El poder del perro (26 page)

Read El poder del perro Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
3.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Clava la aguja en la vena de Ernie y empuja el émbolo. El Barro Mexicano tarda solo un segundo en surtir efecto. El cuerpo de Ernie se agita y sus piernas patalean. Dicen que un chute de heroína es como besar a Dios.

Art contempla el cadáver desnudo de Ernie.

En posición fetal dentro de una sábana de plástico negro, tirado en la cuneta de una carretera de tierra de Badiraguato. Las costras de sangre ennegrecida resaltan contra el brillante plástico negro. Aún lleva puesta la venda negra. Por lo demás, está desnudo, y Art puede ver las heridas abiertas, por donde le introdujeron el punzón para el hielo y le rasparon los huesos, las quemaduras de los electrodos, las señales de violación anal, las marcas de agujas de las inyecciones de lidocaína y heroína en los brazos.

¿Qué he hecho?, se pregunta Art. ¿Por qué otra persona ha tenido que pagar por mi obsesión?

Lo siento, Ernie. Lo siento muchísimo.

Y lo van a pagar muy caro, que Dios me ayude.

Hay polis
(federales
y policías del estado de Sinaloa) por todas partes. La policía estatal fue la primera en llegar y saboteó el lugar del crimen, borró las huellas de los neumáticos, las pisadas, las huellas dactilares, cualquier prueba que pudiera relacionar a alguien con el crimen. Ahora los
federales
han asumido el control y recorren el lugar de una punta a otra, para asegurarse de que no queda ninguna prueba.

El
comandante
se acerca a Art.

—No se preocupe, señor —dice—, no descansaremos hasta encontrar al que lo hizo.

—Sabemos quién lo hizo —contesta Art—. Miguel Ángel Barrera.

Shag Wallace pierde los estribos.

—¡Maldita sea, si tres de sus jodidos tíos le raptaron!

Art lo separa. Le retiene contra el coche, cuando un jeep aparece a toda velocidad, Ramos salta de él y corre hacia Art.

—Le hemos encontrado —dice Ramos.

—¿A quién?

—A Barrera —dice Ramos—. Tenemos que irnos ya.

—¿Dónde está?

—En El Salvador.

—¿Cómo...?

—Por lo visto, la novieta de M-1 añora su hogar —dice Ramos—. Ha llamado a sus papás.

El Salvador

Febrero de 1985

El Salvador es un pequeño país del tamaño de Massachusetts, situado en la costa del Pacífico del istmo de América Central. Art sabe que no es una república bananera como su vecina del este, Honduras, sino una república cafetera, cuyos trabajadores tienen tal fama de laboriosidad que los llaman los «alemanes de América Central».

Tanto trabajar no les ha servido de mucho. Las llamadas Cuarenta Familias, un dos por ciento de la población de tres millones y medio de habitantes, siempre han estado en posesión de casi toda la tierra fértil, sobre todo en forma de grandes plantaciones de café. Cuanta más tierra se dedicaba a cultivar café, menos tierra se dedicaba al cultivo de alimentos, y a mediados del siglo XIX casi todos los
campesinos
de El Salvador se morían de hambre.

Art contempla la campiña verde. Desde el aire se ve plácida y hermosa, pero sabe que es un campo de muerte.

Las matanzas empezaron en la década de 1980, cuando los campesinos empezaron a engrosar las filas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), o de los sindicatos obreros, mientras estudiantes y sacerdotes se erigían en líderes del movimiento a favor de la reforma de la tierra y el trabajo. Las Cuarenta Familias respondieron formando una milicia de extrema derecha llamada ORDEN, y la orden que habían recibido era la orden de siempre.

ORDEN, casi todos sus miembros oficiales en activo del ejército salvadoreño, puso manos a la obra.
Campesinos
, obreros, estudiantes y sacerdotes empezaron a desaparecer, y sus cuerpos aparecían en carreteras secundarias, o sus cabezas en los patios de recreo de los colegios, a modo de ejemplo.

Estados Unidos, emperrado en proseguir la guerra fría, intervino. Muchos oficiales de ORDEN fueron entrenados en la U.S. School of the Americas. Para cazar guerrilleros del FMLN y agricultores, estudiantes y sacerdotes, el ejército salvadoreño contaba con la ayuda de helicópteros Bell, aviones de transporte C-47, rifles M-16 y ametralladoras M-60, donadas por los estadounidenses. Mataron a muchos guerrilleros, pero también a centenares de estudiantes, profesores, obreros y sacerdotes.

Los del FMLN no eran precisamente ángeles, piensa Art. Cometían asesinatos y se financiaban gracias a secuestros. Pero sus esfuerzos palidecían en comparación con el ejército salvadoreño, bien organizado y financiado, y su doble, ORDEN.

Setenta y cinco mil muertos, piensa Art, mientras el avión aterriza en un país que se ha convertido en su propia fosa común. Un millón de refugiados, otro millón sin hogar. De una población de apenas cinco millones y medio de habitantes.

El vestíbulo del Sheraton está limpio y reluciente.

