El quinto jinete (22 page)

Read El quinto jinete Online

Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

El general Eastman hizo pasar a los visitantes a su despacho, donde se encontraba ya el experto antiterrorista del Departamento de Estado, su colega de la CIA y algunos otros responsables. Les expuso brevemente la situación, cuyo horror borró inmediatamente toda huella de sueño en el semblante del doctor Tamarkin. Cuando hubo terminado, Lisa Dyson sacó de su cartera una carpeta de dieciocho hojas y cubiertas blancas, con el sello azul pálido de la CIA, y el rótulo confidencial y titulada: «Estudio de la personalidad y del comportamiento político — Muamar el Gadafi».

Este estudio formaba parte de un programa secreto emprendido por la CIA a finales de los años cincuenta. Tenía por objeto aplicar las técnicas de la psiquiatría al estudio, en sus más íntimos detalles, de la personalidad y del carácter de cierto número de lideres internacionales, a fin de poder prever, con cierto grado de certeza, sus reacciones en caso de crisis Castro, Nasser, Charles de Gaulle, Kruschev, Breznev, Mao Zedong, el sah, Jomeini: todos habían pasado por los microscopios de los
disectores
de la CIA. Ciertos elementos de las imágenes de Castro y de Kruschev habían proporcionado una ayuda decisiva a John Kennedy en sus negociaciones con ambos durante la crisis de los misiles cubanos. Cada retrato era fruto de un esfuerzo financiero y técnico prodigioso. Todo lo que hacia referencia al modelo había sido examinado: lo que había influido en su vida, cuáles habían sido los golpes más importantes que había sufrido, cómo les había hecho frente y si había utilizado ciertos mecanismos de defensa característicos. Unos agentes podían recorrer el mundo entero para comprobar un solo hecho concreto, para explorar una sola faceta del carácter de un hombre. Se salía a la caza de viejos camaradas de regimiento para saber si tal o cual individuo se masturbaba, si bebía, si echaba pimienta en su comida si iba a la iglesia, cómo reaccionaba en periodos dé stress. ¿Padecía complejo de Edipo? ¿Acaso le gustaban los muchachos? ¿O eran las chicas, o ambas cosas a la vez? Había que seguir su evolución sexual. Conocer el tamaño de su miembro viril. Saber si tenía tendencias sádicas, masoquistas… Un día, un agente de la CIA había sido enviado clandestinamente a Cuba con el único objeto de interrogar a una prostituta con la que Castro había tenido relaciones en sus tiempos de estudiante.

Eastman contempló sobre la cubierta del expediente el retrato del hombre que amenazaba con asesinar a su hija y a diez millones de americanos. Era de cara flaca, tensa, febril. Se estremeció. No necesitaba a los expertos para saber que aquel hombre era un fanático. Le bastaban esos cabellos negros como el azabache; esos dientes de carnívoro prestos a morder; esa mirada inquietante que se clavaba en él. Eastman cerró los ojos una fracción de segundo. Después, recobró su aplomo.


Okey
, Miss Dyson —dijo, en tono paternal—. La escuchamos. Pero tal vez podría empezar resumiendo en una frase el contenido de su informe.

Lisa Dyson reflexionó un momento buscando una sola idea que pudiese compendiar aquellas dieciocho páginas que se sabia de memoria.

—Mi estudio demuestra —dijo—, que Gadafi es astuto como un zorro del desierto, y dos veces más peligroso.

