—¡Hummm! —murmuró Jacobo.
—Era sólo un sueño —prosiguió el gato—, y en el fondo yo siempre sabía que nunca podría hacerse realidad. Por eso me he comportado como si fuera todo eso. ¿Crees que ha sido un pecado grave?
—Ni idea —graznó el cuervo—. De pecados y pamplinas pías no entiendo nada.
—Pero ¿estás enfadado ahora conmigo por eso?
—¿Enfadado? ¡Qué tontería! Un poco chiflado sí que me parece que estás. Pero no importa. A pesar de eso, eres un tipo excelente.
Durante un momento, el cuervo posó su maltrecha ala sobre los lomos del amigo.
—Y pensándolo bien —prosiguió luego—, tu nombre no me desagrada; al contrario.
—No, yo me refiero a que no soy un cantor famoso.
—¡Quién sabe! —dijo el cuervo, pensativo—. He conocido casos en que ciertas mentiras se hicieron verdaderas y, entonces, dejaron de ser mentiras.
Félix miró de soslayo a su compañero con gesto de inseguridad porque no había comprendido bien lo que el cuervo acababa de decir.
—¿Crees que aún puedo llegar a serlo? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Si vivimos el tiempo suficiente… —respondió Jacobo, más bien para sí mismo.
El gato prosiguió, excitado:
—Ya te he hablado de mi abuela Mía, la anciana gata sabia que tantas cosas misteriosas sabía. Vivía con nosotros en el agujero del sótano. Ahora está ya con el Gran Gato del cielo como todos los demás, excepto yo. Poco antes de morir me dijo algo: «Félix, si realmente quieres ser un día un gran artista, tienes que conocer todos los abismos y cumbres de la vida, pues sólo quien los conoce puede enternecer todos los corazones». Eso me dijo ella. Pero ¿puedes explicarme tú a qué se refería?
—Bueno —respondió secamente el cuervo—. Los abismos ya los has vivido bastante en tu propia carne.
—¿Tú crees? —preguntó aliviado Félix.
—Claro —graznó el cuervo—. No es fácil descender a abismos más profundos. Ahora sólo te faltan las cumbres.
Y siguieron avanzando en silencio entre la nieve y el viento.
Lejos, al final de la carretera, se recortaba sobre el cielo nocturno la torre de la gran catedral.
E
NTRETANTO, en el laboratorio el trabajo estaba en plena marcha.
El primer paso que había que dar era reunir las diferentes sustancias necesarias para elaborar el ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso. Las largas tiras de pergamino estaban desenrolladas sobre el pavimento y sujetas con libros para que no se enrollaran de nuevo.
Tras estudiar detenidamente, una vez más, el modo de empleo, Sarcasmo y Tirania comenzaron con la receta propiamente dicha. Los dos estaban inclinados sobre el texto y descifraban lo que allí había escrito. Para un no-mago, la empresa habría sido absolutamente imposible, pues se trataba de una escritura cifrada enormemente complicada, del llamado «código infernal». Pero los dos conocían de pe a pa el modo de descifrarlo. Además, las indicaciones sobre las sustancias básicas necesarias eran bastante inteligibles al principio.
Escrito en nuestro código, el comienzo de la receta decía así:
Cuatro dañinos elementos
manan de las fuentes del infierno:
el cocitus, el axerón,
el stix y el pirifligitón.
Hielo y fuego, veneno y cieno,
de cada uno cien gramos al menos.
Remuévase y agítese con rabia
y se obtendrá una mezcla extraordinaria.
Como cualquier mago de laboratorio bien equipado, Sarcasmo tenía provisiones suficientes de los cuatro elementos básicos. Mientras los reunía y, luego, los mezclaba cuidadosamente en una coctelera especial, Tirania leyó en voz alta el punto siguiente:
A continuación, dinero licuado:
más de diez mil táleros plateados,
que a los pobres se ha robado
en la tierra, de cabo a rabo.
