El primer apóstol (36 page)

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Authors: James Becker

Tags: #Thriller, Religión, Historia

BOOK: El primer apóstol
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CAPÍTULO 25
I

—Tenemos que conseguir que un experto les eche un vistazo —dijo Ángela.

Se encontraban de vuelta en la costa oeste italiana y habían reservado una habitación doble en un diminuto hotel cercano a Livorno. Después de tomar un par de copas en el bar, y de una cena muy tardía, volvieron a subir a su habitación. Bronson había enchufado el ordenador portátil y transferido las fotos a este desde la tarjeta de memoria de su cámara.

Había además copiado las fotografías que había tomado en la tumba en cuatro CD. Le dio uno a Ángela, metió dos de ellos en dos sobres que enviaría a su dirección y a la de Ángela en Gran Bretaña al día siguiente, y se quedó con otro para él.

Solo entonces desenvolvieron las tres reliquias que Bronson había extraído de la tumba. Ángela extendió toallas sobre la pequeña mesa de la habitación de hotel, se puso un par de guantes de látex finos, y con sumo cuidado colocó los tres objetos en la mesa.

—¿Qué son exactamente? —preguntó Bronson.

—Estos dos son dípticos. Un díptico es una especie de cuaderno rudimentario. Sus superficies interiores están recubiertas de cera, para que se pudieran escribir notas, y luego borrar lo que se había escrito, rascando con algún objeto punzante la superficie de la cera.

»Pero estos son muy especiales —prosiguió—. ¿Ves esto? —preguntó ella, señalando a un pequeño bulto de cera que estaba unido a una hebra que atravesaba una serie de orificios perforados en los bordes de las tablillas de madera. La hebra estaba partida por muchos lugares en ambas reliquias, pero Ángela no había intentado retirarla, ni abrir ninguno de los dípticos.

Bronson asintió con la cabeza.

—La hebra recibe el nombre de «linum» y las perforaciones se conocen como «foramina». Para evitar que las tablillas se abriesen, la hebra se aseguraba con un sello, como en estos, algo que por lo general se hacía con los documentos legales para protegerlos frente a los falsificadores.

—Así que hemos recuperado un par de documentos legales del siglo I.

—Ah, estos son más que eso, mucho más. Este sello es, casi con total seguridad, el emblema imperial del emperador Nerón. ¿Te haces una idea de lo extraño que resulta encontrar un texto desconocido de ese período de la historia en estas condiciones? Ese sello de cera que había alrededor de la piedra de la cueva parece haberlo conservado prácticamente intacto. Es como la tumba de Tutankamón, es igual de poco común.

—Aunque Tutankamón sin el oro ni las joyas —dijo Bronson, mirando los dípticos más de cerca—. Los dos me parecen algo estropeados.

—Eso es solo la pintura o el barniz de la superficie. La madera parece estar prácticamente en perfectas condiciones. Se trata de un hallazgo verdaderamente importante.

—¿No vas a mirar en su interior? —preguntó Bronson.

Ángela negó con la cabeza.

—Ya te lo he dicho antes, no se trata de mi campo de especialización. Debemos entregárselo a un experto, y registrar cada una de las etapas de su apertura.

—¿Y qué pasa con el pergamino? Podrías echarle un vistazo. Sabes el latín suficiente para traducirlo, ¿no?

—Sí —dijo Ángela con tono de duda—. Supongo que puedo intentar traducir parte de él.

Con las manos temblorosas, cogió el pergamino y lentamente, con sumo cuidado, desenrolló los primeros diez centímetros. Observó el texto en latín, cuya tinta parecía estar tan negra como el día en que el pergamino fue escrito, y leyó las palabras para sí misma, moviendo los labios lentamente mientras lo hacía.

—¿Y? —preguntó Bronson.

Ángela negó con la cabeza.