Las luces de los rascacielos de Nueva York parecían otros tantos ojos brillantes velando en una ciudad fantasma. Sumergido en una lechosa niebla, Times Square estaba desierta. Refugiadas bajo la marquesina de un almacén y temblando de frío, dos prostitutas, con los muslos al aire, les echaban el gancho a los raros transeúntes rezagados, en la esquina de Broadway y la calle 43. A tres manzanas de allí, su rufián se pavoneaba en la tibieza de las tapicerías de satén dorado de su bombonera de luces tamizadas. Era un negro robusto, de unos cuarenta años, con barba cuidadosamente recortada. Llevaba un gorro de castor blanco hundido en el cráneo y, a pesar de la débil iluminación de la estancia, unas gruesas gafas negras. Envuelto en una chilaba de seda blanca su largo cuerpo musculoso seguía el ritmo de los encantamientos de Donna Summer que brotaban de los altavoces de su equipo estereofónico.

Enrico Díaz se volvió a la chica tendida a su lado. Era la tercera y más reciente adquisición de su yeguada. Asió un colgante suspendido de su cuello por una cadena de oro. Esta baratija, que representaba el órgano sexual masculino, le servia para ocultar algunos gramos de su mejor droga colombiana. Y a punto estaba de ofrecerle este néctar a su Dulcinea a cambio de sus abrazos y de su promesa de permanecerle fiel, cuando sonó el teléfono. La contrariedad que se pintó en su rostro se convirtió en franca irritación cuando oyó una voz que le decía:

—Soy Eddie. Necesito verte inmediatamente.

Quince minutos más tarde, el Lincoln rosa del negro, verdadero
ice cream
con ruedas se detuvo en la esquina de Broadway y la calle 46 el tiempo suficiente para recoger al individuo que le había telefoneado. El negro lanzó una desdeñosa mirada en dirección al pasajero que se había levantado el cuello del abrigo para ocultar su rostro. Decenas de hombres y de mujeres eran abordados como él en aquel mismo momento, en bares, restaurantes, esquinas y apartamentos de Nueva York. Enrico Díaz era confidente del FBI. Debía esta distinción a la mala suerte de que le hubiesen sorprendido, una noche, con una docena de bolsitas de heroína en su automóvil. Y no era que Enrico tocase el polvo. El era un caballero. La droga iba destinada a una de sus mujeres. El caso se había resuelto con una transacción: para evitarse de ocho a quince años de residencia en el presidio de Atlanta, Enrico se había avenido a charlar de vez en cuando con el FBI. Aparte de su servicio de alcahuete, este hijo de negra y de puertorriqueño era uno de los principales miembros del Movimiento Clandestino de Liberación de Puerto Rico, organización por la que sentía el FBI considerable interés.

—Se trata de algo gordo, Rico —gruñó el hombre que acababa de sentarse a su lado.

—Con ustedes, ¡siempre es algo gordo! —suspiró Rico, conduciendo su coche.

—Buscamos a unos árabes, Rico.

—Los árabes no se acuestan con mis chicas. Son demasiado ricos para eso.

—No me refiero a esa clase de árabes, Rico. No a los que se acuestan con las chicas, sino a los que hacen volar a la gente por los aires. Como tus compañeros del FALN.

Rico dirigió una mirada circunspecta al policía. Este prosiguió:

—Tienes que decirme cuanto sepas de los árabes, Rico: árabes que busquen armas, papeles, un escondrijo, cualquier cosa.

Rico sacudió la cabeza, haciendo una mueca.

—No he oído nada, amigo.

—Pues tendrás que informarte, Rico.

Al negro le roncaron suavemente las tripas. Toda la incomodidad de su doble vida se expresaba en sus borborigmos. Pero la vida era un negocio. Tanto das, tanto recibes. Si aquel tipo quería algo, tenía que pagar.

—Escucha guripa —dijo con la voz zalamera que reservaba para las grandes ocasiones—, una de mis chicas está atrapada; en la comisaría 18.

—¿Qué ha hecho?

—¡Oh! Un tipo no quiso pagar, y entonces ella…

—Le van a echar cinco años por intento de homicidio, ¿no?

La boca de Rico se abrió en una enorme mueca.

—Así es, amigo.

—Párate allí —ordenó el
Fed
, señalando el bordillo de la acera—. La cosa es gorda, Rico. Realmente gorda. Descubre lo que busco sobre los árabes, y te devolveré a tu pupila.

