El poder del perro (21 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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—Art está bien —dice a Althea—, pero...

Cuando Art vuelve a casa, encuentra a Althea haciendo las maletas.

—He reservado billetes para el vuelo a San Diego de esta noche —dice—. Nos instalaremos una temporada con mis padres.

—¿De qué estás hablando?

—Hoy he tenido miedo, Art —dice. Le cuenta el incidente con el poli de Jalisco, lo que sintió cuando se enteró de que habían tiroteado su coche y le habían conducido a la comisaría de los
federales
—. Nunca había estado tan asustada, Art. Quiero irme de México.

—No hay nada de que asustarse.

Ella le mira como si estuviera chiflado.

—Ametrallaron tu coche, Art.

—Sabían que no estaba dentro.

—Cuando pongan una bomba en la casa —dice ella—, ¿sabrán que los chicos y yo no estamos dentro?

—No hacen daño a las familias.

—¿Es una especie de norma?

—Sí. En cualquier caso, van a por mí. Es algo personal.

—¿Qué quieres decir?

Art calla.

—¿Qué quieres decir, Art? —repite Althea al cabo de medio minuto de silencio.

Art se sienta y le habla de su anterior relación con Tío y Adán Barrera. Le habla de la emboscada de Badiraguato, la ejecución de seis prisioneros, y de que mantuvo la boca cerrada. Que todo ello ayudó a Tío a fundar su Federación, que ahora inunda de crack las calles de Estados Unidos, y le toca a él hacer algo al respecto.

Ella le mira con incredulidad.

—Has llevado todo ese peso sobre los hombros.

Art asiente.

—Debes de ser un tipo muy fuerte, Art —dice Althea—. ¿Qué tendrías que haber hecho entonces? No fue culpa tuya. No sabías lo que Barrera estaba tramando.

—Creo que lo sabía en parte. Y no quería admitirlo.

—¿Y ahora crees que has de expiar tus culpas? —pregunta ella—. ¿Deteniendo a Barrera? Aunque te cueste la vida.

—Algo por el estilo.

Ella se levanta y entra en el cuarto de baño. Art tiene la impresión de que transcurre una eternidad, pero en realidad tan solo son unos minutos, hasta que Althea sale, abre el armario, saca la maleta de él y la tira sobre la cama.

—Ven con nosotros.

—No puedo.

—¿Esta cruzada tuya es más importante que tu familia?

—Nada es más importante para mí que mi familia.

—Demuéstralo. Ven con nosotros.

—Althea...

—Si quieres quedarte aquí y jugar a
Solo ante el peligro
, estupendo —dice ella—. Si quieres conservar a la familia unida, empieza a hacer la maleta. Será cuestión de días. Tim Taylor ha dicho que se encargaría de enviarnos el resto de las cosas.

—¿Has hablado de esto con Tim Taylor?

—Llamó él. Más de lo que tú hiciste, por cierto. ...

—¡Estaba en una sala de interrogatorios!

—¿Se supone que debo sentirme mejor?

—¡Maldita sea, Althie! ¿Qué quieres que haga?

—¡Quiero que vengas con nosotros!

—¡No puedo!

Se sienta en la cama, con la maleta vacía a su lado como la prueba palpable de que no ama a su familia. Sí que les ama, profundamente, pero no puede obligarse a hacer lo que ella le pide.

¿Por qué no?, se pregunta. ¿Tendrá razón Althea? ¿Amo esta cruzada más que a mi propia familia?

—¿No lo entiendes? —pregunta ella—. Esto no tiene nada que ver con los Barrera, sino contigo. Eres incapaz de perdonarte. No estás obsesionado con castigarlos a ellos, sino a ti.

—Gracias por tu psicoterapia de pacotilla.

—Que te den por el culo, Art. —Althea cierra su maleta—. He llamado un taxi.

—Al menos, deja que os lleve al aeropuerto.

—No, a menos que subas al avión. Es demasiado duro para los niños.

Art coge la maleta y baja. Se queda parado con la maleta en la mano, mientras Althea y Josefina intercambian abrazos y lágrimas. Se agacha para abrazar a Cassie y a Michael. Michael no entiende nada. Art siente en la mejilla la tibieza de las lágrimas de Cassie.

—¿Por qué no vienes, papá? —pregunta la niña.

—Tengo trabajo que hacer —contesta Art—. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda.

—Pero ¡yo quiero que vengas con nosotros!

—Te lo pasarás en grande con los abuelos.

Se oye un bocinazo y lleva las maletas afuera.

La calle está llena de gente debido a una
posada
. Los niños van vestidos de José, María, reyes y pastores. Estos últimos golpean el suelo con los bastones, al ritmo de la música de una orquestita que sigue a la procesión. Art pasa las maletas al taxista por encima de los niños.


Aeropuerto
—dice Art.


Yo sé
—contesta el taxista.

