sé —contesta Raúl—. Supongo que se ha enterado de que íbamos a por él y volvió corriendo a Culiacán. No os preocupéis, ya se presentarán más oportunidades.
Raúl procura animarlos.
—Nos levantaremos temprano para coger el vuelo. Podéis ir al centro comercial.
Es un pequeño consuelo, pero menos da una piedra. El centro comercial de Guadalajara es uno de los más grandes del mundo. Con la capacidad de recuperación de la juventud, se ponen a hablar de lo que comprarán en el centro.
Raúl se lleva arriba a Fabián.
—¿Sabes lo que hay que hacer? —le pregunta Raúl.
—Claro.
—¿Estás preparado?
—Lo estoy.
Raúl encuentra a Callan en el dormitorio de arriba.
—Mañana volvemos a Tijuana —dice Raúl.
Callan se siente aliviado. El plan era una mierda. Raúl le da un billete de avión y el programa del día.
—Güero intentará atacarnos en el aeropuerto —le informa.
—¿Qué quieres decir?
—Cree que vamos a hacer las paces con él —continúa Raúl—. Cree que una pandilla de críos nos protegen. Que nos va a dejar como un colador.
—Tiene razón.
Raúl sonríe y sacude la cabeza.
—Te tenemos a ti, y a toda una banda de
sicarios
que irán vestidos de policías estatales de Jalisco.
Bien, piensa Callan, al menos eso responde a mi pregunta de por qué los Barrera estaban utilizando a una pandilla de críos. Los críos son el cebo.
Y tú también.
Raúl aconseja a Callan que tenga la pistola dispuesta y los ojos bien abiertos.
Siempre lo hago, piensa Callan. La mayoría de los tíos muertos que conoce acabaron así por no tener los ojos bien abiertos. Se descuidaron, o confiaron en alguien.
Callan no se descuida.
Y no confía en nadie.
Parada deposita su fe en Dios.
Se levanta antes de lo acostumbrado, va a la catedral y dice misa. Después se arrodilla ante el altar y pide a Dios que le dé fuerza y sabiduría para hacer lo que es necesario ese día. Reza para hacer lo correcto, y acaba con «Así sea».
Vuelve a su residencia y se afeita de nuevo, después elige su ropa con más esmero que de costumbre. Según como vista, Antonucci entenderá automáticamente una cosa u otra, y Parada quiere dar a entender un mensaje unívoco.
De alguna manera, alberga la esperanza de reconciliarse con la Iglesia. ¿Por qué no? Si Adán y Güero pueden hacerlo, Antonucci y Parada también. Por primera vez en mucho tiempo, se siente esperanzado. Si esta administración salta y entra una mejor, cabe la posibilidad de que en este nuevo ambiente las teologías conservadoras y de la liberación encuentren un terreno común. Trabajar juntas para que reine la justicia en la tierra y alcanzar el paraíso.
Enciende un cigarrillo, pero lo apaga.
Debería dejar de fumar, piensa, aunque solo fuera para complacer a Nora.
Hoy es un buen día para empezar.
Un día de nuevos principios.
Elige una sotana negra y cuelga de su cuello una gran cruz. Lo bastante religioso para aplacar a Antonucci, piensa, pero no tan ceremonial para que el nuncio crea que se ha convertido en un conservador recalcitrante. Conciliador pero no obsequioso, piensa, complacido con el cambio.
Dios, qué ganas tengo de fumar un cigarrillo, piensa. Está nervioso por las tareas que le aguardan: entregar a Antonucci la información acusadora de Cerro, y después sentarse con Adán y Güero. ¿Qué puedo decir para que hagan las paces?, piensa. ¿Cómo haces las paces entre un hombre cuya familia ha sido asesinada y el hombre que, según apuntan todos los rumores, la asesinó?
Bien, deposita tu fe en Dios. Él te dará las palabras.
Pero fumar sería un consuelo.
Pero no voy a hacerlo.
Y voy a adelgazar unos kilos.
Irá dentro de un mes a la conferencia de obispos de Santa Fe, donde se encontrará con Nora. Será divertido, piensa, sorprenderla esbelto y sin fumar. Bueno, esbelto no, pero tal vez más delgado.
Baja a su despacho y ocupa su mente con papeleos varios durante unas horas, después llama a su chófer y le pide que tenga preparado el coche. Luego se acerca a su caja fuerte y saca el maletín que contiene las notas y cintas acusadoras de Cerro.
Ha llegado el momento de ir al aeropuerto.
En Tijuana, el padre Rivera se prepara para el bautizo. Se pone los hábitos, bendice el agua y rellena los documentos necesarios. Al pie del formulario añade como padrinos a Adán y a Lucía Barrera.
Cuando los nuevos padres llegan con su flamante hijo, Rivera hace algo extraño.
Cierra las puertas de la iglesia.
El grupo de los Barrera llega al aeropuerto de Guadalajara, recién salido del centro comercial.
Van cargados de bolsas de compras, en su afán por adquirir todo el centro. Raúl ha entregado a los chicos dinero extra para calmar su decepción por la cancelación de la lotería de Güero, y han hecho lo que hacen los chavales con dinero en el bolsillo.
Gastarlo.
Callan contempla el espectáculo con incredulidad;
Flaco compró un jersey del Chivas Rayadas de Guadalajara (que lleva con la etiqueta de venta todavía colgando del cuello negro), dos pares de zapatillas Nike, una Nintendo nueva y media docena de juegos.
