Parecía como si aquél fuese el lugar adonde la doncella había guiado a Ibn Ammar: un acceso secreto a la parte cerrada del parque. Ibn Ammar sintió que se le aceleraba la respiración. Por su vida ya habían pasado algunas esposas de comerciantes, mujeres de comerciantes enriquecidos que mostraban ciertas aspiraciones poéticas, damas aburridas en busca de pequeñas aventuras como las que describían las historias que leían en secreto. No era la primera vez que entraba al harén de una casa de campo a través de una entrada oculta en el jardín, pero sí era la primera vez que lo hacía en pleno día, y también era nuevo el hecho de que aún no hubiera visto a la mujer que lo esperaba.
Atravesó el seto. No habían abierto una puerta en él, pero las ramas cedían y en ese punto del seto no había zarzales espinosos; además, uno de los maderos de la valía, que corría paralela al seto, estaba suelto. Ibn Ammar miró hacia el otro lado a través de la verde cortina de hojas. La doncella seguía allí. Estaba en un bosquecillo de adelfas, junto a un quiosco cubierto hasta arriba de rosas. Ibn Ammar la veía de espaldas. Sólo al acercarse advirtió que se trataba de otra mujer, más alta que la doncella y de movimientos más elásticos, pero vestida con una jubba del mismo color que la túnica de la doncella, aunque del más fino brocado de seda, al que el sol daba un brillo dorado.
Ibn Ammar se acercó lentamente, sin dejar de contemplar a la mujer. No tenía que preocuparse por lo que pudiera haber alrededor; ella ya se habría cuidado de que no hubiera nadie cerca. Estaba a sólo unos cinco pasos de la mujer, cuando ésta se volvió. No llevaba velo, y por un instante Ibn Ammar vio su rostro, el rostro de una hermosa andaluza: ojos oscuros, nariz enérgica y ligeramente curva, boca grande y torcida en una delicada sonrisa, que no armonizaba con el brusco movimiento con el que se subió el velo y retrocedió hacia la entrada del quiosco.
—¿Quién sois? —preguntó la mujer, y el miedo en su voz semejó sorprendentemente auténtico. Ibn Ammar estaba confuso. Aquella voz le recordaba a otra.
—¿Qué buscáis aquí? —preguntó la mujer con aspereza.
—Perdonadme, sayyida —dijo Ibn Ammar haciendo una reverencia, sin quitar la vista de la mujer—. Y perdonad a mis ojos, que no quieren apartarse de vos.
Ella respondió a su mirada, y él creyó ver que bajo su velo continuaba la misma sonrisa. Ibn Ammar dijo rápidamente:
—He venido siguiendo a una criada a la que creía conocer. La seguí como se sigue a una esperanza. Y, sayyida, nunca una esperanza se ha colmado con tanta hermosura. —Dio un paso hacia la mujer, pero ella levantó una mano en gesto de rechazo.
—Habéis entrado en el harén de esta casa, en la que estáis invitado, ¡y vos lo sabéis! —dijo ella con ademán negativo.
Ahora reconocía Ibn Ammar su voz. Era la misma voz. Ella era la mujer que, tiempo atrás, lo había llamado por su nombre. Era ella, aunque ahora simulaba ser una dama sorprendida y asustada por un intruso inesperado. Simplemente jugaba al viejo juego. Ibn Ammar había despertado su interés, y ese interés había sido tan grande que ella le había enviado una mensajera y hasta se había atrevido a encontrarse con él. Había dado muchas facilidades a Ibn Ammar, e incluso le había dejado ver un breve instante lo que le esperaba detrás del velo. Ahora volvía a retroceder, guardaba una cierta distancia, mantenía libre una vía de escape. Ahora le tocaba a él. ¿Era un hombre por el que valía la pena interesarse? ¿Valía la pena arriesgarse por él o era sólo un aburrido cabeza de chorlito?
Ibn Ammar aceptó el juego, se atuvo a las reglas. Lo había jugado muchas veces, y siempre lo había excitado muchísimo más que la ligera disponibilidad y la obsequiosa complacencia de las muchachas del palacio de Silves o de la corte de Sevilla. Amaba el riesgo, lo necesitaba. Siempre había pasado por ser un hombre de extraordinario valor. Sólo él sabía que tras su arrojo se ocultaba un profundo miedo. El lo sabía, como lo habían sabido también su madre y algunas de las mujeres a las que había conocido. Ya de niño había sido miedoso, había estado siempre asediado por malos presentimientos y espantosas pesadillas. Pero había aprendido a vivir con sus temores, y se había dado cuenta de que éstos desaparecían apenas encontraba el valor de enfrentarse con un peligro.
De niño había mostrado un pánico cerval por las serpientes, pero a los ocho años había conseguido, ante los ojos de su padre, coger una escalera, trepar con ella a lo alto de la casa y coger con la mano desnuda una víbora que tomaba el sol sobre el tejado. Lo había hecho sólo para demostrar que era el joven valiente que su padre quería que fuese, y, para su sorpresa, gracias a aquella emocionante experiencia, descubrió que apenas echar a correr en busca de la escalera había perdido el miedo.
