No es que hubieran hecho grandes progresos, pero hacía tiempo que la Blanca y él habían llegado a un acuerdo: ella lo estudiaría pormenorizadamente y él cooperaría, y a cambio ella le permitiría viajar sin Guardias Negros siguiendo cada uno de sus pasos. Funcionaba, por lo general. A veces Gavin no podía evitar tomarle el pelo, pues parecía que no habían aprendido nada en los dieciséis años de su nombramiento como Prisma. Claro que, cuando se excedía en sus provocaciones, la Blanca lo llevaba allí y decía que necesitaba examinar urgentemente cómo se desplazaba la luz por su piel. Así que Gavin hacía equilibrios. A cielo descubierto. En invierno. Desnudo.
No era agradable. Por ser como era, Gavin había aprendido con exactitud dónde estaba el límite. En el emperador de las Siete Satrapías, ni más ni menos.
—Me gustaría que empezaras permitiendo que la Guardia Negra haga su trabajo, lord Prisma.
—Me refería al equilibrio.
—Entrenan toda su vida para servirnos. Se juegan la vida. Y tú desapareces, todas las semanas. Acordamos que podrías viajar sin ellos, pero solo en ocasiones urgentes.
¿Servirnos? Es un poco más complicado.
—Vivo peligrosamente —dijo Gavin. Era su sempiterno tema de discusión. Sin duda la Blanca creía que, si no montaba el espectáculo en ese momento, Gavin presionaría para obtener más libertad. Sin duda estaba en lo cierto. Gavin miró fijamente a la Blanca. La Blanca miró fijamente a Gavin. Los Guardias Negros permanecían callados.
¿Es así como los hubieras manejado tú, hermano? ¿O te habrías limitado a someterlos por medios sortílegos? Mi vida está marcada por el poder.
—Nada especial hoy —dijo la Blanca. Gavin puso manos a la obra.
Un Prisma, en esencia, hacía dos cosas que nadie más era capaz de hacer. Primero, Gavin podía dividir la luz en sus colores fundamentales sin ayuda de accesorios externos. Un trazador rojo corriente solo podía trazar un arco de rojo, algunos un arco más amplio, algunos un arco menor. A fin de trazar, debían ver algo rojo: piedras rojas, sangre, una puesta de sol, un desierto, lo que fuese. O, como los trazadores habían descubierto hacía tiempo, podían llevar gafas rojas para filtrar la luz blanca del sol y verlo todo de color rojo. De este modo se obtenía un poder mucho menor, pero era preferible a depender por completo del entorno.
Las mismas limitaciones se aplicaban a todos los trazadores: los monocromos solo podían trazar un color; los bicromos podían trazar dos colores. Se trataba por lo general de colores colindantes, como el rojo y el naranja, o el amarillo y el verde. Los policromos, quienes controlaban tres o más colores, escaseaban, pero incluso ellos debían trazar a partir de los colores que tuvieran a la vista. El Prisma era el único que nunca necesitaba anteojos. Solo Gavin era capaz de dividir la luz dentro de sí mismo.
Eso era ventajoso para Gavin, pero a los demás no les servía de nada. Lo que sí les servía era eso: de pie en lo alto de la Cromería, con la luz atravesando sus ojos, inundando su piel con todos los colores del espectro, rezumando por cada uno de sus poros, podía sentir los desequilibrios de la magia en todo el mundo.
—Al sureste, igual que antes —dijo Gavin—. En el corazón de Tyrea, casi con toda seguridad en Kelfing, alguien está utilizando subrojo, y en grandes cantidades. —El calor y el fuego solían ser indicativos de magia de combate. Era el primer lugar al que acudían la mayoría de señores de la guerra no trazadores o los sátrapas cuando querían matar a alguien. Nada sutil. La cantidad de subrojo empleado en Tyrea sugería que, o bien estaban librando una guerra secreta, o el nuevo sátrapa Rask Garadul había fundado su propia escuela de adiestramiento para trazadores de combate. No era algo que a sus vecinos les alegrara oír. El gobernador ruthgari que ocupaba Garriston, la antigua capital de Tyrea, se alegraría menos que nadie.