Del capital líquido,
tres cuartos de litro.
Mézclese con ardor
y obsérvese el color.
Como es natural, la bruja conocía la forma de licuar el dinero. A los pocos instantes brillaban en la ponchera de fuego frío tres cuartos de litro. Un resplandor dorado se esparció por todo el recinto.
Luego, Sarcasmo vertió el líquido infernal de la coctelera, y se apagó el resplandor. La poción estaba ahora oscura como la noche; pero de vez en cuando la cruzaban relámpagos que parecían arterias palpitantes y volvían a desaparecer inmediatamente.
La tercera instrucción decía:
Cójanse lágrimas de cocodrilo
en cantidad más que suficiente,
y déjeselas fluir con mucho tino
mientras en la víctima se piense.
Tras remover con pasión,
añádase el brebaje lloroso
a la anterior poción,
hasta conseguir un caldo rojo.
Naturalmente esto ya era algo más difícil porque, como ya se ha dicho, los magos y las brujas malos no pueden derramar lágrimas, ni siquiera falsas. Pero también en este caso encontró Sarcasmo una solución.
J
ACOBO Osadías y Félix estaban sentados al pie de la torre de la catedral, que se levantaba en el cielo de la noche como una gigantesca pared rocosa con múltiples salientes. Los dos tenían la cabeza muy levantada y miraban en silencio hacia arriba.
Al cabo de un rato, el cuervo carraspeó.
—Allí arriba —dijo— vivía en otro tiempo una lechuza que era conocida mía. Se llamaba hermana Bubú. Era una anciana simpática. Tenía ideas un poco extrañas sobre Dios y el mundo; por eso prefería vivir sola y no salía más que de noche. Pero sabía un montón de cosas. Si estuviera aún aquí, podríamos pedirle consejo.
—¿Pues dónde está ahora? —preguntó el gato.
—Ni idea. Emigró porque ya no aguantaba la contaminación. Siempre fue un poco melindrosa. Es posible que haya muerto hace tiempo.
—Es una lástima —dijo Félix. Y al cabo de un rato añadió—. Tal vez la molestaban los toques de campana. Allí arriba, tan cerca, tienen que ser increíblemente fuertes.
—No creo —opinó Jacobo—. El toque de campanas no ha molestado nunca a una lechuza.
Y luego repitió pensativo:
—El toque de campanas…, espera…, el toque de campanas.
Súbitamente dio un salto y chilló a voz en grito:
—¡Eso es! ¡Ya lo tengo!
—¿Qué? —preguntó asustado el gato.
—Nada —respondió Jacobo, de nuevo en voz baja, y metió la cabeza entre las alas—. No sirve. No tiene ningún sentido. Era una tontería. Olvídalo.
—¿Qué? ¡Dilo!
—Me acaba de venir una idea.
—¿Qué idea?
—Bueno, he pensado que sería posible hacer que las campanas de San Silvestre sonaran antes, ahora mismo, ¿entiendes? Así el ponche mágico perdería su poder de inversión. Porque ellos mismos han dicho que el primer toque del repique de Año Nuevo basta para eso. ¿Lo recuerdas? Así, de sus deseos engañosos no saldrían más que cosas buenas. Eso es lo que pensaba.
El gato miró perplejo al cuervo. Le costó un rato comprender. Pero, luego, sus ojos comenzaron a brillar.
—Jacobo —dijo con admiración—, Jacobo Osadías, viejo amigo, creo que eres realmente un genio. ¡Ésa es la salvación! Por eso puedo entusiasmarme de verdad.
—Estaría bien —rezongó huraño Jacobo—. Sólo que no es posible.
—¿Pero por qué no?
—Bueno, ¿quién va a tocar las campanas?
—¿Quién? ¡Tú, naturalmente! Vuelas ahora mismo a la aguja de la torre y tocas. Eso es un juego de niños.