Rico observó al policía mientras éste se perdía en Broadway. No podía dejar de pensar en la muchacha que le esperaba sobre el sofá de satén dorado en sus largas piernas musculosas, en sus labios gordezuelos y en su lengua experta; en la chica, en fin, a la que se disponía a enseñar los refinamientos de su nueva vocación.

Lanzó un largo suspiro y arrancó. Pero no dirigió su Lincoln hacia el muelle sofá de la calle 43, sino hacia los peligrosos barrios del bajo Manhattan.

Desde hacía un cuarto de hora, los hombres reunidos en el despacho de Jack Eastman iban descubriendo, con apasionada atención, el retrato del jefe de Estado que amenazaba con arrasar Nueva York. Lisa Dyson no perdonaba ningún detalle: su informe abarcaba todas las facetas de la vida de Gadafi, su infancia solitaria y austera en el desierto, conduciendo los rebaños de su padre; el traumatismo brutal que le había causado su expulsión de la tienda familiar para ser enviado al colegio; los desprecios y las humillaciones infligidos por sus camaradas al beduino ignorante, porque era tan pobre que tenía que dormir en el suelo de una mezquita y hacer veinte kilómetros a pie todos los viernes para volver al campamento de sus padres. La CIA había encontrado a sus compañeros de dormitorio en la escuela militar, donde habían empezado a germinar sus ambiciones políticas. La descripción que habían dado del Gadafi adolescente nada tenía que ver con el joven varón árabe tradicional, vividor y depravado. Era, por el contrario, la de un feroz puritano que había hecho voto de castidad hasta el día en que derribase al rey Idris, de Libia; que rechazaba el alcohol y el tabaco, e incitaba a sus camaradas a seguir su ejemplo. Incluso hoy se encolerizaba terriblemente cuando se enteraba de que su Primer Ministro tenía una aventura con una de las azafatas libanesas de la Compañía de aviación de Libia, o con alguna bailarina romana de club nocturno.

El informe describía el golpe de Estado cuidadosamente preparado que le había situado el 1.º de septiembre de 1979, a sus veintisiete años al frente de un país que percibía dos mil millones de dólares al año por derechos petroleros, y recordaba el nombre en clave que había elegido ya para designar su operación: «El Kuds« (Jerusalén). Subrayaba el concepto extremista, xenófobo del Islam, que había impuesto a su pueblo años antes de la entrada en escena del ayatollá de Teherán: el retorno a la
sahria
, la ley coránica que decreta la amputación de la mano a los ladrones, la lapidación de la mujer adúltera, la flagelación de los borrachos; la transformación de las iglesias de Libia en mezquitas, los decretos prohibiendo la enseñanza del inglés y ordenando que todos los rótulos y todos los documentos oficiales se redactasen en árabe, cómo había prohibido las casas de tolerancia y el alcohol, y dirigido personalmente, empuñando el revólver, las expediciones policiales para el cierre de clubes nocturnos de Trípoli ordenando personalmente a las bailarinas desnudas que se vistiesen y disparando alegremente contra las botellas como un poli de los tiempos de la prohibición. Había hecho su revolución cultural y lanzado a la calle muchedumbres analfabetas para quemar las obras sacrílegas de los autores occidentales, Sartre, Baudelaire, Graham Green, Henry James y tantos otros, registrado casas particulares en busca de whisky, y enviado comandos a los dormitorios de los obreros de los campos petrolíferos, para arrancar de las paredes las fotos de mujeres desnudas recortadas de
Playboy
. Ciertamente, a su lado, Jomeini parecía casi liberal.