Mientras el taxista mete las maletas en el maletero, Art acomoda a los chicos en el asiento posterior. Les besa y abraza otra vez, sin dejar de sonreír, y dice adiós. Althea está de pie junto a la puerta del pasajero, sin saber qué hacer. Art la abraza y se dispone a besarla, pero ella vuelve la cara para que la bese en la mejilla.

—Te quiero —dice Art.

—Cuídate, Art.

Sube al taxi. Art sigue con la vista el vehículo, hasta que las luces traseras desaparecen en la noche. Después da media vuelta y se abre paso entre la
posada
, con los cánticos de fondo.

Entrad, santos peregrinos,

en esta humilde morada.

El alojamiento es pobre,

pero es un regalo del corazón.

Ve el Bronco blanco aparcado en la calle y se dirige hacia él, pero tropieza con un niño que le hace la pregunta ritual.

—¿Un lugar para alojarnos esta noche, señor? ¿Tiene una habitación para nosotros?

—¿Qué?

—Un lugar para alojarnos...

—Esta noche, no.

Se acerca al Bronco y llama con los nudillos a la ventanilla. Cuando la baja, agarra al poli, lo saca por la ventanilla y le propina tres fuertes puñetazos, antes de arrojarle al suelo. Le sujeta por la pechera de la camisa y le abofetea una y otra vez.

—¡Te dije que no te metieras con mi familia! —grita—. ¡Te dije que no te metieras con mi familia!

Dos padres le contienen.

Se suelta y se pone a andar hacia su casa. En ese momento ve que el poli, todavía tendido en el suelo, saca la pistola de su funda.

—Hazlo —dice Art—. ¡Hazlo, hijoputa!

El poli baja la pistola. Art se abre paso entre la estupefacta multitud y entra en su casa.

Se trinca dos whiskies sin hielo y se acuesta.

Art pasa el día de Navidad con Ernie y Teresa Hidalgo, debido a su insistencia y pese a sus objeciones. Llega tarde, porque no quiere ver a Ernesto Jr. y a Hugo abrir sus regalos, pero aparece con juguetes en las manos y los niños, ya enloquecidos por la emoción, se ponen a dar saltos y a chillar.

—¡Tío Arturo! ¡Tío Arturo!

Finge tener apetito. Teresa se ha tomado muchas molestias para preparar una cena de pavo tradicional (tradicional para él, no para un hogar hispano), de manera que se obliga a engullir grandes cantidades de pavo y puré de patatas, que en realidad no le apetecen. Insiste en quitar la mesa, y es en la cocina donde Ernie habla con él.

—Jefe, me han ofrecido el traslado a El Paso.

—Ah, ¿sí?

—Voy a aceptarlo.

—De acuerdo.

Ernie tiene lágrimas en los ojos.

—Es por Teresa. Está asustada. Por mí, por los chicos.

—No me debes ninguna explicación.

—Yo creo que sí.

—Escucha, no te culpo.

Tío ha soltado a sus perros
federales
para que acosen a los agentes de la DEA en Guadalajara. Los
federales
han ido a la oficina, buscado armas, equipos de pinchar teléfonos ilegales, incluso drogas. Han detenido a los agentes en sus coches dos o tres veces al día con el más endeble de los pretextos. Y los
sicarios
de Tío pasan delante de sus casas por las noches, o aparcan al otro lado de la calle, les saludan por la mañana cuando salen a recoger el periódico.

De modo que Art no culpa a Ernie por salir pitando. El hecho de que yo haya perdido a mi familia, piensa, no significa que él deba perder la suya.

—Creo que has hecho lo correcto, Ernie —dice.

—Lo siento, jefe.

—No tienes por qué.

Se abrazan con torpeza.

—Pasará un mes o así antes de que empiece en el nuevo trabajo —dice después Ernie—, así que...

—Claro. Haremos alguna de las nuestras antes de que te vayas.

Art se excusa poco después del postre. No puede soportar la idea de regresar a su casa vacía, de modo que da unas vueltas en coche hasta encontrar un bar abierto. Se sienta en un taburete y toma dos copas, que no le aturden lo suficiente para afrontar la idea de volver a casa, de modo que se dirige al aeropuerto.

Se queda sentado en el coche, en el risco que domina el aeropuerto, y ve llegar el vuelo de SETCO.

—Con Dancer y Prancer —dice para sí—. Con Donner y Blitzen.

Llega el trineo de Papá Noel lleno de regalos para los niños buenos.

Podríamos apoderarnos de nieve suficiente para abarcar el invierno de Minnesota, piensa, y la nieve seguiría cayendo. Podríamos apoderarnos de dinero en metálico suficiente para pagar la deuda nacional, y el dinero seguiría cayendo. Mientras el Trampolín Mexicano siga operativo, da igual. La coca rebota de Colombia a Honduras, de México a Estados Unidos. La convierten en crack y salta alegremente en las calles.

El DC-4 blanco está aparcado en la pista.

Esta coca no va a ser esnifada por corredores de bolsa o estrellas de cine en ciernes. Esta coca va a ser fumada como crack, vendida a diez pavos la piedra a los pobres, sobre todo negros e hispanos. Esta coca no irá a Wall Street o a Hollywood. Irá a Harlem y Watts, a Chicago Sur y Los Angeles Este, a Roxbury y Barrio Logan.

