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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (10 page)

BOOK: El prisma negro
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Pero en su mayoría, el negocio al que el mercado fluvial debía su creación se había extinguido hacía tiempo. Los vecinos de la ciudad lo preservaban por pundonor y para su uso particular. Todas las carreteras se habían construido ya alrededor del mercado fluvial, todos sus almacenes estaban rodeados, de modo que conservaban las barcazas y flotaban alrededor del círculo todos los días de mercado según las reglas y un código de conducta que ningún forastero podía aspirar a entender. En medio del mercado fluvial se alzaba un islote, conectado a la orilla septentrional por un puente levadizo.

Cuando el islote se alzó por completo ante sus ojos, Kip vio de dónde procedían los gritos. El puente levadizo se había bajado, y el islote estaba lleno de cientos de animales atrapados por las llamas que estrechaban su cerco. Incluso el puente, combado bajo el peso de docenas de caballos, ovejas, cerdos y un grotesco manto de ratas, humeaba en uno de sus extremos. Con los ojos en blanco a causa del pánico, el caballo de tiro del enladrillador parecía estar a punto de encabritarse, aunque resultaba imposible saber adónde pensaba ir. El islote estaba infestado de bestias, desbordado; se amontonaban flanco con flanco encima de todo el reducido círculo y el puente.

Kip estaba tan absorto en el espectáculo que comenzó a flotar hacia el centro exacto del río, entre los embarcaderos y la isla.

—Maese, hace mucho calor —dijo una voz joven detrás de Kip, sobre su cabeza.

Kip pataleó y se giró. En la margen elevada del círculo del mercado se erguía un muchacho poco mayor que Kip, vestido tan solo con un taparrabo de color rojo. Sus rizos negros y su torso desnudo relucían a causa del sudor. Estaba mirando por encima del hombro, en apariencia a alguien situado a su espalda. Aunque no podía ver a ese hombre, Kip no esperó más. Pensó que quizá habrían oído sus chapoteos, pero el rugido de la conflagración debía de haber ahogado el sonido.

Kip hizo una seña a Sanson y empezó a nadar hacia la pared. Sanson lo siguió. El maestro del joven dijo algo que se perdió en medio del estrépito. Kip y Sanson se pegaron a la pared, con los cuerpos tan apretados contra ella como les era posible, mirando hacia arriba.

—Fíjate en esto —oyeron que decía el hombre. Un ondeante lazo de fuego apareció sobre sus cabezas y salió disparado hacia delante. Se enroscó alrededor de uno de los postes del puente levadizo. El resto de la cuerda se desvaneció con un fogonazo, pero el lazo perduró, humeante; unos hilillos ígneos escapaban de la madera mientras las astillas se ennegrecían y crepitaban, retorciéndose.

Sobrevino a Kip una mezcla de horror y fascinación. En todos los años que llevaba ayudando a maese Danavis, el veterano trazador jamás había hecho nada parecido.

—Ahora prueba tú —dijo el hombre.

Por un momento, no ocurrió nada. Kip miró a Sanson de reojo. Ambos estaban pegados a la pared, con los brazos extendidos en cruz para asirse con firmeza a la piedra y no tener que pedalear en el agua. Kip tuvo el repentino presentimiento de que les habían tendido una emboscada. El trazador sabía que estaban allí; tan solo le había dicho eso a su aprendiz para que Kip y Sanson no se movieran del sitio. Estaban dando la vuelta. Debería alejarse nadando ahora mismo, tan deprisa como le fuera posible.

Intentó respirar hondo, reprimir el ataque de pánico. Sanson le devolvió la mirada, preocupado pero sin comprender lo que pasaba por la cabeza de Kip.

De pronto, una rueda de fuego se desplegó sobre sus cabezas. Los animales del puente y la isla comenzaron a chillar con mil voces distintas. La rueda se replegó y restalló, transformándose en un látigo, similar al que el maestro trazador había creado hacía tan solo unos instantes; pero mucho, mucho más grande. ¿Esto era obra del joven?

El látigo salió disparado, pero no contra el poste del puente levadizo. En vez de eso, restalló con violencia al golpear el flanco del caballo de tiro del enladrillador. Enloquecido de miedo y dolor, el viejo bruto cargó hacia delante. Kip oyó al muchacho reírse cuando el animal embistió de frente la barandilla del puente levadizo. La madera crujió y saltó por los aires. Varios cerdos y ovejas de fino vellón cayeron al agua.

El caballo de tiro intentó frenar, consciente de improviso de la caída, pero sus cascos arañaron la madera tan solo por un momento antes de precipitarse de cabeza a las aguas. Las olas que levantó llegaron hasta Kip y Sanson.

—¡¿Qué ha sido eso?! ¿Es eso lo que te he pedido que hagas? —preguntó el maestro trazador.

Kip se apresuró a mirar de los animales del agua al puente. El poste había empezado a arder con fiereza. Cuando el fuego se extendiera por el puente levadizo, los animales enloquecerían, igual que había ocurrido con el caballo. Kip dudaba que la estructura prendiera con facilidad, pero no podría afirmarlo sin sombra de duda.

