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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (8 page)

BOOK: El prisma negro
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¿Cómo se proponía entrar en la ciudad? Aunque consiguiera superar a los soldados y el fuego, ¿seguiría siquiera con vida su madre? Además, los hombres del rey habían visto en qué dirección huía. Pensarían que el «trazador» con el que se habían encontrado antes era la única amenaza para ellos en toda la zona. Sin duda estarían atentos a su presencia. De hecho, cabía la posibilidad de que ya hubiera hombres tras su pista.

En tal caso, entretenerse en el punto más elevado del naranjal tal vez no fuera lo más aconsejable.

Como si esa fuera la señal, Kip oyó una rama partirse. Podría haber sido un ciervo. Después de todo, estaba anocheciendo. Los naranjales se llenaban de ciervos cuando…

Alguien maldijo a menos de treinta pasos de distancia.

¿Un ciervo parlante?

Kip se tendió bocabajo. No podía respirar. No podía moverse. Iban a matarlo. Igual que habían matado a los Delclara. Micael Delclara era grande. Fuerte como un roble viejo. Y lo habían asesinado.

Muévete. Kip, muévete. El corazón latía desbocado en su pecho. Temblaba de pies a cabeza. Su aliento escapaba en rachas entrecortadas, demasiado rápido. Tranquilízate, Kip. Respira. Inspiró hondo y se obligó a apartar la mirada de sus manos estremecidas.

Había una cueva no muy lejos de allí. Kip había encontrado a su madre en ella una vez, después de llevar tres días desaparecida. Hacía tiempo que se rumoreaba que había contrabandistas en las cuevas, y su madre partía en su busca cada vez que se le acababan la cencellada y el dinero. La suerte le había sonreído por fin hacía aproximadamente dos años, cuando encontró tanta droga que ni siquiera había regresado a casa. Cuando Kip por fin dio con ella, llevaba días sin comer. Había estado a punto de morir. En cierta ocasión escuchó decir a alguien que ojalá lo hubiera hecho, por el bien del muchacho.

De nuevo en el suelo, Kip empezó a correr intentando mantener las ruinas entre él y el hombre al que había oído. Corrió casi tan deprisa como lo haría Sanson si este estuviera cargando con otro Sanson a la espalda. Apretó el paso procurando ser sigiloso, zigzagueando entre las rectas filas de árboles. Hasta que llegó a sus oídos un sonido que le heló los huesos hasta el tuétano: ladridos.

Impulsado por el miedo, Kip imprimió una cadencia enloquecida a sus zancadas. Hizo caso omiso del dolor abrasador que le recorría las piernas, las punzadas en sus pulmones. El río quedaba ya ante él; la cueva estaba en sus orillas. Oyó a un soldado maldiciendo a voz en grito, puede que a doscientos pasos a su espalda, puede que menos.

—¡Que sigan husmeando esos perros! ¿Quieres encontrar al trazador antes de que salga el sol?

Oscurecía por momentos. De modo que esa era la razón de que aún siguiera con vida. Con todos los colores atenuados por la oscuridad, los trazadores no eran tan peligrosos de noche. Y entre el humo y el frente de negros nubarrones que se avecinaba, el cielo estaba oscureciéndose más deprisa de lo normal. Si hubieran soltado a los perros, lo habrían encontrado ya. Pero con la oscuridad inminente, podrían considerar que era seguro soltarlos de un momento a otro.

Kip llegó a la ribera de repente. Se pisó el dobladillo de una pernera y estuvo a punto de caer, apenas si consiguió apoyarse en una mano. Se detuvo. La cueva quedaba corriente arriba desde la ciudad, a menos de doscientos pasos de distancia. Cogió dos piedras que encajaban cómodamente en sus manos. Si tenía la cueva para protegerse los flancos y la retaguardia, podría… ¿Qué? ¿Morir lentamente?