Además del exceso de subrojo, se había empleado más magia roja que azul desde el último equilibrio de Gavin, y más verde que naranja. En teoría, el sistema se regulaba por sí solo. Si los trazadores rojos repartidos por el mundo usaban demasiado rojo, trazar comenzaría a volverse más difícil para ellos, al tiempo que se volvía más fácil para los azules. La luxina roja sellada se fragmentaría antes, mientras que la azul duraría más. A ese nivel, era inoportuno e irritante.
Las leyendas hablaban de una era anterior a la llegada de Lucidonius, quien instaurara la verdadera fe de Orholam cuando los centros de magia estaban desperdigados a lo largo y ancho del mundo: verde en lo que ahora era Ruthgar, rojo en Atash, y así sucesivamente, todos ellos adoradores de dioses paganos e inmersos en la superstición y la ignorancia. Algún señor de la guerra había masacrado a casi todos los azules. En cuestión de meses, decían, el mar Cerúleo se convirtió en sangre, la vida se asfixió en sus aguas. A ambos lados del mar, los pescadores sucumbían a la inanición. Los escasos trazadores azules supervivientes se habían esforzado heroicamente por restaurar el equilibrio por sí solos… empleando tanta magia azul que habían terminado matándose en el proceso. Pero esta vez no quedaban trazadores azules. Todo lo que utilizara luxina roja fallaba, los mares volvieron a teñirse de sangre, el hambre y la enfermedad se abatieron sobre la tierra.
Y así una y otra vez. Casi todas las generaciones sufrían algún desastre natural que exterminaba a miles de personas que creían haber hecho algo para ofender a sus caprichosas deidades.
Los Prismas evitaban que la historia se repitiese. Gavin podía presentir los desequilibrios mucho antes de que se manifestara ningún indicio físico, y corregirlos trazando el color opuesto. Cuando los Prismas fallaban, como sucedía inevitablemente tras siete, catorce o veintiún años, la Cromería debía evitar los desastres por la vía difícil; además de correr de un lado a otro sofocando incendios (en ocasiones literalmente), enviaban misivas a todos los rincones del mundo, tal vez urgiendo a los azules a no trazar a menos que se tratara de una emergencia, y a los rojos a trazar más de lo normal. Puesto que todo el mundo podía trazar tan solo una cantidad finita a lo largo de su vida, eso equivalía a precipitar la muerte de los rojos y restringir la utilidad de los azules en las Siete Satrapías. Por eso, en ocasiones así, la Cromería ponía todo su empeño en buscar un sustituto para el Prisma. Y Orholam, en su misericordia, enviaba un nuevo Prisma con cada generación, o eso rezaban las enseñanzas.
Salvo con la generación de Gavin, cuando en su inefable sabiduría Orholam de alguna manera había enviado dos… y el mundo se había hecho pedazos.
Gavin giró lentamente sobre los talones, extendiendo los brazos en cruz y liberando surtidores de luz supervioleta para equilibrar el subrojo, después rojo para contrarrestar el azul, y por último naranja para anular el verde. Cuando el mundo dio la impresión de volver a estar en orden, se detuvo.
Miró a la Blanca con una sonrisa. La expresión de la anciana, como de costumbre, era un enigma. Sus Guardias Negros (trazadores hasta el último de ellos, y por tanto conocedores del inmenso poder que acababa de manejar Gavin) se mostraban igual de impertérritos. O puede que ya estuvieran acostumbrados. Después de todo, era el Prisma. Su trabajo consistía en conseguir lo imposible. Se limitarían a adoptar una pose algo más relajada, a lo sumo. Su trabajo consistía en proteger a la Blanca, incluso de él, llegado el caso.
