El poder del perro (20 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Intocable.

Art piensa, sentado en el borde de la bañera a las cuatro de la mañana. Acaba de vomitar el pollo con guacamole que Althea le ha dejado en la nevera, y que ha comido a las tres y media. No, el pasado no te está alcanzando, tú estás avanzando hacia él. Con determinación, paso a paso, en dirección al abismo.

Tío se pasa noches en vela pensando en quién es el
soplón
. Los
patrones
de la Federación (Abrego, Méndez, el Verde) han recibido golpes considerables, y le están presionando para que haga algo.

Porque es evidente que el problema está en Guadalajara. Porque todas las tres
plazas
han sido tocadas: Abrego, Gómez, el Verde, todos insisten en que tiene que haber un
soplón
en la organización de M-1.

Encuéntrale, dicen. Mátale. Haz algo.

O lo haremos nosotros.

Pilar Talavera está acostada a su lado, respira serenamente con el sueño profundo y tranquilo de la juventud. Contempla su lustroso pelo negro, sus largas pestañas negras, ahora cerradas, el grueso labio superior perlado de sudor. Adora su olor joven y fresco.

Extiende la mano hacia la mesita de noche, coge un habano y lo enciende. El humo no la despertará. Ni tampoco el olor. Ha conseguido que se acostumbre. Además, piensa, nada podría despertar a la chica después de la sesión que han compartido. Es extraño haber encontrado el amor a esta edad. Es extraño y maravilloso. Ella es mi felicidad, piensa,
la sonrisa de mi corazón
. La convertiré en mi esposa dentro de un año. Un divorcio rápido, y después un matrimonio aún más rápido.

¿Y la Iglesia? Se puede comprar a la Iglesia. Iré a ver al cardenal y le ofreceré un hospital, un colegio, un orfanato. Nos casaremos en la catedral.

No, la Iglesia no presentará ningún problema.

El problema es el
soplón
.

La
condenada
Fuente Mamada.

Me está costando millones.

Peor aún, me está volviendo vulnerable.

Imagino a Abrego, el celoso
zorro viejo
, susurrando contra mí: «M-1 está perdiendo el control. Nos está cobrando una fortuna por una protección que es incapaz de garantizar. Hay un
soplón
en su organización».

En cualquier caso, Abrego quiere ser el
patrón
de la Federación. ¿Cuánto tiempo tardará en creer que es lo bastante fuerte para actuar? ¿Me atacará directamente, o utilizará a alguno de los otros?

No, piensa, actuarán en comandita si no puedo descubrir al
soplón
.

Empieza en Navidad.

Los críos han estado dando la paliza a Art para que les lleve a ver el árbol de Navidad gigantesco que hay en el Cruce de las Plazas. Confiaba en que se conformarían con las
posadas
, los desfiles nocturnos de niños que van de casa en casa por el barrio de Tlaquepaque vestidos de José y María, buscando un lugar donde pernoctar. Pero las pequeñas procesiones no consiguieron otra cosa que animar a los críos a ir a ver el árbol y las
pastorelas
, obras bufas sobre el nacimiento de Cristo representadas delante de la catedral.

No es el mejor momento para obras cómicas. En una de las conversaciones de Tío, Art acaba de oír algo acerca de setecientos veinticinco kilos de cocaína en ochocientas cajas, todas envueltas en papel de Navidad, con cintas, lazos y toda la pesca.

Alegrías navideñas por valor de treinta millones de dólares en un piso franco de Arizona, y Art todavía no ha decidido quién va a apoderarse de ellas.

Pero sabe que ha descuidado a su familia, de modo que el sábado anterior a la Navidad coge a Althea, a los críos y al personal doméstico, compuesto por la cocinera, Josefina, y la criada, Guadalupe, y se van de compras al mercado del barrio.

Tiene que admitir que se lo está pasando en grande. Se compran sus respectivos regalos de Navidad y adornos artesanales para el árbol de casa. Disfrutan de una prolongada y maravillosa comida a base de
carnitas
recién cortadas, sopa de alubias negras y
sopaipillas
con miel de postre.

Después, Cassie ve uno de esos elegantes carruajes tirados por caballos, pintado de negro con almohadones de terciopelo rojo, y quiere dar un paseo. Por favor, papá, por favor, y Art negocia un precio con el cochero, vestido de gaucho, y todos se arrebujan bajo una manta en la parte de atrás, Michael se sienta sobre el regazo de Althea y se queda dormido, acunado por el ininterrumpido Clop-clop de los cascos de los caballos sobre los adoquines de la
plaza
. Cassie no. Cassie está fuera de sí de emoción, mientras mira los caballos enjaezados de blanco, con penachos rojos en los arneses, y después el árbol de dieciocho metros con sus luces brillantes, y cuando Art siente la profunda respiración de su hijo contra el pecho sabe que no se puede ser más feliz.

