Read El prisma negro Online

Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (4 page)

BOOK: El prisma negro
8.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Si la cuadrícula se extendía tan solo unos cuantos pulgares piedra adentro, sus dedos descarnados podrían rebasarla de un momento a otro. Después de eso, la libertad no estaría muy lejos. Pero si su carcelero había empleado tanta piedra infernal que las líneas entrecruzadas alcanzaban un pie de profundidad, se habría pasado casi seis mil días desollándose los dedos para nada. Moriría allí. Algún día, su hermano bajaría, vería la concavidad (la única huella de su paso por el mundo) y se echaría a reír. Con el eco de esas carcajadas en los oídos, el prisionero sintió que un fogonazo de ira estallaba en su pecho. Avivó esa chispa, se solazó en su calidez. El fuego era suficiente para ayudarle a moverse, suficiente para contrarrestar el azul balsámico y debilitante que reinaba allí abajo.

Por último, orinó dentro de la hendidura. Y observó.

Por un momento, filtrada por el amarillo de su orina, la maldita luz azul se veteó de verde. Contuvo la respiración. El tiempo se ralentizó mientras el verde seguía siendo verde… seguía siendo verde. Por Orholam, lo había conseguido. Había llegado lo bastante hondo. ¡Había rebasado la piedra infernal!

Y entonces el verde desapareció. En cuestión de dos segundos exactos, como todos los días. Profirió un alarido de frustración, pero incluso este era débil, su grito sirvió más para confirmar que aún conservaba el oído que para dar verdadera rienda suelta a su rabia.

La siguiente parte seguía sacándolo de quicio. Se arrodilló junto a la depresión. Su hermano lo había convertido en un animal. En un perro que jugaba con sus propios excrementos. Pero esa emoción era demasiado antigua, la había sondeado tantas veces que ya no conseguía inspirarle más que una efímera tibieza. Al cabo de seis mil días se sentía demasiado derrotado como para indignarse por esta humillación. Tras sumergir las manos en su orina, la restregó por la hendidura tal y como hiciera antes con sus aceites. Aun despojado de todo su color, el orín seguía siendo orín. Debería conservar un punto de acidez. Debería ser capaz de corroer la piedra infernal mucho más deprisa que la grasa corporal por sí sola.

O puede que la orina neutralizara el efecto de los aceites. Quizá estuviera aplazando cada vez más el momento de su huida. No tenía la menor idea. Eso era lo que le volvía loco, no sumergir los dedos en meados calientes. Ya no.

Sacó la orina de la hendidura y la secó con un puñado de trapos azules: su ropa, su almohada, pestilentes de orín. Apestaban desde hacía tanto tiempo que el hedor había dejado de molestarlo. Daba igual. Lo importante era que el hoyo estuviera seco mañana para poder intentarlo de nuevo.

Otro día, otro fracaso. Mañana probaría suerte otra vez con el subrojo. Hacía tiempo que no probaba suerte. Se había recuperado lo suficiente de su último intento. Debería tener las fuerzas necesarias. Cuando menos, su hermano le había enseñado lo fuerte que era realmente. Puede que fuera eso lo que le hacía odiar a Gavin más que nada. Pero era un odio tan frío como su celda.

4

Envuelto en el helor de la mañana, Kip cruzó la plaza de la ciudad tan deprisa como se lo permitía su desgarbada figura de quinceañero. Transpuso la puerta trasera de maese Danavis de cabeza cuando uno de sus zapatos se enganchó en un adoquín.

—¿Estás bien, muchacho? —preguntó maese Danavis desde su asiento frente a la mesa de trabajo, con las cejas oscuras enarcadas sobre unos ojos azul aciano cuyos iris destellaban impregnados del brillante rojo rubí que lo señalaba como trazador. Maese Danavis tenía poco más de cuarenta años, las mejillas rasuradas y el cuerpo fibroso cubierto por unos recios pantalones de trabajo de lana y una fina camisa que, pese a lo temprano de la hora, dejaba al descubierto sus brazos, nervudos y musculosos. Un par de anteojos rojos hacían equilibrios en la punta de su nariz.