—No puedo estar segura —dijo ella, caminando de un lado para otro—. Puedo estar en lo cierto, como puedo no estarlo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

—No. Mi traducción debe de ser errónea. Mira, tenemos que encontrar a un experto, alguien que sepa manipular las reliquias con profesionalidad, y que las pueda traducir correctamente. Y sé quién puede hacerlo.

II

—Todo ha sido un poco caótico, Mandino, ¿no es así? —preguntó Vertutti, con tono de desprecio. Los dos hombres se habían vuelto a reunir en la misma cafetería que en ocasiones anteriores, pero esta vez el equilibrio de poderes había cambiado—. Si le he entendido correctamente —prosiguió Vertutti—, en realidad tenía las reliquias al alcance de su mano, y al inglés a su merced, pero de alguna manera se las ha arreglado para dejarlo escapar con ellas. Este desastre apenas inspira confianza en su habilidad para que este asunto tenga un resultado satisfactorio.

—No tiene de qué preocuparse, eminencia —dijo Mandino, con un tono de seguridad ligeramente forzado—. Disponemos de varias pistas que podemos seguir, y no debería subestimar las dificultades a las que Bronson se enfrenta. Sé, gracias a mis fuentes en la policía, que no dispone de un pasaporte válido, por lo que no puede abandonar Italia ni por mar ni por aire. Se ha proporcionado información detallada acerca del vehículo que conducía a todas los cuerpos de policía europeos, y se ha encargado al personal aduanero que lo busque. Estamos muy cerca de atraparlo, y no hay nada que pueda hacer el inglés por evitarlo.

—Suponga que decide no abandonar Italia, ¿qué ocurría entonces?

—Que seguirle el rastro resultaría aun más fácil. Tenemos vigilantes por todos lados.

—Espero que esté en lo cierto —dijo Vertutti—. Debe asegurarse de que no escape. —Se levantó para marcharse, pero Mandino le hizo un gesto para que volviera a sentarse.

—No hemos hablado del asunto de los cuerpos —dijo él—. Está claro que conoce sus identidades, así que, ¿qué debemos hacer con ellos?

—¿Los cuerpos, Mandino? ¿Qué cuerpos? Pregúntele a cualquier católico dónde fueron enterrados esos dos hombres y le contestará que la tumba de uno se encuentra aquí en Roma y que los huesos del otro fueron enviados a Gran Bretaña en el siglo VII.

—Enviados por el papa Vitaliano, cardenal, el autor del códice. El sabía que los huesos no eran de quienes él había afirmado. Vitaliano nunca se habría desprendido de reliquias auténticas.

—Eso son puras conjeturas.

—Es posible, pero ambos sabemos que la tumba de Roma no contiene el cuerpo que el Vaticano afirma. Lo que hemos encontrado lo demuestra, y ahora sabe que no es verdad.

—Es verdad en lo que respecta al Vaticano, y eso es lo único que importa. Nuestra opinión es que los cuerpos que ha hallado son exactamente los de aquellos que afirma la inscripción que se encuentra sobre la tumba (son los cuerpos de los «mentirosos») y carecen de interés para la Santa Madre Iglesia. Y ahora los documentos han sido robados de la cueva, por lo que no hay prueba alguna de lo que está insinuando. Lleve a algunos de sus hombres a la llanura y destruyan los huesos por completo.

III

—Entonces, ¿ahora tenemos que dirigirnos a Barcelona? —preguntó Bronson—. ¿Puedes decirme al menos por qué?

Se encontraban en el interior del Nissan saliendo de Livorno y se dirigían hacia la frontera con Francia. Iba a ser un largo viaje, sobre todo porque Bronson había decidido permanecer en las carreteras secundarias siempre que le fuera posible, para evitar los posibles controles de carretera. Había más de veinte carreteras que atravesaban la frontera franco-italiana, y Bronson sabía que la policía italiana podía estar presente en cada una de ellas, y que sería probable que se concentraran en las autopistas y en las carreteras principales.