Art ve que los
federales
terminan de cargar la coca en camiones. La rutina habitual de SETCO, piensa, suave e
intocable
, y está a punto de marcharse a casa cuando ocurre algo.

Los
federales
empiezan a cargar algo en el avión. Art ve que suben una caja detrás de otra a la bodega de carga del DC-4.

¿Qué coño?, piensa.

Mueve los prismáticos y ve a Tío, que está supervisando la operación.

¿Qué coño? ¿Qué pueden estar cargando en el avión?

Lo medita de camino a casa.

De acuerdo, piensa, hay aviones que transportan coca desde Colombia. No están guiados por señales de radio, y vuelan sin ser detectados por el radar. Se detienen y repostan en Honduras bajo la protección de Ramón Mette, cuyo socio es un cubano expatriado de la Operación 40.

Después los aviones vuelan a Guadalajara, donde son descargados bajo la protección de Tío y distribuidos a uno de los tres cárteles, Golfo, Sonora o Baja. Los cárteles transportan la coca a pisos francos a través de la frontera, y después la devuelven a los colombianos a razón de mil dólares el kilo. Después los cárteles mexicanos pagan a Tío un porcentaje de esos honorarios.

Es el Trampolín Mexicano, piensa Art, cocaína que salta desde Medellín a Honduras, desde Honduras a México, desde México a Estados Unidos. Y la oficina de la DEA en Honduras está cerrada, la de México no quiere hacer nada al respecto, y la DEA, el Departamento de Justicia y el Departamento de Estado no quieren saber nada del asunto. No ven, no oyen y, por el amor de Dios, no quieren que se hable de ello.

Bien, la historia de siempre.

¿Qué hay de diferente?

Lo diferente es el tráfico en doble sentido. Ahora, algo va en dirección contraria.

Pero ¿qué?

Está pensando en esto mientras abre la puerta y entra en la casa vacía, y entonces siente que apoyan contra su nuca el cañón de una pistola.

—No te vuelvas.

—No lo haré.

Claro que no. Ya estoy bastante asustado con solo notar la pistola. No necesito verla.

—¿Ves lo fácil que es, Art? —dice el hombre—. Pillarte.

Tiene acento norteamericano, piensa Art. Costa Este. Nueva York. Baja la vista, pero solo ve las puntas de los zapatos del hombre.

Negros, brillantes como un espejo.

—He comprendido el mensaje, Sal —dice.

El momento de silencio que sigue le dice que ha acertado.

—Eso ha sido una puta estupidez, Art —dice Sal.

Aprieta el gatillo.

Art oye el chasquido metálico y seco.

—Santo Dios —dice.

Siente las piernas muy flojas, como agua, como si se fuera a caer. Tiene el corazón acelerado, el cuerpo sudoroso. Experimenta la sensación de que no puede respirar.

—La siguiente cámara no estará vacía, Art.

—Vale.

—Olvídate de esta mierda —dice Sal—. No sabes con qué estás jugando.

Lo mismo me dijo Adán, piensa Art. Con las mismas palabras.

—¿Te ha enviado Barrera? —pregunta.

—Cuando me apuntes a la cabeza con una pistola, podrás hacerme preguntas —contesta Sal—. Te estoy diciendo que ni te acerques al aeropuerto. La próxima vez, y será mejor que no haya una próxima vez, Arthur, no habrá «diálogo». En un momento dado estarás vivo, y al siguiente no. ¿Lo captas?

—Sí.

—Estupendo —dice Sal—. Ahora me voy a marchar. No te des la vuelta. Por cierto, Arthur.

—¿Sí?

—Cerbero.

—¿Qué?

—Nada —dice el hombre—. No te vuelvas. Art no se vuelve mientras Sal se marcha. Se queda inmóvil un minuto entero, hasta que oye un coche alejarse por la calle.

Después se sienta y empieza a temblar. Necesita unos minutos y un whisky para reponerse, pero intenta reflexionar.

«Ni te acerques al aeropuerto.»

Por lo tanto, sea lo que sea lo que cargan en el avión, son muy sensibles al respecto.

¿Y qué coño es Cerbero?

Mira por la ventana, y hay otro poli de Jalisco vigilando. Entra en el estudio y llama a casa de Ernie.

—Necesito que me traigas un coche. Entra por el lado contrario y aparca dos manzanas al sur. Vuelve a casa en taxi.

Sale por la puerta de la cocina, trepa por la valla y salta al patio del vecino, y sale a la calle de atrás. Encuentra el coche de Ernie donde debía estar, pero hay un problema.

Ernie aún está dentro.

—Te dije que volvieras a casa en taxi —dice Art cuando sube.

—Creo que no te oí bien.

—Vete a casa —dice Art. Ernie no se mueve—. Escucha, no quiero joderte la vida a ti también.

—¿Cuándo me vas a dejar participar en esto? —pregunta Ernie cuando baja del coche.

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