—Ay, ay. —Kip se miró las manos, surcadas de rasguños. También le escocían las rodillas—. No, no lo estoy. —Se arremangó las perneras, torciendo el gesto ante el roce del pesado lino, otrora negro, contra sus palmas laceradas.

—Bien, bien, porque… ah, aquí. Dime, ¿son iguales? —Maese Danavis extendió las manos. Ambas eran de un rojo brillante, impregnadas de luxina desde el codo hasta los dedos. Giró los brazos para que su piel clara, del color del kopi con leche, interfiriera lo menos posible con el examen de Kip. Al igual que este, maese Danavis era un mestizo, aunque Kip nunca había oído que nadie le hiciera la vida imposible por ello al trazador, al contrario de lo que ocurría con él. En el caso del tintorero, su mestizaje lo vinculaba a los bosquesangrientos, lo que explicaba las curiosas motitas que le salpicaban la cara (denominadas «pecas») y los destellos rojizos en su cabello oscuro, de lo más anodino por lo demás. Pero al menos su piel, más clara de lo normal, facilitaba la tarea de Kip.

El muchacho señaló una región que abarcaba desde el antebrazo del tintorero a su codo.

—Este rojo cambia de color aquí, y este es un poco más brillante. ¿Puedo, esto, hablar con usted, señor?

Maese Danavis dejó caer las manos con expresión de fastidio, salpicando de luxina carmesí un suelo punteado ya de infinidad de tonos de rojo. La sustancia viscosa se arrugó y se disolvió. La mayoría de las tardes, Kip venía a barrer los restos; la luxina roja era inflamable, incluso en polvo.

—¡Supercromados! Que mi hija lo sea tiene un pase, ¿pero el marido de la alcaldesa? ¿Y tú? ¿Dos hombres en una ciudad? Espera, ¿de qué se trata, Kip?

—Señor, hay un, esto… —Kip titubeó un momento. No se trataba únicamente de que el campo de batalla fuese un lugar prohibido, sino también de que maese Danavis le había dicho una vez que, en su opinión, quienes se dedicaban a saquearlo eran peores que los ladrones de tumbas—. ¿Ha recibido noticias de Liv, señor? —Cobarde. Hacía tres años que Liv Danavis se había marchado a la Cromería para estudiar igual que su padre antes que ella. Solo habían podido permitirse que viniera a casa durante las fiestas de la cosecha el primer año.

—Ven aquí, muchacho. Enséñame esas manos. —Maese Danavis agarró un trapo limpio y secó la sangre, desincrustando la suciedad con movimientos firmes. A continuación, destapó una jarra y sostuvo el trapo sobre su boca. Frotó las palmas de Kip con la tela empapada en brandy.

A Kip se le escapó un grito ahogado.

—No seas crío —lo amonestó maese Danavis. Aunque Kip llevaba haciendo recados para el tintorero desde que tenía memoria, a veces seguía dándole miedo—. Las rodillas.

Kip torció el gesto, se arremangó una pernera y apoyó el pie en un banco de trabajo. Liv era dos años mayor que él, le faltaba poco para cumplir los diecisiete. Ni siquiera la escasez de hombres en la aldea había conseguido que viera a Kip como algo más que un chiquillo, por supuesto, pero siempre se había portado bien con él. Una muchacha bonita, agradable y tan solo accidentalmente condescendiente era lo máximo a lo que podía aspirar Kip.

—Digamos que no todos los tiburones y los demonios marinos están en el mar. La Cromería se ha vuelto un lugar inhóspito para los tyreanos desde la guerra.

—Entonces, ¿cree que podría regresar a casa?

—Kip —dijo maese Danavis—, ¿tu madre vuelve a estar en aprietos?