Gavin era el Prisma y por tanto, en teoría, el emperador de las Siete Satrapías. En la práctica, sus deberes solían ser de índole religiosa. Los Prismas que se convertían en algo más que meros mascarones de proa terminaban retirándose antes de tiempo, por la fuerza. A menudo con carácter permanente. La Guardia Negra daría la vida por protegerlo de cualquier otra persona, pero la Blanca era la máxima autoridad de la Cromería. Llegado el caso lucharían por ella, no por él. Sabían que lo más probable era que muriesen todos, pero, por otra parte, para eso los habían adiestrado. Incluida Karris.
Gavin se preguntaba a veces, si se diera la circunstancia, ¿sería Karris la última en intentar eliminarlo, o la primera?
—¿Karris? —dijo la Blanca—. Te aguarda una nave con destino a Tyrea. Coge esto. Podrás leerlo cuando icéis las velas. Emplead los remos siempre que podáis. El tiempo apremia. —Entregó a Karris una nota doblada, sin sellar siquiera. O bien la Blanca confiaba en que Karris no la abriría antes de zarpar, o bien sabía que la leería inmediatamente, con sello o sin él. Aunque Gavin se preciaba de conocer bien a Karris, no sabía qué haría en este caso.
Karris cogió la nota y realizó una honda reverencia ante la Blanca, sin mirar ni tan siquiera de reojo a Gavin. Acto seguido, dio media vuelta y se fue. Gavin no pudo por menos de observar su retirada, su figura esbelta, grácil y poderosa, pero mantuvo el escrutinio al mínimo. La Blanca se percataría de todas formas, pero si se quedaba embobado, lo más probable era que le dijera algo.
La Blanca agitó una mano mientras Karris se perdía de vista escaleras abajo, y el resto de la Guardia Negra se alejó a una distancia prudencial.
—Bueno, Gavin —dijo la anciana, cruzando los brazos—. Un hijo. Explícate.
El Puente Verde distaba menos de una legua de Rekton, corriente arriba. El cuerpo de Kip lo instaba con vehemencia a dejar de correr, pero cada vez que aminoraba el paso se imaginaba a los soldados apareciendo en la orilla opuesta del río. Tenía que llegar allí antes.
Aproximadamente doce pesadillas sobre esclavitud y muerte más tarde, lo hizo. Isabel, Ramir y Sanson estaban apoyadas contra el puente, pescando. Isabel estaba encogida a causa del frío, observando mientras Sanson intentaba engatusar a una trucha arco iris y Ram le decía por qué estaba haciéndolo mal. Todos miraron a Kip cuando se agachó delante de ellos, resoplando. Ni rastro de soldados por ninguna parte.
—Tenemos que irnos —jadeó Kip—. Se acercan soldados.
—¡Oh, no, oh, no! ¡Soldados, no! —se burló Ram, adoptando una expresión aterrada.
Sanson se puso en pie de un salto, creyendo que Ramir hablaba en serio. Sanson, con sus dientes saltones, crédulo y bienintencionado, siempre era el último en pillar los chistes y la víctima más probable de ellos.
—Tranquilízate, Sanson. Era una broma —dijo Ramir, propinándole un puñetazo en el hombro a Sanson, con demasiada fuerza.
La primera vez que oyeron que los reclutadores estaban imponiendo la leva obligatoria habían tardado aproximadamente un segundo en concluir que, si alguno de ellos terminaba al servicio del rey Garadul por la fuerza, ese sería Ram. A los dieciséis era un año mayor que los demás, y el único cuyo aspecto recordaba remotamente al de un soldado.
—Yo no bromeaba —dijo Kip, agachado todavía, con las manos en las rodillas, respirando con dificultad.
Vacilante, Sanson empezó:
—Mi madre dice que la alcaldesa tuvo una pelea gorda con el hombre del rey. Dice que la alcaldesa le dijo que se metiera las órdenes por la oreja.