En realidad, no le preocupaba demasiado que lo pararan, porque nadie sabía que conducía un Nissan. La policía lo estaría buscando en una Renault Espace, y ese vehículo se había quedado en un rincón del aparcamiento de San Cesáreo.

—Hace aproximadamente diez años —respondió Ángela—, justo después de que empezara a trabajar en el museo Británico, llevé a cabo una investigación de doce meses en el Museu Egipci de Barcelona, en la que trabajé junto a un hombre llamado Josep Puente, que era el papirólogo residente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—La papirología es el término genérico del estudio de los textos antiguos escritos en una amplia gama de materiales, entre los que se incluyen los pergaminos, las vitelas (que son las pieles de ovejas o cabras), el cuero, el lino, fragmentos de madera, tablillas de cera y pedazos de cerámica, conocidos como ostraca. Supongo que la disciplina se dio a conocer como papirología simplemente porque el material de escritura más común que ha sobrevivido es el papiro. Josep Puente es un renombrado experto en textos antiguos.

—Y me imagino que sabe latín, ¿no es así?

Ángela asintió con la cabeza.

—Al igual que el pobre de Jeremy Goldman, si te especializas en este campo, acabas adquiriendo un conocimiento aceptable de los idiomas de la antigüedad. De hecho, Josep sabe latín, griego, arameo y hebreo.

Ángela se quedó en silencio, y Bronson le dirigió una mirada.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Existe otro motivo por el que quiero viajar hasta allí —dijo ella.

—¿Cuál?

—No te dije lo que leí en el pergamino, simple y llanamente porque no podía creerlo. Pero si Josep Puente ofrece la misma traducción que hice yo, el museo sería el lugar ideal para anunciar el hallazgo al mundo, ya que Josep cuenta con la credibilidad y experiencia necesarias como para ser creído, y eso va a ser de vital importancia, porque no tienes ni idea de la oposición con la que nos enfrentaremos si nuestra identidad se hace pública. Los hombres con pistolas serán los que menos nos preocupen.

Bronson la volvió a mirar.

—Dime cuál ha sido tu traducción —le pidió Bronson.

Pero Ángela negó con la cabeza.

—No puedo hacerlo, puede que esté equivocada. De hecho, confío en estarlo. Tendrás que esperar hasta que lleguemos a Barcelona.

IV

Antonio Carlotti no estaba precisamente de buen humor. A su jefe, Gregori Mandino, estaba obsesionado con esa ridícula búsqueda de la pareja de ingleses y de las reliquias que habían logrado encontrar en las colinas cercanas a Piglio, pero la mayor parte del trabajo que implicaba lograrlo había recaído sobre las espaldas de Carlotti.

Era el hombre que se había encargado de supervisar Internet y las búsquedas relacionadas, la persona a la que Mandino le había encargado investigar todos los detalles biográficos de Christopher Bronson y de Ángela Lewis, y quien tenía que deducir a qué posible lugar se dirigirían. Mandino quería resultados, para idear su plan de manera consecuente, por lo general con Rogan a remolque.

Denominar la búsqueda de Mandino «decidida» era subestimar el caso. Parecía que había dejado de lado el resto de sus responsabilidades, y como el capo de la familia de Roma, tenía un montón de obligaciones que cumplir. La búsqueda se había convertido en casi algo personal, y lo que Carlotti había aprendido desde que se convirtió en miembro de la Cosa Nostra era que nunca se debía permitir que las cosas se convirtieran en algo personal.

El guardaespaldas que había resultado herido en la propiedad cercana a Ponticelli era un buen ejemplo. El inglés, Bronson, había llamado a una ambulancia, y luego había abandonado la casa, y lo había llevado a un hospital quirúrgico de Roma. Sin embargo, para Carlotti, un guardaespaldas que había recibido un disparo ya no servía de nada. Conocía al tipo, incluso le caía bien, pero no había logrado cumplir su misión, y eso era suficiente. Los dos hombres que Carlotti había enviado al hospital habían distraído al policía que estaba de guardia y habían asesinado al herido, de forma sucia pero rápida, antes de que fuera interrogado por los Carabinieri. A eso se refería Carlotti cuando decía que las cosas no podían tomarse de forma personal.