Maese Danavis había rehusado aceptar a Kip como aprendiz de tintorero alegando que en la pequeña Rekton no había trabajo suficiente como para garantizarle un porvenir, e insistiendo en que si él mismo era un tintorero mediocre, a lo sumo, era porque podía trazar. Su ocupación había sido otra antes de la Guerra de los Prismas, obviamente, porque había estudiado en la Cromería. Eso no era barato, y la mayoría de los trazadores debían prestar juramento al servicio a fin de pagar los gastos. De modo que el maestro de maese Danavis debía de haber fallecido durante la guerra, dejándolo abandonado. Pero pocos adultos hablaban acerca de aquellos días. Tyrea había perdido y todo se había ido al garete, eso era lo único que sabían Kip y los demás niños.

Aun así, maese Danavis pagaba a Kip para que le hiciera algunos recados y, al igual que la mitad de las madres de la ciudad, se encargaba de que no se marchara con el estómago vacío cada vez que le hacía una visita. Mejor aún, siempre permitía que Kip se comiera las tartas que enviaban las mujeres de la ciudad en un intento por llamar la atención del apuesto solterón.

—Señor, hay un ejército al otro lado del río. Se disponen a arrasar la ciudad para darnos un castigo ejemplar por desafiar al rey Garadul.

Maese Danavis empezó a decir algo, pero vio que Kip hablaba en serio. Guardó silencio por unos instantes, tras los cuales toda su conducta cambió.

Comenzó a acribillar a preguntas a Kip: cuál era su paradero exacto, cuándo había estado él allí, cómo sabía que se disponían a arrasar la ciudad, qué aspecto tenían las tiendas, cuántas había contado, si había más trazadores… Las respuestas de Kip sonaban increíbles incluso para sus propios oídos, pero maese Danavis las aceptó sin rechistar.

—¿Y dijo que el rey Garadul está reclutando engendros de los colores? ¿Estás seguro?

—Sí, señor.

Maese Danavis se acarició el labio superior con el pulgar y el índice, como si pretendiera atusarse el bigote pese a su rasurado. Se dirigió a un baúl, lo abrió y sacó una bolsita.

—Kip, tus amigos están pescando en el Puente Verde esta mañana. Tienes que ir a avisarlos. Los hombres del rey tomarán ese puente. Si no les adviertes antes, tus amigos serán asesinados o convertidos en esclavos. Yo avisaré a todos aquí en la ciudad. En el peor de los casos, usa ese dinero para llegar a la Cromería. Liv te ayudará.

—¡Pero… pero, mi madre! ¿Dónde…?

—Kip, haré cuanto esté en mi mano para ayudarla, a ella y a todos los demás. Nadie más va a salvar a tus amigos. ¿Quieres que esclavicen a Isabel? Sabes lo que harían con ella, ¿verdad?

Kip palideció. Aunque Isa todavía era un marimacho, al muchacho no se le escapaba que estaba convirtiéndose en una bella mujer. No siempre era amable con él, pero la idea de que alguien pudiera hacerle daño lo embargó de rabia.

—Sí, señor. —Kip se giró, dispuesto a marcharse, pero vaciló—. Señor, ¿qué es un supercromado?

—Un grano en el culo. ¡Vete ya!

5

Esto no auguraba nada bueno. La nota, el anuncio de «tienes un hijo», no estaba sellada. Gavin estaría dispuesto a jurar que los esbirros de la Blanca leían toda su correspondencia. Pero Karris se había reído tras entregarle la nota, lo que significaba que ella no lo había hecho. Así que no lo sabía. Aún. Pero había ido a informar a la Blanca. La cual esperaba a Gavin.

Giró los hombros y torció el cuello a un lado y al otro. Satisfecho tras obtener sendos chasquidos, empezó a caminar. Los Guardias Negros se pusieron en marcha tras él, portando mosquetes de mecha, yataganes u otro tipo de armas. Subió las escaleras que conducían al tejado abierto de la Cromería. Como siempre, reparó primero en Karris. Era menuda, con una figura de natural curvilíneo en la que los años de riguroso entrenamiento habían esculpido planos y venas excesivamente prominentes. Hoy llevaba el cabello largo, liso y rubio platino. Ayer era de color rosa. A Gavin le gustaba el rubio. El rubio generalmente indicaba que estaba de buen humor. Los cambios de color de su pelo no tenían nada de mágico. Le gustaba variar con frecuencia, eso era todo. O puede que pensara que sobresalía tanto que ni siquiera merecía la pena intentar pasar desapercibida.