Miró las piedras que tenía en las manos. Rocas. Contra soldados y perros de combate. Era una estupidez. Una locura. Bajó de nuevo la mirada hacia las piedras y tiró una a la orilla opuesta del río, corriente abajo. Tiró la segunda más lejos. Cogió dos más, las restregó contra su cuerpo y las lanzó tan lejos como pudo. La última se estrelló entre las ramas de un sauce. Un tiro lamentable.

No había tiempo para lamentar su ineptitud. El rastro de Kip apuntaba ya aguas arriba, en la dirección que necesitaba seguir. Tendría que confiar en la suerte. Era un intento patético, pero no tenía otra cosa. Reanudó el paso corriente arriba, tratando de hacer oídos sordos a los ladridos que sonaban cada vez más cerca. A continuación se adentró en el río, con cuidado de no dejar que su ropa tocara ninguna roca seca. Había llegado a la altura de un recodo, por lo que pronto se perdió de vista.

—¡Suelta a los perros! —ordenó la misma voz de antes.

Kip llegó frente a la entrada de la cueva. Era invisible desde el río, camuflada tras unos peñascos que habían caído delante de la boca. Pero en cuanto saliera del río dejaría un rastro para los perros, y pisadas húmedas en las piedras para los soldados. No podía salir del agua. Todavía no. Miró a los negros nubarrones que se cernían sobre su cabeza.

No os quedéis ahí plantados. ¡Dadme algo de lluvia!

—¿Cuál es el problema? ¿Qué les pasa? —preguntó el soldado.

—Son perros de combate, señor, no de presa. Ni siquiera estoy seguro de que anden tras el rastro del trazador.

Kip recorrió otros cien pasos río arriba, hasta llegar al punto donde el recodo del río se enderezaba y un árbol había caído atravesado en el agua. No engañaría al olfato de los perros, pero serviría para disimular el agua que goteaba de él. Llegó a la ribera y se detuvo. Si se encaminaba corriente abajo, se acercaría a los hombres que seguían su pista. Pero la mención de otros rastros del soldado había avivado una llamita de esperanza en el pecho de Kip. Otros rastros podrían significar más pistas frescas. Y si no fuera por los perros, la cueva sería el lugar más seguro donde pasar la noche.

Tragando saliva con dificultad para evitar que el corazón continuara trepando por su garganta, Kip se dirigió río abajo, hacia la cueva. Le pareció sentir un hormigueo helado en la piel. ¿Lluvia? Elevó la mirada a las nubes negras, pero debían de haber sido imaginaciones suyas. Llegó al lugar desde el que se veía la entrada de la cueva.

Había dos soldados justo debajo de él, entre sus pies. Dos más en la ribera opuesta. Había un perro de combate a cada lado. La cabeza de cualquiera de ellos podría haber llegado al hombro de Kip, sin problemas. Ambos lucían sendos abrigos de cuero tachonado, parecidos a la armadura de un caballo de batalla pero sin la silla. Kip se tiró al suelo.

—Señor, con su permiso —dijo uno de los hombres. El soldado debió de recibir el beneplácito de su superior, porque añadió—: El trazador acudió al río en línea recta, pero giró de pronto corriente arriba antes de meterse en el agua. Sabe que andamos tras su pista. Creo que regresó sobre sus pasos y se dirigió corriente abajo.

—¿Con nosotros tan cerca? —preguntó el comandante.

—Debió de oír a los perros.

Lo que hizo que Kip pensara en algo más: los perros también pueden percibir los olores que transporta el viento. No solo en el suelo. Se le formó un nudo en la garganta. Ni siquiera había pensado en el viento. Soplaba del sudoeste. Su ruta lo había llevado al este y después al norte con la curva del río… la dirección perfecta. Si hubiera ido corriente abajo, hacia la ciudad, los perros lo habrían detectado de inmediato. Si el comandante se paraba a pensarlo, seguro que llegaría a la misma conclusión.