Soñador siguió la ruta de la ropa. Se compró tres gorras, que se ha embutido en la cabeza a la vez, una chaqueta de gamuza y un traje nuevo (el primero de su vida), cuidadosamente envuelto en una bolsa de ropa.
Scooby Doo tiene los ojos vidriosos después de salir del salón de juegos. Joder, piensa Callan, el pequeño esnifador de cola siempre tiene los ojos vidriosos, pero ahora sus pupilas están petrificadas después de jugar dos horas a Tomb Raider, Mortal Kombat y Assassin 3, y está sorbiendo la misma Slurpee gigante a la que le ha ido dando durante todo el trayecto desde las galerías comerciales.
Poptop está borracho.
Mientras los demás compraban, Poptop entró en un restaurante y empezó a trincar cervezas, y cuando le pillaron in fraganti ya era demasiado tarde, y Flaco, Soñador y Scooby tuvieron que devolverle por la fuerza a la furgoneta para ir al aeropuerto, y tuvieron que parar tres veces para que Poptop pudiera vomitar.
Y ahora el muy mierda no encuentra el billete de avión, de modo que sus compinches y él están registrando su mochila.
Cojonudo, piensa Callan. Si estamos intentando convencer a Güero Méndez de que somos un blanco fácil, lo estamos haciendo de coña.
Tenemos a una pandilla de críos cargados de maletas y bolsas de compras en la acera, delante de la terminal, y Raúl está intentando establecer algún tipo de orden, y Adán acaba de llegar con su gente, y todo parece un viaje de instituto que regresa a casa el último y caótico día. Y los chicos ríen y dan gritos de júbilo, y Raúl está intentando dilucidar con el empleado del mostrador exterior si hay que facturar el equipaje allí o hay que hacerlo dentro, y Soñador va a buscar un par de carritos para transportar las maletas, y le dice a Flaco que le acompañe a ayudarle, mientras Flaco grita a Poptop:
—¿Cómo has podido perder el puto billete,
pendejo
?
Y da la impresión de que Poptop va a volver a vomitar, pero lo que sale de su boca no es vómito, sino sangre, y entonces se derrumba sobre el bordillo.
Callan ya se ha dejado caer sobre la acera, tras ver un Buick verde con cañones de pistolas asomando por las ventanillas laterales. Saca la 22 y dispara dos balas al Buick. Después rueda detrás de otro coche aparcado, justo cuando una ráfaga de AK barre el punto de la acera donde se encontraba, y las balas rebotan en el cemento y en la pared de la terminal.
El imbécil de Scooby Doo se ha quedado parado sorbiendo la pajita de su Slurpee, contemplando la escena como si fuera un videojuego con gráficos muy realistas. Intenta recordar si ya se han marchado del centro comercial y qué juego es ese, que debe de haber costado una tonelada de fichas, porque es real como la vida misma. Callan salta desde detrás del relativo refugio de la furgoneta, agarra a Scooby y le arroja sobre el cemento, la Slurpee se derrama sobre el pavimento y es de frambuesa, de modo que cuesta diferenciarla de la sangre de Poptop, que también se está esparciendo sobre el cemento.
Raúl, Fabián y Adán tiran bolsas negras al suelo y sacan de ellas AK, luego apoyan los rifles contra el hombro y empiezan a disparar contra el Buick.
Las balas rebotan en el coche (incluso en el parabrisas), así que Callan supone que el vehículo está blindado, pero dispara dos veces, se deja caer al suelo y ve que las puertas opuestas del coche se abren y Güero y otros dos tipos armados con rifles bajan, se aplastan contra el coche, apoyan los AK sobre el capó y sueltan una andanada.
Callan se adentra en aquella zona en la que no oye nada (reina un silencio perfecto en su cabeza cuando ve a Güero, apunta con cuidado a su cabeza y está a punto de enviarle al otro mundo), cuando un coche blanco frena en la línea de tiro. El conductor parece ajeno a lo que está pasando, como si acabara de llegar al rodaje de una película, y está cabreado y decidido a llegar al aeropuerto como sea, de modo que deja atrás el Buick y se acerca al bordillo, que se encuentra a unos seis metros de distancia.
Lo cual parece poner en acción a Fabián.
Ve el Marquis blanco y se lanza hacia él sin dejar de disparar, y Callan imagina que Fabián ha confundido el coche blanco con un nuevo cargamento de
sicarios
de Güero, y Fabián corre hacia el vehículo, y Callan trata de cubrirle, pero el coche blanco está en la línea de fuego y no quiere disparar por si son civiles en lugar de chicos de Güero.
Pero ahora las balas están alcanzando al Buick por el otro lado, y Callan distingue por el rabillo del ojo algunos de los falsos policías de Jalisco, lo cual obliga a Güero y a sus muchachos a acuclillarse detrás del Buick, de manera que Fabián sobrevive a su carrera hacia el Marquis.
Parada ni siquiera le ve venir. Está demasiado concentrado en el derramamiento de sangre que tiene lugar ante él. Hay cuerpos tirados en la acera, algunos inmóviles, otros se arrastran a cuatro patas, y Parada no sabe si están heridos, muertos, o están intentando protegerse de las balas que vuelan por todas partes. Entonces mira por la ventanilla y ve a un joven tendido de espaldas, con burbujas de sangre en la boca y los ojos abiertos de par en par a causa del dolor y el terror, y Parada sabe que ese joven se está muriendo, así que se dispone a bajar del coche para darle la extremaunción.