Los elegantes y ricachones se relajan en el salón con aire acondicionado, o se sientan en el fresco y oscuro bar. Todo el mundo va vestido impolutamente con los trajes y chaquetas blancas de los trópicos.

Todo es tan agradable, piensa Art. Y tan norteamericano...

Hay norteamericanos por todas partes, que beben cerveza en el bar, sorben Coca-Cola en la cafetería, y la mayoría son asesores militares. Van vestidos de civil, pero el porte militar es inconfundible, el pelo al uno, los polos de manga corta, los tejanos sobre zapatillas de tenis o las lustradas botas marrones proporcionadas por el ejército.

Desde que los sandinistas tomaron el control de Nicaragua, al sur, El Salvador se ha convertido en el gueto militar norteamericano. En teoría, los estadounidenses han venido para asesorar al ejército salvadoreño en su guerra contra el FMLN, pero también para asegurarse de que El Salvador no se convierta en la siguiente pieza de dominó que caiga en América Central. De manera que ya tenemos a soldados norteamericanos asesorando a los salvadoreños, y a soldados norteamericanos asesorando a la Contra, y después están los secretas.

Los tipos de la Compañía destacan tanto como los soldados de permiso. Para empezar, visten mejor, trajes a medida, camisas abiertas en el cuello y sin corbata, en lugar de la ropa deportiva que llegó al economato de la base. Lucen el pelo con estilo, incluso un poco largo, a la moda latinoamericana, y sus zapatos son Churchill y Bancroft caros. Si ves a un secreta con zapatillas de tenis, piensa Art, es que va a jugar al tenis.

Así que están los soldados y los secretas, y también los tipos de la embajada, que pueden ser una u otra cosa, o ninguna de las dos. Son los diplomáticos reales y los funcionarios del consulado los que se encargan de los asuntos mundanos de visados, pasaportes extraviados y chicos retrohippies norteamericanos detenidos por vagancia y/o consumo de drogas. Después están los agregados culturales, las secretarias y las mecanógrafas. Y después están los agregados militares, muy parecidos a los asesores militares, salvo por el hecho de que visten mejor. Y después están los empleados de la embajada, que portan descripciones de empleo ficticias como transparentes velos de decencia, y que en realidad son espías. Se sientan en la embajada y controlan emisiones radiofónicas de Managua, con los oídos alerta para captar un acento cubano, o, aún mejor, ruso. O trabajan «la calle», como dicen ellos, se citan con sus fuentes en lugares como el bar del Sheraton, con la intención de averiguar qué coronel se cotiza al alza, qué coronel se cotiza a la baja, cuál podría estar planeando el próximo golpe de Estado, y si sería bueno o malo.

Así que tienes a los soldados, a los espías, a los tipos de la embajada y a los espías de la embajada, y por último a los hombres de negocios.

Compradores de café, compradores de algodón, compradores de azúcar.

Los compradores de café parecen del país. No es de extrañar, piensa Art. Sus familias han estado aquí durante generaciones. Da la impresión de que son los propietarios del hotel: este es su bar, suyo y de los cultivadores salvadoreños con los que están comiendo en el amplio patio. Los compradores de algodón y azúcar parecen ejecutivos norteamericanos más clásicos (se trata de una cosecha reciente en el paisaje salvadoreño), y los compradores norteamericanos aún tienen que adaptarse al entorno. Parecen incómodos, incompletos sin sus corbatas.

Así que tenemos un montón de norteamericanos, y un montón de salvadoreños ricos, y los otros salvadoreños que se ven son empleados del hotel o policías de la secreta.

Policía secreta, piensa Art. Eso sí que es un oxímoron. Lo único secreto de la policía secreta es cómo consigue destacar tanto. Art se para en el vestíbulo y los distingue como bombillas en un árbol de Navidad. Es sencillo: sus trajes baratos son imitaciones malas de los costosos trajes hechos a medida de la clase dirigente. Y si bien intentan parecer ejecutivos, tienen la tez morena y curtida por la intemperie. Ningún
ladino
de las Cuarenta Familias va a engrosar las filas de la policía, secreta o no, así que estos chicos, destinados a vigilar las idas y venidas en el Sheraton, aún parecen granjeros que van a la ciudad a la boda de un primo.

Pero, como bien sabe Art, el papel de un policía de la secreta en una sociedad como esta no consiste en pasar desapercibido, sino en ser visto. Llamar la atención. Informar a todo el mundo de que el Gran Hermano está vigilando.

Y tomar notas.

Ramos localiza al policía que anda buscando. Se retiran a una habitación y empiezan las negociaciones. Una hora después, Art y él se dirigen hacia el complejo residencial donde Tío está escondido con su Lolita.

Salir de San Salvador es un recorrido largo, aterrador y triste. El Salvador posee la mayor densidad de población de América Central, que aumenta cada día que pasa, como puede comprobar Art por todas partes. Pequeñas aldeas de chabolas parecen ocupar todos los ensanchamientos de la carretera: casetas improvisadas con bidones hechas de cartón, hojalata ondulada, madera contrachapada o simple maleza cortada ofrecen de todo a gente que no tiene nada o casi nada con que comprar. Sus propietarios corren hacia el jeep cuando ven
al gringo
en el asiento delantero. Los niños se apelotonan contra el jeep, piden dinero, comida, lo que sea.