—Va a llover. Es posible que solo tengamos una oportunidad. —El comandante hizo una pausa—. Daos prisa. —Silbó e hizo un gesto a los hombres de la otra orilla para que se dirigieran corriente abajo. Partieron a la carrera.

El corazón de Kip reanudó sus latidos. Se deslizó ribera abajo entre dos grandes peñascos separados por un estrecho pasaje. Parecía que se extendiera unos cuatro pasos antes de acabarse, pero Kip sabía que culminaba en un recodo cerrado. Nunca lo hubiera descubierto la primera vez de no ser por el olor acre y enfermizamente dulzón de la cencellada que emanaba en vaharadas. Sabía Orholam cómo lo habría encontrado su madre.

Ahora, aun sabiendo que estaba allí, a Kip estuvo a punto de faltarle el valor para internarse entre las dos rocas. Sin embargo, algo andaba mal. No estaba tan oscuro como cabría esperar. En el exterior era noche cerrada y Kip bloqueaba la entrada, de modo que había alguien dentro, y con una lámpara.

Kip volvió a quedarse paralizado hasta que oyó que cambiaba el timbre del ladrido de los perros de combate. Habían encontrado las rocas que había lanzado al otro lado del río. Eso suponía que era solo cuestión de tiempo que descubrieran el engaño. La oscuridad y lo reducido del espacio eran sofocantes. En una u otra dirección, debía avanzar.

Dobló el recodo que desembocaba en el espacio abierto de la cueva de los contrabandistas. Había dos figuras sentadas a la tenue luz de un farol: Sanson y la madre de Kip. Ambos estaban cubiertos de sangre.

11

Kip no pudo reprimir un grito. Su madre estaba sentada contra la pared de la cueva; su vestido, otrora azul, se había teñido de negro y rojo a causa de la sangre seca y reciente. Lina tenía el cabello moreno apelmazado, más oscuro de lo habitual, entretejido de hilachos de sangre. El lado derecho de su rostro se veía prístino, perfecto. Toda la sangre manaba del lado izquierdo de su cabeza, goteaba de sus guedejas como cera caliente y se acumulaba en su vestido. Sentado junto a ella, Sanson tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la ropa casi igual de ensangrentada.

Ante el grito de Kip, los párpados de su madre aletearon. Presentaba una brecha enorme en la cabeza. Orholam misericordioso, tenía el cráneo hecho añicos. Miró fijamente en su dirección durante un buen rato antes de encontrarlo. Era espantoso contemplar sus ojos; tenía la pupila izquierda dilatada, mientras que la derecha era una diminuta cabeza de alfiler. Y el blanco de los dos estaba inyectado por completo de sangre.

—Kip —dijo—. Nunca pensé que me alegraría tanto de verte.

—Yo también te quiero, madre —repuso el muchacho, intentando imponer un tono sereno a su voz.

—Culpa mía. —La mujer pestañeó y cerró los ojos.

A Kip le dio un vuelco el corazón. ¿Estaba muerta? Antes de hoy, nunca había visto morir a nadie. ¡Orholam, se trataba de su madre! Miró a Sanson, que parecía ileso, salvo por toda la sangre que le empapaba la ropa.

—Lo intenté, Kip. La alcaldesa se negó a escucharme. Le dije…

—Ni siquiera su propia familia lo creyó —lo interrumpió la madre de Kip, con los ojos todavía cerrados—. Incluso cuando los soldados arrollaron a su madre y abrieron en canal a su hermano, Adan Marta se quedó allí plantado, asegurándonos que el sátrapa jamás sería capaz de hacer algo así a sus súbditos. Sanson fue el único que huyó. ¿Quién iba a imaginar que fuese el más listo de la familia?

—¡Madre! ¡Basta ya! —La voz de Kip sonó quejumbrosa, pueril.

—Pero regresaste, ¿verdad, Sanson? Intentaste salvarme, al contrario que mi propio hijo. Lástima que no intentara ayudarme como hiciste tú con tu familia, de lo contrario aún podría haber tenido alguna oportunidad.