Si Sanson y él querían salir del mercado fluvial y de la ciudad en llamas, el camino más corto pasaba por cruzar por debajo del puente atestado que tenían delante y por encima del salto de agua para continuar río abajo. La alternativa sería dar un rodeo siguiendo el contorno del lago circular, expuestos en todo momento a la mirada del trazador y el aprendiz que se erguían sobre sus cabezas. Eligieran la vía que eligiesen, tarde o temprano tendrían que salir al descubierto.

De los animales que se habían caído al agua, el único buen nadador era el enorme caballo. En estos momentos pataleaba hacia el otro lado del mercado fluvial, lejos del muchacho y del fuego. Las ovejas balaban y agitaban las patitas con desesperación. Los cerdos chillaban y se lanzaban mordiscos los unos a los otros.

Encima de los muchachos se oyó el chasquido de un manotazo y un grito de dolor.

—¡Limítate a acatar mis órdenes, Zymun! ¡¿Entendido?!

El trazador siguió desgañitándose, pero Kip dejó de prestar atención. Los trazadores estaban distraídos. Era ahora o nunca. Kip inspiró con rapidez unas cuantas veces seguidas, asintió con la cabeza en dirección a Sanson, que parecía desconcertado, y se impulsó lejos de la pared, nadando hacia el puente levadizo.

13

Gavin trazó una plataforma azul muy fina, apenas visible contra el agua sobre la que flotaba.

—Lo has hecho para ponerme nerviosa, ¿verdad? —preguntó Karris.

Gavin sonrió de oreja a oreja y montó en la trainera. Con una ligera reverencia, le tendió una mano a Karris, que hizo como si no la viera y embarcó de un salto.

Cuando aterrizó, Gavin tiró de la quilla, provocando que la barca se deslizara bajo sus pies. Karris sofocó un gritito, y Gavin la atrapó con un cojín de suave luxina verde que acto seguido se transformó en un asiento. Lo levantó y lo colocó en la parte delantera de la trainera antes de sujetar los equipajes a la embarcación junto a sus pies.

—Gavin, no pienso quedarme sentada mientras tú… —Karris intentó ponerse de pie, y Gavin impulsó la barca hacia delante. Sin nada a lo que agarrarse, Karris se desplomó en la silla con otro gritito. Gavin soltó una carcajada. Karris era una de las mejores guerreras de la Cromería, y aun así chillaba como una niña cuando se sorprendía.

La mujer lo fulminó con la mirada, ofendida y divertida a la vez.

—Pensé que te gustaría que te tratara como a una dama.

—Ya tuviste tu oportunidad —replicó Karris.

La sonrisa de Gavin se hundió entre las olas, como un tesoro naufragado, y se perdió de vista.

Karris adoptó una expresión compungida.

—Gavin, lo…

—No, me lo merecía. Por favor, ve adelante y quédate de pie.

Dieciséis años. Cualquiera diría que ambos lo habrían superado. Y no es que no lo hubieran intentado.

—Gracias —repuso Karris, pero su voz sonaba contrita. Se incorporó con los pies separados y las rodillas algo flexionadas.

Impulsaban la trainera unas hileras de pequeñas espadillas que sobresalían a los costados. Tras generaciones de estudio, los trazadores verdes y azules habían ideado la manera de emplear engranajes, ruedas y cadenas para accionar los remos; cada trazador personalizaba su embarcación conforme a sus características físicas para ser capaz de impulsarla con la combinación de movimientos de brazos y piernas de su elección, y realizaba las modificaciones que considerara necesarias para aumentar su eficacia. Puesto que la embarcación ejercía una fricción mínima sobre el agua, los trazadores más atléticos podían mantener la velocidad de una persona a la carrera durante una hora.

Eso era rápido. Muy rápido. Pero ni por asomo tanto como había prometido Gavin. Aun así, se inclinó al máximo hacia delante, con el cuerpo suspendido en una red de luxina, accionando los brazos y las piernas. Alargó y estrechó la trainera hasta convertirla en una daga con la que cortar la superficie del agua. Aceleraron al máximo al salir del puerto.

Gavin estaba sudando, pero era una sensación limpia y placentera. El viento le daba en la cara, llevándose cualquier palabra que pudieran haber dicho Karris o él, y sin palabras, solo quedaba su presencia, sus cabellos oscuros ondeando con la brisa marina, las líneas perfiladas de su rostro, la piel resplandeciente a la luz de la mañana, la barbilla erguida, el cuello estirado, disfrutando de la libertad tanto como él.

Karris miraba al frente, por lo que no lo vio trazar las cañas de luxina en el agua. Gavin siempre había pensado que debía existir otra alternativa. Después de todo, los trazadores podían imprimir cualquier velocidad a una bola de fuego, era algo que solo dependía de su voluntad (si arrojaba algo demasiado grande o demasiado deprisa, claro está, podría lastimarse al absorber el retroceso), pero las traineras no se beneficiaban de la voluntad. En vez de eso eran perfectas embarcaciones de remos que aprovechaban la potencia muscular más eficazmente que cualquier otra máquina. Gavin aspiraba a algo más; aspiraba a utilizar la magia igual que las velas utilizaban el viento.