—¡Sí. diablos! ¡Un juego de niños dice éste! ¡Tal vez de niños gigantes! ¿Has visto alguna vez de cerca una campana como ésas, infeliz?
—No.
—¡Pues entonces! Son tan grandes y tan pesadas como un camión. ¿Crees que un cuervo puede balancear un camión, si encima tiene
reumaticismo
?
—¿No hay campanas más pequeñas? No importa cuál sea.
—Escucha, Félix: incluso la más pequeña es más pesada que una cuba de vino.
—Entonces tendremos que intentarlo entre los dos, Jacobo. Entre los dos lo lograremos, no te quepa duda. ¡Vamos! ¿A qué esperas?
—¿Adonde quieres ir, mentecato?
—Tenemos que entrar en la torre y llegar a donde cuelgan las cuerdas de las campanas. Si tiramos los dos con todas nuestras fuerzas, lo lograremos.
Llevado de su entusiasmo por las grandes gestas, Félix echó a correr en busca de una puerta de acceso al interior de la torre de la catedral. Jacobo voló tras él renegando y protestando, y trató de explicarle que hoy no se tocan las campanas con cuerdas y a mano, sino con motores eléctricos y apretando botones.
—Tanto mejor —respondió Félix—. Entonces sólo necesitamos encontrar el botón.
Pero esta esperanza resultó vana. La única puerta de acceso a la torre de la catedral estaba cerrada. El gato se colgó del enorme picaporte de hierro, pero sin éxito.
—¿Lo ves? ¡Ya te lo decía yo! —comentó el cuervo—. Desiste, gatito. Lo que no puede ser, no puede ser.
—¡Puede ser! —dijo Félix fieramente resuelto, y levantó la mirada hacia la torre—. Si no es por dentro, por fuera.
—¿Qué quieres decir? —gritó Jacobo, despavorido—. ¿Pretendes subir a esa torre trepando por la pared? ¿Y con este viento? ¡Te falta algún tornillo!
—¿Tienes alguna idea mejor? —preguntó Félix.
—En todo caso tengo clara una cosa —respondió el cuervo—: que eso es lisa y llanamente una locura descabellada. Y no pienses que yo voy a colaborar en una cosa así.
—Entonces tendré que hacerlo solo —dijo Félix.
A
HORA, el gigantesco vaso de fuego frío estaba ya lleno hasta el borde. El líquido que había en su interior tenía una tonalidad violeta. Era una mezcla de los más extraños ingredientes, pero todavía distaba de ser el ponche de los deseos. Para eso había que hechizarlo; es decir, había que someterlo a una serie de procedimientos que lo pusieran en condiciones de adquirir los auténticos poderes nigrománticos.
Ésta era la parte principalmente científica del trabajo y le correspondía a Belcebú Sarcasmo. La bruja multiplicadineros sólo podía servirle, en mayor o menor grado, de auxiliar.
El texto de que ahora se trataba estaba redactado en el lenguaje técnico de los magos de laboratorio, e incluso para Tirania era casi incomprensible. Decía así:
Tómense flebos catóticos
y un políglomo catafálquico,
y déjense ambos suspendidos
en tremuloso vaivén an-atómico.
Por medio de ectopasas laminadas,
púrguese con cismotímica mirta,
previamente alcoholizada
y con antigases aderezada.
Plantado sobre una colmenilla humana
de proclámato no flasteado,
el acífero respiradero se tingama
con el termostato gratinado.
Conjetúrese la unglicótica
según su grado de acidez,
balonícese la esclerótica
en relación a su ingravidez.
La dosis todavía no está empicarada;
por un ganocuarto criminol
permanece la complejidad apatrañada
como inestabilo bromohol.
Vigilar la aparición de fuelles cerebrales
en el momento del diabólico contacto,
pues, si se frotan las fresas quimerales,
se reborta fácilmente el sadofacto.
De ocurrir, se produce de forma timítica
un enceramiento galaxo-paralajo
en la sal piromática y alquímica,
similar al asdrubálico minimajo.
…