El informe analizaba las chocantes sinuosidades de sus costumbres, sus retiradas al desierto en solitario, sus súbitas explosiones de furor, su afición a galopar de pueblo en pueblo a lomos de un corcel árabe, envuelto en una chilaba blanca que ondeaba al viento. Los pasajes más inquietantes del documento se referían a la larga historia de acciones terroristas de las que se sospechaba que había sido directa o indirectamente responsable: las matanzas de Lod, Múnich y Roma; el asesinato del embajador norteamericano en Jartum el intento de torpedear el
Queen Elizabeth
II
, que transportaba quinientos noventa judíos a Israel; sus repetidos intentos de liquidar a Sadat y de sublevar a las tribus saudíes contra RIAD; la introducción de millones de dólares en el Líbano para fomentar la guerra civil, y la dilapidación de otros millones para ayudar al ayatollá Jomeini a derribar al sah.

—Muamar el Gadafi es esencialmente un hombre solitario, un hombre sin amigos ni consejeros —reveló Lisa Dyson—. En todas las ocasiones, su reacción a las nuevas situaciones fue atrincherarse detrás de los principios de una fe militante. Con demasiada frecuencia comprobó que la intransigencia es remuneradora y, en consecuencia, se mostrará fatalmente intransigente en el caso de una prueba de fuerza.

Carraspeó y se apartó de la frente un mechón de cabellos.

—Pero, por encima de todo, la Agencia (la CIA) está convencida de que en caso de crisis importante, estaría completamente dispuesto a representar el papel de mártir a dejarse enterrar bajo las ruinas de la casa, si le impidiesen dominar el juego. Le gusta mostrarse imprevisible, y su táctica predilecta, en una crisis, parece la de golpear el punto más flaco del enemigo.

—¡Jesús, Dios mío! —gruñó Eastman—. En el caso de Nueva York, no se ha engañado.

—Este es, pues —declaró Lisa Dyson—, cerrando su carpeta, Muamar el Gadafi.

El experto antiterrorista del departamento de Estado no pudo contenerse:

—¡Es un Hitler disfrazado de árabe! ¡Un fanático mucho peor que Jomeini!

¡Quiere hacernos retroceder mil años! confirmó su colega de la CIA.

—En todo caso, es el personaje con quien nos enfrentamos hoy —les interrumpió Eastman—, y la función de todos ustedes es aconsejar al presidente sobre la manera de tratar con él.

El doctor Tamarkin se había levantado y paseaba arriba y abajo por el despacho, rascándose nerviosamente la barbilla. Todos esperaban con interés el diagnóstico del célebre psiquiatra.

—Tenemos que habérnoslas con un hombre sumamente peligroso —declaró, gravemente—, un hombre sediento de venganza. Por él, por su pueblo, por todos los árabes. ¿Esa historia de condenar a su familia a vivir en una tienda hasta que todos los libios tengan una casa? ¡Una gansada! De esta manera castiga a su padre por haberle echado de la tribu y obligado a ingresar en aquel colegio donde se sintió humillado.

—Yo creo que el impacto del desierto nos da una explicación decisiva —dijo con firmeza el doctor Turner, el gigante flaco que dirigía la sección psiquiátrica de la CIA—. La soledad del desierto siempre ha engendrado fanáticos, porque allí no hay nadie, ningún ser humano al que confiarse. En el desierto solo es posible el diálogo con Dios. Quizás está aquí la clave para llegar hasta él: Dios y el Corán.

—Puede ser —dijo Tamarkin, continuando su paseo.

Su prestigio de negociador se debía en gran parte a la habilidad con que se había valido una vez de un especialista del Corán para convencer a unos musulmanes negros de Washington de que soltasen a sus rehenes.

Other books

Her Enemy by Leena Lehtolainen
Night Blindness by Susan Strecker
Absent by Katie Williams
BradianHunterBook1 by Chrysta Euria
Beyond Belief by Josh Hamilton, Tim Keown
Instinct by Nick Oldham
The Miracle Inspector by Helen Smith
Her Name Will Be Faith by Nicole, Christopher