—¿Qué estáis esperando? ¿Por qué seguís aquí? —dijo la mujer echando un rápido vistazo alrededor—. ¿No sabéis lo que os espera si los centinelas os ven aquí?
—Sólo temo una cosa, sayyida —respondió Ibn Ammar conteniendo su fuego—, despertar vuestro malestar.
Respiró hondo el perfume de las rosas, manteniendo tranquilamente la mirada sobre la mujer. Estaba frente a la esposa de su anfitrión; aquélla debía de ser la esposa de Ibn Mundhir. A juzgar por el valor de las joyas que llevaba y por la elegancia de su ropa, sólo podía ser la señora de la casa. Era una mujer orgullosa y valiente, sólo un poco más joven que Ibn Ammar; sería un placer jugar con ella.
Hoy sólo harían las primeras jugadas, un tanteo, un cuidadoso acercamiento, una breve charla con palabras bonitas y alusiones solapadas. Ella lo rechazaría y lo mantendría a raya; pero, al final, él lograría arrancarle la promesa de que volvería a enviarle a una mensajera para concertar un nuevo encuentro.
—No me despidáis sin darme la esperanza de volver a veros, sayyida —dijo Ibn Ammar en tono suplicante—. Haré lo que me ordenéis: si no queréis yerme, empequeñeceré; si no queréis oírme, estaré callado; si me castigáis con vuestro silencio, tendré paciencia. Pero no me dejéis marchar sin la esperanza de volver a veros.
Ibn Ammar intentó nuevamente acercarse un paso a la mujer, y esta vez ella se lo permitió, levantando la mano sólo porque las reglas así lo exigían.
Y empezaron a jugar al viejo juego.
JUEVES 20 DE MARJESHUÁN, 4824
20 DE SHAUWAL, 455 / 16 DE OCTUBRE, 1063
Yunus volvió a casa media hora antes de la puesta de sol, más temprano que de costumbre. Ya al entrar a la calleja en la que se hallaba su casa, oyó los berridos de la pequeña. Eran gritos breves y furiosos, penetrantes y al mismo tiempo sofocados, como si se estuviera ahogando. Hacía ya casi dos meses que vivía en la casa, pero aún no se había acostumbrado. Era una niña difícil, casi indomable. Sólo Ammi Hassán, con su infinita paciencia, se entendía con ella. El criado negro había dejado que la muchachita calara muy hondo dentro de su corazón, y, así, aguantaba todos los malos humores, los arrebatos y la testarudez de la pequeña, y la rescataba de la vieja Dada, que a veces no sabía ayudar más que con golpes. Ammi Hassán amaba a la niña como si fuera un ángel.
La pequeña salió llorando al patio al encuentro de Yunus, se abrazó fuertemente de sus piernas y, entre sollozos y jadeos, empezó a contar con su horroroso español una historia que Yunus sólo comprendió cuando se acercó Nabila y le explicó lo sucedido.
Por la tarde, había estado allí una mujer con un niño en brazos, al que tenía oculto bajo una manta. A cambio de un cuarto de dirhem había retirado la manta para mostrar a un niño con dos cabezas. Todos en la casa habían visto a la deforme criatura: el viejo Hillel, que vivía en una habitación alquilada en la planta superior, Ammi Hassán, Dada, la criada de la cocina y Nabila. Sólo a Sarwa y a la pequeña Karima les habían prohibido verlo. Sarwa se había resignado, pero la pequeña había empezado a berrear y desde entonces no había dejado de hacerlo. Ya llevaba tres horas llorando.
Yunus la llevó a su despacho. El despacho era la única habitación de la casa que siempre estaba cerrada, y Karima consideraba un privilegio especial que a veces la dejaran entrar en ese misterioso cuarto. La pequeña parecía exhausta, y Yunus tuvo la impresión de que la niña casi le estaba agradecida por haberle proporcionado una excusa para dejar de llorar. Se sentó en el suelo, mirando en silencio cómo cortaba Yunus una hoja de papel y dibujaba algunas letras con la pluma. Luego, siguiendo las instrucciones de Yunus, Karima se entretuvo pintando de color rojo aquellas líneas, portándose como una niña muy formal.
Yunus le daba clases regularmente desde hacía un mes. Primero había pensado enviarla a la escuela primaria que había abierto hacía poco uno de los fugitivos de Sicilia, un maestro que enseñaba a leer y escribir a los principiantes mediante un nuevo e interesante método, según el cual los alumnos no tenían que aprenderse de memoria las letras, sino más bien palabras enteras y pequeñas frases. La mujer del maestro, que a su vez daba clases a las niñas, enseñaba con el mismo método. Sin embargo, al final Yunus renunció a enviar a Karima a la escuela. No porque desconfiara del nuevo método de enseñanza, sino porque la pequeña no tenía ni la mínima base. Hablaba casi exclusivamente en español; su árabe era extremadamente pobre. Primero había que familiarizaría con el idioma, antes de pensar en una educación más amplia. Por eso, Yunus se había propuesto, a partir de la primavera siguiente, tan pronto como se casase Nabila, traer a casa a una mujer que diera clases particulares a Karima. Hasta entonces se encargaría él mismo del asunto.
