—Los milagros —dijo en tono solemne— no suspenden el orden del mundo. No son hechos mágicos. Proceden de un orden superior, que el limitado entendimiento terreno no puede comprender…
—Muy bien —graznó Jacobo Osadías—: pero, por desgracia, nosotros tenemos que enfrentarnos con hechos mágicos, y además esta misma noche.
—Está bien, está bien —murmuró San Silvestre, que nuevamente tuvo que esforzarse para descender de las elevadas esferas de sus pensamientos—. Francamente, yo os comprendo, amigos. Pero me temo que no es
mucho
lo que puedo hacer por vosotros. Ni siquiera estoy seguro de que me esté permitido actuar por mi propia cuenta. Pero toda vez que me encuentro aquí excepcionalmente, quizá habría una pequeña posibilidad…
Félix le dio con la cola al cuervo y musitó:
—Mira, nos va a ayudar.
—Habrá que verlo —respondió escéptico el cuervo.
—S
I os he entendido bien —prosiguió San Silvestre—, bastaría un solo toque del repique de Año Nuevo para neutralizar el poder de inversión del ponche arqueolineal…
—Del ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso—le corrigió solícito Félix.
—Exactamente —dijo San Silvestre—. Para neutralizar el poder de inversión de ese ponche. ¿No es así?
—Eso es lo que hemos oído —corroboró el gato, y el cuervo asintió.
—¿Y creéis que eso bastaría para alterar algo el terrible producto?
—Seguro —afirmó Jacobo—. Pero siempre que esos dos engendros del diablo no se enteren de nada. Así desearían bienes para hacer maldades, y sólo conseguirían bienes.
—Bueno, bueno —reflexionó San Silvestre—. Un solo toque de mi concierto de Año Nuevo podría regalároslo. Sólo espero que nadie lo eche en falta.
—Nadie lo echará en falta, Monsignore —exclamó entusiasmado Félix—. En un concierto carece de importancia un toque más o menos, como bien sabe cualquier cantor.
—¿No podría ser un poco más? —suspiró Jacobo—. Lo digo para prevenir cualquier eventualidad.
—De ningún modo —respondió San Silvestre con gesto severo—. En realidad, ya es demasiado, porque el orden del mundo…
—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió rápidamente el cuervo—. Pero no estará prohibido hacer preguntas. ¿Y cómo lo vamos a hacer? Si usted da ahora el toque, lo oirán los dos malvados y estarán prevenidos.
—¿Tocar ahora? —preguntó San Silvestre, y su rostro adquirió otra vez una expresión de arrobo—. No tendría sentido, pues no sería un toque del repique de Año Nuevo. El repique no comienza hasta la medianoche. Y tiene que ser así, porque el principio y el fin…
—¡Efectivamente! —graznó irritado el cuervo—. A causa del orden. Sólo que después es demasiado tarde, es después.
Félix le hizo una seña para que se callara.
La mirada de San Silvestre pareció perderse en la lejanía. De pronto, dio la impresión de que era mucho más grande y majestuoso.
—En la eternidad —dijo— vivimos fuera del tiempo y del espacio. No hay antes ni después, y el efecto no sigue a la causa, sino que los dos constituyen un todo permanente. Por eso puedo entregaros ahora ya el toque, aunque no sonará hasta la medianoche. Su efecto precederá a la causa, como en tantos dones que proceden de la eternidad
Los animales se miraron. Ninguno de los dos había entendido lo que San Silvestre acababa de decir. Pero él pasó lenta y cuidadosamente los dedos por la impresionante curvatura de la campana más grande, y de pronto tenía en la mano un trozo de hielo transparente.
Cogido entre el índice y el pulgar, se lo mostró a los animales, que lo miraron por todas partes. En el interior del cristal de hielo brillaba y centelleaba en forma de una sola nota una lucecita de una belleza supraterrena.
—Aquí tenéis —dijo amistosamente—. Cogedlo, llevadlo inmediatamente allí y echadlo disimuladamente al ponche satanicoetcétera. Pero no lo echéis fuera ni lo perdáis, porque sólo tengo éste y no puedo daros otro.
Jacobo Osadías cogió cuidadosamente el trozo de hielo con el pico y, como no podía decir otra cosa, hizo «¡hum! ¡hum! ¡hum!» un par de veces con sendas inclinaciones de cabeza.