Al igual que los demás Guardias Negros que protegían a la Blanca, Karris lucía unos elegantes pantalones y blusa de color negro, cortados para el combate y sin más adornos que el distintivo de su rango bordado en el hombro y el cuello con hilo de oro. Al igual que los demás, portaba un estilizado yatagán negro, una espada curvada con delicadeza en la punta y recorrida en su práctica totalidad por un solo filo, y en lugar de escudo, un bastón de combate metálico con un punzón en el centro. Al igual que los demás, estaba adiestrada en el uso de ambos, así como de varias armas más. Al contrario que los demás, sin embargo, su piel no compartía el negro intenso de los parianos o los ilytianos.

Tampoco era negro su talante, al parecer. Un rictus travieso aleteaba en sus labios. Gavin enarcó una ceja en su dirección, fingiéndose discretamente ofendido por la anterior jugarreta de Karris con las sombras de su habitación, y se presentó ante la Blanca.

Orea Pullawr era una anciana apergaminada que cada vez se levantaba menos de la silla de ruedas en la que estaba sentada ahora. Sus Guardias Negros procuraban que cada cambio de turno contuviera al menos un hombre fornido en caso de que hubiera que transportarla escaleras arriba o abajo. Pero a pesar de su decrepitud, hacía más de una década que Orea Pullawr no tenía que vérselas con ningún aspirante al manto blanco. Muchas personas ni siquiera eran capaces de recordar su verdadero nombre; era la Blanca, a secas.

—¿Preparado? —preguntó. Incluso después de todos estos años, seguía costándole aceptar que esto no entrañara la menor dificultad para él.

—Me las apañaré.

—Siempre lo haces. —Sus ojos eran claros y grises, salvo por los dos amplios arcos de color que rodeaban sus iris, azules en la parte superior y verdes en la inferior. La Blanca era un bicromo de azul y verde, pero esos arcos de color se diluían en sus ojos, desaturados tras tanto tiempo sin trazar. Cada arco, sin embargo, era tan grueso como resultaba posible y se extendía desde la pupila hasta el borde mismo de cada iris. Si alguna vez volvía a trazar, rompería el halo: el color penetraría en el blanco de sus ojos y ese sería su final. Por eso no llevaba anteojos tintados. Al contrario que otros trazadores retirados, ni siquiera perpetuaba la farsa paseándose con sus anteojos sin usar para recordar a todos lo que había sido en su día. Orea Pullawr era la Blanca, y con eso bastaba.

Gavin se dirigió al estrado. Sobre él, montado en unos rieles arqueados para poderse ajustar en cualquier momento del día o mes del año, colgaba un enorme cristal pulido. No lo necesitaba. Nunca lo había necesitado, pero todo el mundo parecía más tranquilo pensando que requería algún tipo de ayuda para controlar tanta luz. Tampoco se mareaba nunca. Qué injusta era la vida.

—¿Algún deseo en especial? —preguntó.

El modo exacto en que el Prisma percibía los desequilibrios en la magia del mundo seguía constituyendo un misterio. El tema, envuelto en misticismos según los cuales el Prisma estaba conectado de forma directa con Orholam y, por consiguiente, con todas las satrapías, ni siquiera había sido objeto de estudio antes de que Gavin se convirtiera en el Prisma. Incluso la Blanca se mostraba amedrentada cuando preguntaba al respecto, y era la mujer más temeraria que Gavin hubiera conocido en su vida.

BOOK: El prisma negro
8.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Surrender the Stars by Wright, Cynthia
Going Batty by Nancy Krulik
Missing Ellen by Natasha Mac a'Bháird
The Original Folk and Fairy Tales of the Brothers Grimm by Zipes, Jack, Grimm, Jacob, Grimm, Wilhelm, Dezs, Andrea
Cosmic Bounty by Unknown
A Breath Away by Rita Herron
Deathless Discipline by Renee Rose