Se preguntaba qué debería decirle a Mandino la siguiente vez que se encontraran, cuando su móvil sonó.

—Carlotti.

—No me conoce —dijo la voz, cuando Carlotti contestó el móvil—, pero tenemos un conocido en común.

—¿Sí? —El italiano actuaba con cierta cautela.

—Mi llamada tiene que ver con el códice.

—Sí —volvió a decir Carlotti, ahora con más rotundidad—. ¿De qué forma puedo ayudarle? Mi compañero ya ha salido para Barcelona.

—Lo sé. El me ha dado su número de teléfono antes de marcharse. Tenemos que encontrarnos. Es de vital importancia para ambos.

—Muy bien. ¿Cuándo y dónde?

—¿En la cafetería de la Piazza Cavour, dentro de media hora?

—Allí estaré —dijo Carlotti, y colgó.

—Entonces, ¿de qué forma puedo ayudarle, eminencia? —preguntó Antonio Carlotti, mientras Vertutti se sentaba aparatosamente en el asiento que tenía enfrente.

—Mejor dicho, ¿cómo puedo ayudarle yo? —dijo Vertutti. Se inclinó hacia delante y se agarró con fuerza la barbilla—. ¿Cree en Dios, Carlotti?

Carlotti esperaba cualquier pregunta menos esa.

—Por supuesto, ¿por qué me lo pregunta?

Vertutti prosiguió hablando, haciendo caso omiso a su pregunta.

—Y, ¿cree que el santo padre es el representante elegido de Dios en la tierra? ¿Y que Jesucristo murió por nuestros pecados?

—En realidad, eso son tres preguntas, cardenal. Pero la respuesta es la misma para todas, sí, lo creo.

—Bien —dijo Vertutti—, porque eso es el quid del problema al que me enfrento. Gregori Mandino habría respondido «no». No es simplemente un impío: es un consumado ateo y un terrible oponente del Vaticano y de la Iglesia católica, y de todo lo que esta representa.

Carlotti negó con la cabeza.

—Conozco a Gregori desde hace muchos años, cardenal. Sus creencias personales no evitarán que lleve a cabo su misión.

—Me gustaría compartir con usted la confianza que deposita en él. ¿Qué sabe de la búsqueda que está llevando a cabo?

—En detalle, muy poco —contestó Carlotti, con cautela—. Yo he estado sobre todo a cargo del soporte técnico.

—Pero usted es el número dos de la organización, ¿no es así?

—Sí. Por eso tiene mi número.

Vertutti asintió con la cabeza.

—Permítame explicarle la situación a la que hemos llegado. Se trata de una búsqueda —comenzó— que se inició en el siglo VII bajo el mandato del papa Vitaliano. Una búsqueda que podría afectar el futuro de la Santa Madre Iglesia.

—Y, ¿qué es exactamente esa Exomologesis? —preguntó Carlotti, tras escuchar la explicación de Vertutti acerca del Códice Vitaliano.

—Es una falsificación —explicó Vertutti, y comenzó a relatar una historia completamente ficticia que había ideado la noche anterior— pero muy convincente. Se trata de un documento que tiene como objeto demostrar que Jesucristo no murió en la cruz. Aunque —añadió con una sonrisa— la fe de los verdaderos cristianos es lo suficientemente sólida como para descartar tal invento, y el Vaticano puede demostrar la falacia del documento en sí, pero la existencia de este pergamino es suficiente para crear dudas acerca de nuestra religión. Con cada vez más personas apartándose de la iglesia, sencillamente no podemos permitirnos que salgan a la luz ese tipo de dudas.

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