Ya ha oscurecido cuando termina el paseo, despierta con delicadeza a Michael y se lo entrega a Josefina. Atraviesan la plaza Taparía en dirección a la catedral, donde han montado un pequeño escenario y la obra está a punto de empezar.

Entonces ve a Adán.

Su antiguo
cuate
lleva un traje arrugado. Parece cansado, como si hubiera estado viajando. Ve a Art y entra en unos lavabos públicos que hay alrededor de la
plaza
.

—Tengo que ir al lavabo —dice Art—. ¿Tienes que ir, Michael?

Di que no, chaval, di que no.

—Ya he ido en el restaurante.

—Id a ver el espectáculo —dice Art—. Enseguida vuelvo.

Adán está apoyado contra la pared cuando Art entra. Art empieza a examinar los cubículos para ver si están vacíos.

—Ya lo he hecho yo —dice Adán—. Tampoco entrará nadie. Hace mucho tiempo que no nos vemos, Arturo.

—¿Qué quieres?

—Sabemos que eres tú.

—¿De qué estás hablando?

—No juegues conmigo —dice Adán—. Solo contesta a una pregunta: ¿qué crees que estás haciendo?

—Mi trabajo —contesta Art—. No es nada personal.

—Es muy personal —dice Adán—. Cuando un hombre vende a sus amigos es muy personal.

—Ya no somos amigos.

—Mi tío está muy disgustado por todo esto.

Art se encoge de hombros.

—Le llamabas Tío —dice Adán—. Como yo.

—Eso era antes —dice Art—. Las cosas cambian.

—Eso no cambia —replica Adán—. Eso es para siempre. Tú aceptaste su protección, su consejo, su ayuda. Él te convirtió en lo que eres.

—Nos hicimos mutuamente.

Adán sacude la cabeza.

—Razón de más para apelar a la lealtad. O a la gratitud.

Introduce la mano en el bolsillo de la solapa y Art avanza un paso para impedir que saque una pistola.

—Tranquilo —dice Adán. Saca un sobre, lo deja sobre el borde del lavabo—. Ahí hay cien mil dólares norteamericanos en billetes. Pero si lo prefieres, podemos depositarlos en alguna cuenta de las Caimán, Costa Rica...

—No estoy en venta.

—¿De veras? ¿Qué ha cambiado?

Art le agarra, le empuja contra la pared y empieza a cachearle.

—¿Llevas un cable, Adán? ¿Me has tendido una trampa? ¿Dónde están las putas cámaras?

Art le suelta y empieza a registrar el lavabo. Las esquinas superiores, los cubículos, debajo de los lavabos. No encuentra nada. Deja de buscar y se apoya contra la pared, agotado.

—Cien mil ahora para demostrar nuestra buena fe —dice Adán—. Otros cien mil por el nombre de tu
soplón
. Después, veinte mil al mes solo por no hacer nada.

Art sacude la cabeza.

—Le dije a Tío que no aceptarías —dice Adán—. Prefieres otra clase de moneda. De acuerdo, te daremos suficientes alijos de marihuana para convertirte en una estrella de nuevo. Ese es el plan A.

—¿Cuál es el plan B?

Adán se acerca y abraza con fuerza a Art.

—Arturo —dice en voz baja a su oído—, eres un cerdo
imitagüeros
desagradecido e inflexible. Pero aún sigues siendo mi amigo y te quiero. Así que toma el dinero, o no lo tomes, pero desiste. No sabes con qué estás jugando.

Adán se echa un poco hacia atrás para mirar a Art a la cara. Sus narices casi se tocan cuando le mira a los ojos.

—No sabes con qué estás jugando-repite.

Retrocede, coge el sobre y lo levanta.

—¿No lo quieres?

Art niega con la
cabeza
. Adán se encoge de hombros y vuelve a guardar el dinero en el bolsillo.

—Arturo, no quieras saber cuál es el plan B —dice.

Después sale.

Art se acerca al lavabo, abre el grifo y se moja la cara con agua fría. Después se seca y sale para reunirse con su familia.

Están parados detrás de una pequeña multitud congregada delante del escenario. Los niños dan saltitos de placer cuando ven las travesuras de los dos actores vestidos de ángel Gabriel y de Lucifer, que se dan golpes en la cabeza con garrotes mientras luchan por el alma de Nuestro Señor Jesucristo.

Cuando salen del aparcamiento aquella noche, un Ford Bronco se aleja del bordillo y les sigue. Los críos no se dan cuenta, por supuesto (están dormidos como troncos), ni tampoco Althea, Josefina o Guadalupe, pero Art no le pierde de vista por el retrovisor. Art juega con él un rato mientras se abre paso entre el tráfico, pero el coche no se despega de él. Ni siquiera intenta disimular, piensa Art, así que le está intentando mandarle un mensaje.

Cuando Art entra en el camino de acceso, el coche pasa de largo, después da media vuelta y aparca al otro lado de la calle, a media manzana de distancia.