Sus palabras revolvieron las aguas de un profundo pozo lleno de rabia. Potente, pero incontrolable. Kip la reprimió, contuvo las lágrimas.

—Madre. Déjalo. Te estás muriendo.

—Sanson dice que ahora eres un trazador. Tiene gracia —dijo con amargura la mujer—. Toda tu vida has sido un fracasado, y hoy te da por aprender a trazar. Demasiado tarde para todos. —Inspiró hondo con esfuerzo, abrió los ojos y clavó la mirada en Kip, aunque tardó un momento en enfocarla—. Mátalo, Kip. Mata a ese bastardo. —Del suelo de la cueva, junto a ella, levantó un estilizado joyero de palisandro con filigranas grabadas, tan largo como el antebrazo de Kip. El muchacho no lo había visto nunca antes.

Kip cogió el estuche y lo abrió. Dentro había una daga de doble filo, de un material extraño, brillantemente blanco como el marfil, con una veta negra que discurría sinuosa por el centro hasta su punta, sin más adorno que los siete diamantes incrustados en la hoja misma. Aunque era la cosa más bonita que hubiera visto en su vida, eso a Kip le traía sin cuidado. No sabía cuánto podía valer un arma así, pero la caja de la que había salido bastaría por sí sola para pagar los excesos de su madre durante todo un mes.

—Madre, ¿qué es esto?

—Y yo que pensaba que Sanson era lento —se mofó con crueldad la mujer, moribunda, asustada—. Clávaselo en su podrido corazón. Haz que ese malnacido sufra. Que pague por esto.

—Madre, ¿qué dices? —preguntó Kip, desesperado. ¿Quiere que mate al rey Garadul?

La mujer se rió, y el movimiento provocó que un nuevo reguero de sangre se derramara de su cabeza.

—Eres tonto de remate, Kip. Pero quizá una espada embotada pueda llegar allí donde no se permitiría la entrada de otra más afilada. —Su cabeza oscilaba de un lado a otro. Respiraba con dificultad. Hundió la barbilla en el pecho. Kip pensó que había muerto, pero la mujer abrió los ojos una vez más, consiguiendo enfocar solo uno, que se clavó furibundo en Kip. Sus uñas se hundieron dolorosamente en el brazo del muchacho—. Ve, aprende a trazar, ve a la… —Parecía estar buscando la palabra «Cromería», pero no era capaz de encontrarla. Se percató de ello y adoptó una expresión furiosa, atemorizada. Era la prueba irrefutable de que se moría—. Aprende lo que necesites, pero no te olvides de mí. No olvides esto. No le escuches, ¿me oyes? Es un embustero. No me falles en esto, Kip. Aprende, y después mátalo, ¿entendido?

—Sí, madre. —Hablaba como si conociera personalmente al rey Garadul. ¿Cómo sería posible tal cosa?

—Kip, si alguna vez me has querido, véngame. Júralo por tu alma indigna, Kip. Júralo, o a Orholam pongo por testigo que mi fantasma te perseguirá. No… dejaré… —Dejó la frase flotando en el aire, incapaz de terminarla.

Kip observó de reojo a Sanson, que le devolvió la mirada en silencio, horrorizado. Las uñas de la madre de Kip se clavaron aún más, y su ojo sano pareció llamear casi, exigiendo su atención, su promesa. Dijo:

—Juro que te vengaré, madre, por mi alma.

Un remedo de paz se apoderó de las facciones de la mujer, suavizando sus aristas. A continuación emitió una risita queda, satisfecha, de algún modo cruel… hasta que su risa se truncó. Su mano cayó del antebrazo de Kip, dejando unos surcos ensangrentados.

—No te decepcionaré, madre, iré sin tardanza…

Está muerta.

Kip se quedó mirándola fijamente, petrificado, inexplicablemente entumecido. Le cerró los temibles ojos inyectados de sangre.

—¿Estás herido? —preguntó.

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