También el gato hizo una elegante reverencia y maulló:
—Mis más rendidas gracias, Monsignore. Nos mostraremos dignos de su confianza. Pero ¿no podría darnos un último consejo? ¿Hay algún modo de que lleguemos a tiempo?
San Silvestre lo miró, y nuevamente sus pensamientos retornaron de muy lejos, de la eternidad.
—¿Qué decías, amigo? —preguntó, y sonrió como sonríen los santos—. ¿De qué estábamos hablando?
—Perdón —tartamudeó el gato—. Es que yo creo que ya no puedo bajar la torre entera gateando. Y el pobre Jacobo se encuentra también casi sin fuerzas.
—Es cierto, es cierto —respondió San Silvestre—. Bueno, pienso que no hay ningún problema. Volaréis con el toque de campana. Pero agarraos bien el uno al otro. Y ahora tengo que despedirme. Ha sido una gran alegría conocer a dos criaturas de Dios tan valientes y honradas. Hablaré de vosotros allá arriba.
Levantó la mano en ademán de bendecir.
El gato y el cuervo se abrazaron, y ya estaban volando con la velocidad del rayo a través de la noche. Con gran sorpresa suya, a los pocos segundos se encontraban nuevamente en la habitación del gato. La ventana estaba abierta, y era como si no hubieran abandonado el recinto.
Pero el trozo de hielo, con la bella luz dentro, que Jacobo Osadías tenía en el pico, probaba que no había sido un sueño.
L
O que hace que la vida de los nigromantes sea fatigosa y nada confortable es la circunstancia de que han de tener sometidos constantemente a su control todos los seres, incluidos los objetos más simples, de su esfera de poder. En el fondo, no pueden permitirse ni un momento de distracción o de debilidad, porque todo su poder se basa en la coacción. Ninguna criatura, ni siquiera un objeto inanimado, les serviría espontáneamente. Por eso se ven obligados a mantener en permanente esclavitud, mediante sus radiaciones mágicas, todo lo que los rodea. Si se relajaran durante un solo minuto, estallaría un motín contra ellos.
Es posible que a un hombre normal le resulte difícil comprender que haya personas que encuentren placer en ejercer este tipo de coacción. Pero siempre ha habido, y sigue habiendo en nuestros días, algunos que no retroceden ante nada con tal de conseguir y mantener semejante poder, y no sólo entre los magos y las brujas.
Pues bien, cuantas más energías de su voluntad tenía que emplear Sarcasmo para oponer su paralizadora fuerza hipnótica a la de Tirania, menos fuerza le quedaba para mantener sometidos a control duradero los incontables espíritus elementales de su Museo de Ciencias Naturales.
Todo empezó cuando la pequeña y repugnante criatura denominada juzgalibros comenzó a moverse, se estiró y enderezó, miró a su alrededor como despertando y cuando comprendió dónde se encontraba, se puso tan furiosa en su tarro que salió con él disparada de la estantería. La caída no fue tan grande como para que se lesionara gravemente, pero sí lo suficiente para que su prisión de cristal se hiciera añicos.
En cuanto lo vieron las otras criaturas, que ya estaban dando golpes y haciéndose señas, siguieron su ejemplo. Los recipientes se fueron rompiendo uno tras otro, las víctimas liberadas ayudaron a liberarse a los otros prisioneros y así fue aumentando el número de liberados.
El oscuro pasillo se llenó enseguida de cientos y cientos de pequeñas figuras, de gnomos y duendecillos, de geniecillos del agua y elfos, de salamandras y enanos de todas las clases y formas. Todos corrían sin dirección fija y chocando unos con otros, pues no conocían la tenebrosa Villa Pesadilla.
El juzgalibros no se ocupó mucho de los demás, porque era demasiado instruido como para creer en la existencia de semejantes criaturas. Hinchó las aletas de la nariz y venteó. Llevaba muchísimo tiempo sin poder poner pegas a un libro y estaba realmente hambriento de hacerlo.
Su infalible olfato le dijo dónde encontraría el material apropiado, y se puso en camino hacia el laboratorio. Un poco vacilantes, lo siguieron algunos, con la esperanza de que les mostraría el camino hacia la libertad; luego se fueron uniendo más y más criaturas a esta fila, hasta que finalmente estuvo en marcha todo el ejército de millares de unidades encabezado por el juzgalibros, que, sin pretenderlo realmente, había asumido así el papel de caudillo de la revolución.