Art conduce a su familia al interior, y después sale con la excusa de que ha olvidado algo en el coche. Se acerca al Bronco y llama a la ventanilla. Cuando la ventanilla baja, Art se inclina hacia delante, inmoviliza al hombre contra el asiento, introduce la mano en el bolsillo de la solapa izquierda y saca la cartera.

Tira la cartera con la placa de la Policía Estatal de Jalisco sobre el regazo del poli.

—Mi familia está ahí dentro —dice—. Si les asustas, si les aterrorizas, incluso si llegan a sospechar que les vigilas, volveré, cogeré la
pistola
que llevas al cinto y te la meteré por el culo hasta que te salga por la boca. ¿Me has entendido, hermano?

—Solo estoy haciendo mi trabajo, hermano.

—Pues hazlo mejor.

Pero el mensaje de Tío ya ha sido entregado, piensa Art, mientras entra de nuevo en casa: a los amigos no se les jode.

Después de una noche de insomnio casi absoluto, Art se levanta, se prepara una taza de café y bebe hasta que su familia despierta. Después prepara el desayuno de los críos, se despide de Althea con un beso y va en coche a la oficina.

De camino para en una cabina telefónica para cometer suicidio profesional: llama al condado de Pierce, Arizona, departamento del sheriff.

—Feliz Navidad —dice, y les habla de las ochocientas cajas de cocaína.

Después va a la oficina, donde espera una llamada personal.

A la mañana siguiente, Althea vuelve en coche de la tienda de comestibles cuando un coche desconocido empieza a seguirla. Nada de sutilezas, pegado a la cola. Ella no sabe qué hacer. Tiene miedo de llegar a casa y bajar del coche, y tiene miedo de ir a otro sitio, de manera que se dirige a la oficina de la DEA. Está aterrorizada (los dos niños van en el asiento de atrás), y se halla a tres manzanas de la oficina cuando el coche la obliga a parar y cuatro hombres armados con pistolas bajan.

El líder exhibe una placa de la Policía Estatal de Jalisco.

—Identificación, señora Keller —dice.

Sus manos tiemblan cuando busca el carnet de conducir. Entretanto, el hombre asoma la cabeza por la ventanilla.

—Qué chavales tan guapos —dice.

Ella se siente estúpida cuando se oye decir:

—Gracias.

Le da el carnet.

—¿Pasaporte?

—Lo tengo en casa.

—Hay que llevarlo encima.

—Lo sé, pero vivo aquí desde hace mucho tiempo y...

—Tal vez ha vivido aquí demasiado tiempo —dice el poli—. Me temo que tendrá que acompañarme.

—Pero estoy con mis hijos.

—Ya lo veo, señora, pero tiene que acompañarme.

Althea está al borde de las lágrimas.

—¿Y qué debo hacer con mis hijos?

El poli se disculpa un momento y vuelve otra vez a su coche. Althea intenta recuperar el control durante unos largos minutos. Reprime la tentación de mirar por el retrovisor para ver qué está pasando, así como las ansias de bajar del coche con los niños y alejarse a pie. Finalmente, el poli regresa. Asoma la cabeza por la ventanilla.

—En México respetamos el significado de familia —dice con alambicada cortesía—. Buenas tardes.

Art recibe la llamada telefónica.

De Tim Taylor, que telefonea para decir que se ha enterado de algo inquietante y tienen que hablar del asunto.

Taylor todavía está hablando cuando empieza el tiroteo.

Plan B.

Primero oyen el rugido de un coche lanzado a toda velocidad, después el estruendo de los AK-47, luego todos se tiran al suelo, agachados detrás de las mesas. Art, Ernie y Shag esperan unos minutos tras los disparos, y después salen a mirar el coche de Art. Las ventanillas del Ford Taurus han volado en pedazos, los neumáticos están reventados y los costados exhiben decenas de agujeros grandes de bala.

—Creo que ni Blue Book lo podrá reparar, jefe —dice Shag.

Los
federales
se presentan al cabo de poco.

Si es que no estaban ya aquí, piensa Art.

Le conducen a la comisaría, donde el coronel Vega le mira con profunda preocupación.

—Gracias a Dios que no estaba dentro del vehículo —dice—. ¿Quién puede haber hecho algo semejante? ¿Tiene enemigos en la ciudad, señor Keller?

—Sabe muy bien quién cojones ha hecho esto —suelta Art—. Su chico, Barrera.

Vega le mira con los ojos desorbitados de incredulidad.

—¿Miguel Ángel Barrera? Pero ¿por qué querría hacer algo semejante? Usted mismo me dijo que no está investigando a don Miguel.

Vega le retiene en la sala de interrogatorios durante tres horas y media, intentando sonsacarle sobre sus investigaciones, con el pretexto de intentar determinar quién ha podido tener motivos para atacarle.

Ernie tiene miedo de que no salga. Está aparcado en el vestíbulo y se niega a marcharse hasta que su jefe no salga de allí. Mientras Ernie sigue acampado, Shag va a casa de Keller.

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