Eso había provocado la destrucción de uno o dos mástiles. Pero se negaba a darse por vencido. Había sido uno de sus siete objetivos cuando aún le quedaban siete años de vida por delante: aprender a viajar más deprisa de lo que nadie creyera posible.

La solución se le había ocurrido a raíz de un recuerdo de su infancia, en el que usaba una caña para disparar semillas contra sus hermanos. El aire, atrapado entre un tapón y las paredes del junco, podía impulsar una semilla con mucha más fuerza que si uno se limitaba a intentar arrojarla con la mano. Tras varios ensayos y errores había metido la caña entera en el agua, abriéndola en ambos extremos para que viajara sumergida por entero. Acopló otro junco en diagonal e introdujo unos émbolos de magia que surcaron el agua y salieron por el extremo opuesto de las cañas.

Soltó los remos y el mecanismo entero se desmontó con apenas un chapoteo; la luxina se disolvió nada más tocar las olas. Acercó las manos a las cañas.

El primer brinco provocó que Karris se tambaleara. Se agachó un poco más para bajar su centro de gravedad y acercó una mano instintivamente a su yatagán… solo que el arma estaba en su petate. La trainera dio un salto adelante. Las primeras sacudidas provocaron que temblara todo mientras Gavin pugnaba por acelerar, con los músculos abultados a causa del esfuerzo. Pero en cuestión de momentos la trainera se estabilizó, y la tensión que agarrotaba los brazos y los hombros de Gavin se alivió en parte. Los émbolos golpeaban el agua con un chup-chup-chup incesante. La trainera modificada, que él denominaba deslizador, apenas si besaba las olas.

Seguía requiriéndose un esfuerzo físico. Gavin estaba arrojando al agua un montón de fuerza, y sus brazos y hombros prácticamente sostenían todo su peso más el de Karris. Pero la magia podía trazarse con todo el cuerpo, por lo que era como cargar con una pesada mochila cuyas correas distribuían el peso a la perfección; el esfuerzo era agotador, pero no aplastante. Aun así, tras todo un año haciendo esto a diario, los hombros y los brazos se le habían desarrollado más que en toda su vida.

Karris se giró. Tenía la mandíbula literalmente desencajada. Contempló fijamente el ingenio, las palas de luxina azul veteada del verde que las dotaba de elasticidad; la luxina viscosa y extraordinariamente flexible allí donde los émbolos se introducían en las cañas para que no se hicieran añicos. Enderezó la espalda despacio, inclinándose a proa, de espaldas a Gavin para no crear otro cortavientos.

Gavin notó que el cuerpo de Karris se estremecía, y comprendió que estaba riendo de placer, aunque el sonido apenas si llegaba a sus oídos. El viento se llevaba también la fragancia de sus cabellos, pero por un momento se imaginó que podía percibirla de nuevo. Reprimió un suspiro de anhelo.

—¡Fíjate! —exclamó. Una isla había aparecido a lo lejos. Gavin se inclinó y el deslizador viró de golpe hacia ella. No había tardado en aprender que la embarcación era capaz de maniobrar mucho más deprisa que él mismo. El verdadero límite lo establecía la velocidad a la que podía cambiar el rumbo sin partirse por la mitad. Se inclinó a la derecha e inmediatamente a la izquierda, trazando bellas eses en la mar en calma. Apuntó los juncos hacia abajo, el deslizador saltó por encima de una de las olas más grandes y se mantuvieron en el aire.

Sobrevolaron la pequeña isla durante más de cien pasos, en silencio salvo por el sonido del viento. Aterrizaron rebotando como una piedra plana y remontaron el vuelo.

La velocidad, el viento y la compañía de Karris consiguieron que Gavin por fin volviera a sentirse libre de nuevo. Pese a lo caluroso del día, el viento era helado, y si bien Karris no se acurrucó contra él, sí permitió que su cuerpo se relajara por completo junto al de Gavin, solazándose en su calidez. Gavin sabía que Karris trazaría subrojo si el frío se volvía insoportable, pero estaba conservando sus fuerzas. No sabía qué la esperaba en Tyrea.

El hecho de que él sí lo supiera, al menos en parte, dulcificaba la espera. Karris leería la carta de la Blanca y descubriría que Gavin había engendrado un hijo cuando estaban prometidos. Aunque ya no profesaba el menor interés en su vida sentimental, esa había sido una de las preguntas que le hizo cuando él puso fin a su relación: ¿Hay otra mujer? No. ¿Alguna vez ha habido otra mujer mientras estábamos prometidos? No, lo juro.

Karris no le perdonaría en esta ocasión. Había tardado años en perdonarle por romper su compromiso y negarse a explicar el motivo. Pero esto… esto era una traición.

Orholam, cómo la echaba de menos.

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