—Conociendo a la alcaldesa —terció Isa—, seguro que no dijo «oreja». —Sonrió con picardía, y Sanson y Ram se rieron. No comprendían la gravedad de la situación.
Kip vio que Isa miraba a Ram, tan solo un vistazo de reojo, buscando su aprobación. Al encontrarla, Kip percibió que su placer se redoblaba, y se sintió mareado. Otra vez.
—¿Qué ocurre, Kip? —preguntó la muchacha. Grandes ojos castaños, labios carnosos, curvas voluptuosas, piel inmaculada. Era imposible hablar con ella sin sucumbir al hechizo de su belleza. Era aún más guapa que Liv, la verdad, e infinitamente más «palpable».
Kip intentó encontrar las palabras adecuadas. Alguien viene a matarnos, y yo me preocupo por una chica a la que ni siquiera le caigo bien.
Desde el Puente Verde hasta el naranjal más próximo había trescientos o cuatrocientos pasos. Entre el puente y los árboles había pocos lugares en los que ponerse a cubierto.
—Es… —comenzó Kip, pero Ram lo interrumpió sin miramientos.
—Si me capturan, me presentaré voluntario para convertirme en trazador de combate —dijo Ram—. Es peligroso, lo sé, pero si tengo que dejar atrás todo lo que amo, me esforzaré para que valga la pena. —Perdió la mirada en el horizonte, en un futuro exultante. Kip se contuvo para no estrellar el puño contra sus apuestas y heroicas facciones.
»¿Por qué no huís Sanson y tú? —preguntó Ram—. Ya sabes, del temible ejército. Isa y yo queremos despedirnos.
—¿Por qué no podéis despediros delante de nosotros? —quiso saber Sanson.
Isa se ruborizó.
Los ojos de Ram relampaguearon.
—En serio, vosotros dos, no seáis capullos, ¿eh? —dijo, fingiendo que bromeaba.
—Ram, escucha —insistió Kip—. El ejército se dispone a utilizarnos para dar un castigo ejemplar. Tenemos que irnos. Ahora mismo. Maese Danavis ha dicho que querrían capturar el puente. —De hecho, el Puente Verde era una reliquia del último ejército que lo había cruzado. Estaba recubierto de luxina verde, la más resistente: una vez sellada, se disolvía más despacio que las de cualquier otro tipo. Decían que cuando Gavin Guile pasó por aquí a la cabeza de su ejército, dispuesto a aplastar al de su malvado hermano Dazen, el mismísimo Prisma había trazado este puente. Sin ayuda. En cuestión de segundos. El ejército había continuado la marcha sin aminorar el paso, aunque sus forrajeadores habían robado toda la comida y el ganado que aún quedaba en la ciudad. Todos los hombres de la zona habían sido obligados a alistarse en uno u otro bando.
Ese era el motivo de que todos se hubieran criado sin padres. Ninguno de los habitantes de Rekton debería tomarse a la ligera el hecho de que hubiera un ejército a sus puertas. Ni siquiera los niños.
—Hazme un favor, Gordito. Te lo compensaré.
—Si te vas con los soldados, no podrás compensarme nada —dijo Kip. Le daban ganas de estrangular a Ram cuando le llamaba Gordito.
Una nube que no presagiaba nada bueno ensombreció las facciones de Ram. Se habían peleado antes, y Ram siempre ganaba. Pero nunca con facilidad. Kip podía encajar bien los golpes, y en ocasiones se volvía loco. Los dos lo sabían.
—Bueno, hazme ese favor, ¿eh?
—¡Tenemos que irnos! —poco menos que gritó Kip. Aunque tampoco sabía de qué se extrañaba. Cuando se lo proponía, Ram podía ser insufriblemente obstinado. Escogía su objetivo e iba derecho a por él, arrollándolo todo a su paso, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda. Hoy su objetivo era cobrarse la virginidad de Isabel. Así de simple. Ningún ejército invasor de tres al cuarto iba a detener al muy alcornoque.