Art sigue conduciendo.

Tiene que llegar al complejo antes de que Tío desaparezca de nuevo.

En El Salvador siempre hay gente que desaparece.

A veces, a razón de doscientas personas por semana. Secuestradas por escuadrones de la muerte de extrema derecha, y después desaparecidas. Y si alguien hace demasiadas preguntas al respecto, también desaparece.

Todos los suburbios del Tercer Mundo son iguales, piensa Art: el mismo barro o polvo, según cual sea la estación y el clima, el mismo olor a cocinas económicas y alcantarillas abiertas, el mismo espectáculo monótono y desgarrador de niños desnutridos con barrigas hinchadas y grandes ojos.

No es Guadalajara, donde una clase media numerosa y próspera suaviza la diferencia entre ricos y pobres. En San Salvador no, piensa, donde los suburbios de chabolas se apretujan contra rascacielos centelleantes, como las cabañas de paja de los campesinos medievales que se apretujaban contra los muros de los castillos. Solo que estos muros están patrullados por guardias de seguridad privados, que portan rifles automáticos y metralletas. Y por la noche, los guardias salen de los muros del castillo y pasean entre las aldeas (utilizan jeeps en lugar de caballos), matan a los campesinos, abandonan sus cuerpos en las encrucijadas y en mitad de las plazas de los pueblos, asesinan y violan a mujeres, y ejecutan a niños delante de sus padres.

Para que los supervivientes sepan cuál es su lugar.

Es un campo de exterminio, piensa Art.

El Salvador.

Menudo Salvador, vaya mierda.

El complejo residencial se halla en un bosquecillo de palmeras, a unos cien metros de la playa.

Un muro de piedra coronado por alambre de espino rodea la casa principal, el garaje y las dependencias del servicio. Un portal de madera gruesa y la caseta de un guardia separan el camino de acceso de la carretera privada.

Art y Ramos se agachan detrás del muro, a treinta metros del portal.

Se esconden de la luna llena.

Una decena de comandos salvadoreños se hallan apostados a intervalos alrededor del perímetro del muro.

Han hecho falta frenéticas horas de negociaciones para conseguir la cooperación salvadoreña, pero se ha llegado a un trato: pueden entrar y detener a Barrera, conducirle a la embajada norteamericana, llevarle en un avión del Departamento de Estado a Nueva Orleans, y acusarle allí de asesinato en primer grado y conspiración para distribuir narcóticos.

Para ello, han sacado de la cama a un acobardado agente de bienes raíces y lo han conducido a su despacho, donde proporciona al comando un diagrama del complejo. Mantienen incomunicado al nervioso hombre hasta que la operación haya terminado. Art y Ramos examinan el diagrama y trazan un plan operativo. Pero hay que hacerlo deprisa, antes de que los protectores de Barrera en el gobierno mexicano se enteren e intervengan. Hay que hacerlo limpiamente, nada de ruido, nada de escándalos y ninguna baja salvadoreña.

Art consulta su reloj: las cuatro y cincuenta y siete minutos de la mañana.

Faltan tres minutos para la hora H.

Una brisa transporta el aroma de los jacarandás desde el complejo, y Art recuerda Guadalajara. Ve las copas de los árboles alzarse sobre el muro, las hojas púrpura que lanzan destellos plateados bajo la luz de la luna. Al otro lado oye cómo las olas lamen la playa.

El paisaje idílico de los amantes, piensa.

Un jardín perfumado.

El paraíso.

Bien, esperemos que el paraíso se pierda de una vez por todas, piensa. Esperemos que Tío esté dormido como un tronco, sumido en un sopor poscoital del que pueda ser despertado con rudeza. Art recrea una imagen vulgar de Tío, arrastrado con el culo al aire hasta la furgoneta que espera. Cuanta más humillación, mejor.

Oye pasos, y ve que uno de los guardias de seguridad del complejo se dirige hacia él, baña el muro con la luz de su linterna, en busca de rateros furtivos. Art pega su cuerpo al muro.

El rayo de luz le da de lleno en los ojos.

El guardia baja la mano hacia la funda de la pistola, pero una serpiente de tela rodea su cuello y Ramos le levanta del suelo. Los ojos del guardia se salen de sus órbitas, la lengua asoma de su boca, y después Ramos deja caer al hombre inconsciente al suelo.

Other books

Black Hats by Patrick Culhane
Anyone Else But You... by Mallik, Ritwik; Verma, Ananya
Cover Girls by T. D. Jakes
Of All the Stupid Things by Alexandra Diaz
Innocents Lost by Michael McBride
Vassa in the Night by Sarah Porter
The Death of Sleep by Anne McCaffrey, Jody Lynn Nye
Trespass by Meg Maguire