Poco después del redoble de tambores de la primera oración de la noche llamaron a la puerta. Yunus vio a través de las rejas de la ventana que la vieja Dada atravesaba el patio, mientras seguían llamando a la puerta, cada vez con mayor violencia. Un instante después vio volver a la anciana muy nerviosa. No tomó el camino que pasaba por el madjlis, sino que fue directamente a la ventana e informó tartamudeando a Yunus: a la puerta había un khádim de la casa del príncipe, acompañado por un jinete de la guardia de palacio.
Yunus salió con piernas temblorosas a preguntar el motivo de la inusual visita, pero el khádim ni siquiera le dejó pronunciar palabra: con voz áspera ordenó a Yunus que cogiera su maletín de médico y subiera a la mula que tenían preparada para él. En el camino le explicarían lo necesario.
Yunus intentó despedir con pretextos al khádim: él no era más que un insignificante tabib judío, indigno de tratar pacientes distinguidos de la casa del príncipe. Incluso intentó sobornar al hombre con cinco meticales para que se dirigiera a otro médico, pero el khádim no hizo caso de nada e insistió firmemente en que Yunus lo acompañara, como si se le hubieran encomendado la misión de ir estrictamente en busca de Yunus y de nadie mas.
Entretanto, la calleja se había llenado de gente. Los vecinos habían salido a la calle, agolpándose cada vez más cerca de las cabalgaduras de los inusuales visitantes y haciendo que los animales empezaran a inquietarse. Cuando partieron con Yunus, se oyeron gritos de indignación, y la vieja Dada corrió tras ellos hasta la puerta del al–Qasr, gimoteando y tirándose de los cabellos.
También Yunus tenía malos presentimientos. Y todo sucedió como él lo había temido. El paciente al que lo llevaron era el hijo de una djariya del príncipe, una concubina que por lo visto ya no gozaba del favor principesco, pues vivía en la parte más vieja del al–Qasr, en el harén del palacio de al–Mubarak, a pesar de que era una umm walad que había sido recibida por príncipes.
Nada más ver al hijo de la djariya, Yunus supo por qué el príncipe no soportaba su presencia ni la de su madre. Era un niño bajo, grueso, muy pálido y bizco; uno de esos niños a los que sólo su madre puede amar. El khádim acompañó a Yunus hasta el muchacho, a quien habían instalado un lecho de enfermedad, o quizá hasta de muerte, en una habitación secundaria de una de las salas de audiencia situada entre la parte abierta del palacio y el harén. El chiquillo yacía gimoteando entre los cojines. Sudaba copiosamente, apenas se le sentía el pulso, respiraba a estertores, y tenía el bazo tan hinchado y sensible que se echaba a gritar a la menor presión. El final parecía cercano.
De la madre difícilmente podía averiguarse nada acerca de los antecedentes de la enfermedad. Estaba sentada junto al lecho, envuelta en un mar de sollozos. Era una mujer muy joven y un tanto regordeta. Yunus le echó, a lo sumo, veinte años, pero no estaba seguro, pues el chico debía de tener como mínimo siete. La mujer llevaba en el rostro uno de esos pañuelos rígidos y ricamente bordados, de estilo bereber, que estaban de moda. El maquillaje negro que rodeaba sus ojos estaba emborronado por las lágrimas. No, la madre no sería de ninguna ayuda.
Tras un primer examen, Yunus quedó convencido de que debía de haber intervenido algún veneno. Así lo indicaban todos los síntomas, y Yunus suponía que probablemente los médicos de la corte también habían llegado a esa conclusión y precisamente por eso habían sido retirados del caso. Si realmente alguien había intentado envenenar al muchacho, Yunus se encontraba en una situación muy delicada: si diagnosticaba el envenenamiento, probablemente arremeterían contra él ciertas personalidades importantes interesadas en la muerte del chico; si no lo diagnosticaba, dejaría morir a un hijo carnal del príncipe, algo ciertamente desfavorable para su prestigio de médico.
Yunus pidió a la madre que rezara la primera sura, suministró al muchacho un fuerte vomitivo y esperó lo que viniera. Y, de repente, la crítica situación se resolvió con sorprendente facilidad. El muchacho vomitó toda una jofaina de uvas verdes mezcladas con nueces y almendras masticadas a medias; vomitó casi hasta los intestinos, y cuando finalmente tuvo el estómago vacío, se quedó apaciblemente dormido.
La madre estaba al borde de la histeria. Yunus intentó explicarle que ya todo había pasado, pero ella no quiso creerle e insistió en que el médico se quedara en el palacio, al lado del muchacho.
Yunus tuvo que pernoctar en una habitación cerrada por fuera. Y tuvo que pasar también todo el viernes al pie de la cama del muchacho, dándole con sus propias manos las comidas que había prescrito para que el joven se fortaleciera. Se resignó a lo inevitable, pues comprendía la preocupación de la joven madre. Si el niño moría, ella perdería todos los privilegios de los que disfrutaba por ser madre de un príncipe.