Ahora bien, todos estos espíritus son de pequeña estatura pero, como es sabido, poseen fuerzas inmensas. Como sacudidos por un terremoto, los muros del edificio temblaron hasta los cimientos cuando aquel ejército irrumpió en el laboratorio y comenzó a golpear todo lo que allí había, grande o pequeño. Los cristales de las ventanas saltaron en pedazos, las puertas reventaron y las paredes se agrietaron como si hubieran estallado bombas.
Finalmente los objetos, que estaban aún muy cargados con las fuerzas mágicas de Sarcasmo, comenzaron a cobrar una fantasmagórica vida propia y a defenderse contra los rebeldes. Las botellas, tubos de cristal, retortas y marmitas se pusieron en movimiento, silbaron, soplaron, danzaron un
ballet
y lanzaron contra los atacantes las esencias que contenían. Muchos se hicieron pedazos en este combate; pero también algunos de los espíritus elementales recibieron una lección bien merecida y prefirieron huir, cojeando y lamentándose, al Parque Muerto, y ponerse a salvo.
El juzgalibros se había apartado de este caos y había buscado refugio en el silencio de la biblioteca, para saciar en paz su voracidad. Sacó el primer mamotreto que encontró y empezó a ponerle peros a diestro y siniestro. Pero el libro mágico no toleró ese tratamiento e intentó atraparlo.
Mientras luchaban los dos, comenzaron a cobrar vida los demás libros de la biblioteca. Salieron de las estanterías en formación a centenares y millares.
Ahora bien, es un hecho conocido que, a veces, los libros se tienen entre sí un odio mortal. Aun tratándose de libros enteramente normales, cualquiera que tenga un poco de tacto no colocará
Justine
junto a
Heidi
ni
Las leyes tributarias
junto a
La historia interminable
, aunque, naturalmente, los libros normales no pueden oponerse a eso. Pero el caso de los libros de magos es totalmente distinto, sobre todo cuando rompen las cadenas de la esclavitud. Así, en pocos instantes, los incontables libros formaron, según su contenido, distintos grupos de combate, que se lanzaron unos contra otros con las tapas abiertas e intentaron devorarse. Entonces, hasta el juzgalibros se asustó y huyó.
Finalmente, también los muebles comenzaron a participar en aquel alboroto general. Crujiendo, se pusieron en movimiento armarios pesados, brincaron y bailaron baúles llenos de enseres o de vajilla. Sillas y butacas giraron como patinadores sobre una sola pata, las mesas galoparon, se encabritaron y cocearon como caballos en un rodeo; en una palabra: fue lo que suele llamarse un verdadero aquelarre.
El reloj de pared del mecanismo cruel no se limitó a golpear con el martillo el dolorido pulgar, sino que repartió golpes a diestro y siniestro. Sus agujas giraron como hélices, y el propio reloj se despegó de la pared y dio vueltas como un helicóptero sobre el campo de batalla. Y cada vez que pasó por encima de las cabezas del mago y de la bruja, que seguían sin poder moverse, los golpeó con todas sus fuerzas.
Entretanto, hasta los últimos espíritus elementales habían huido de la casa y se habían dispersado en todas las direcciones. Los libros, muebles y objetos, que hasta aquel momento se habían limitado a luchar entre sí, comenzaron a dirigir contra sus opresores su ira común. Sarcasmo y Tirania sufrieron impactos de libros que llegaban volando, mordeduras de la cabeza de tiburón, chapuzones de matraces de cristal, empujones de cómodas y golpes de patas de mesas que coceaban, hasta que los dos rodaron al mismo tiempo por el suelo. Pero, como es natural, con esto se había interrumpido la hipnosis recíproca, y los dos pudieron recobrarse.
—¡Alto! —tronó Sarcasmo con energía.
Levantó los brazos, y de sus diez dedos salieron relámpagos rojos que chocaron contra todos los rincones del laboratorio, penetraron en todas las habitaciones de Villa Pesadilla, atravesaron los tortuosos pasillos, subieron por la escalera hasta el almacén y bajaron hasta el sótano, mientras él bramaba: