—Puede ser, pero lo dudo —continuó Tamarkin—. Ese hombre se figura que es Dios. ¡Esa historia de cuando, disfrazado de mendigo, se dirige al hospital a pedir a un médico que vaya a socorrer a su padre moribundo! Cuando el médico le dice que dé una aspirina a su padre, ¡él arroja su disfraz y le expulsa del país! Es la OMNIPOTENCIA. Se cree Dios. O el sable vengador de Dios, que es aún peor.
—Sin embargo, sigo creyendo que la religión es nuestra mejor arma para negociar con él —insistió el psiquiatra de la CIA.
El doctor Tamarkin interrumpió su paseo.
—Yo no lo creo. No se negocia con Dios. No se dejaría manipular por medio de la religión. Se dará cuenta de nuestras intenciones y se sentirá ofendido.
Desde el principio de la crisis, una cuestión había obsesionado continuamente a Eastman. Ante el horror de la amenaza, el hecho de planteársela quizás era una manera de intentar tranquilizarse. Eastman miró al psiquiatra regordete, cuya opinión hacía las veces de oráculo entre los especialistas del terrorismo. Formuló su pregunta con precaución:
—¿Sería una locura esperar que todo esto no sea más que una baladronada?
—¡Sería pura locura!
A Eastman le chocó la violencia con que le había respondido el psiquiatra.
—No dude ni un momento de que ese fanático está dispuesto a cumplir su amenaza, a apretar el gatillo. Porque lo apretará únicamente para demostrarles que es capaz de hacerlo.
—Volvamos un minuto al desierto —propuso el psiquiatra de la CIA—. La desnudez, la austeridad de la vida en el desierto, condicionaron siempre de la misma manera a la gente: la vida se reduce a algunos elementos simples, fundamentales. Gadafi irá directamente a su objetivo, como un beduino caminando hacia su pozo. Nosotros creemos que los beduinos son taimados, astutos. ¡Craso error! Son directos y hay que poner las cartas sobre la mesa al tratar con ellos.
—Hay algo más en lo que respecta a la influencia del desierto —añadió el doctor Tamarkin—, y esto me aterroriza. No podemos confiar en doblegar a ese hombre tratando de que se compadezca de Nueva York o de sus habitantes. —Eastman sintió un escalofrío—. Él odia a Nueva York. Le importan un bledo las colonias israelíes de Cisjordania. Lo que quiere destruir es Nueva York. Sodoma y Gomorra. El dinero. El poder. La riqueza. La corrupción. El materialismo. Nueva York es todo lo que él aborrece. Es símbolo de la pesadilla que teme ver caer un día sobre la austera y ruda civilización en la que cree. En el fondo de su alma, ha emprendido la guerra contra lo que representa Nueva York. ¡Quiere arrasar Nueva York!
El estrépito de un timbre de alarma llenó de pronto la sala de transmisiones del sótano de la Casa Blanca. Las pantallas de control se apagaron una fracción de segundo antes de emitir una señal luminosa, que anunciaba una noticia urgente. El responsable del centro pulsó tres botones rojos en su pupitre, mientras Jack Eastman irrumpía en la sala.
—Mi general, ¡el destructor
Allan
ha encontrado a Gadafi!
Eastman cogió el teléfono secreto que enlazaba la sala con el Centro de Mando del Pentágono.
—¿Dónde está?
—En una villa a orillas del mar, en las cercanías de Trípoli —respondió el almirante que mandaba el Centro del Pentágono—. Nuestro barco ha identificado su voz al interceptar una comunicación telefónica, hace media hora. Ha podido localizar el sitio desde el que hablaba. La CIA acaba de confirmar que se trata de uno de sus cuarteles terroristas.
—¡Bravo!
—Acabo de comunicar por radio con el almirante Moore, de la VI Flota —prosiguió el almirante, con excitación—. Pueden lanzar un misil de tres kilotones sobre la villa, en treinta segundos.
Eastman tenía fama de morderse la lengua, pero esta vez, explotó:
—¡Dígales que se dejen de tonterías! —gritó, furioso—. El presidente ha prohibido formalmente toda acción militar por el momento. Apáñese para avisar de prisa a toda la flota.
El consejero de Seguridad nacional pareció de pronto perplejo. ¿Debía despertar al presidente? Precisamente a instancias suyas, había ido a descansar unas horas. «No, se dijo, hay que dejarle dormir. Mañana necesitará todas sus fuerzas».
—Diga a la base de Andrews que envíen inmediatamente a un avión
Catastrophe
a sobrevolar Libia.
Los aviones
Catastrophe
eran tres Boeing 747 llenos de material electrónico de transmisión ultraperfeccionado. Podían mantenerse en el aire durante setenta y dos horas y estaban destinados a proporcionar al presidente un puesto de mando aéreo en caso de guerra nuclear.
—Quiero que establezcan urgentemente una comunicación especial con Trípoli.
Eastman hizo una pausa. Estaba sudando. Se volvió al responsable, que continuaba a su lado.
—Diga al Departamento de Estado que ordene a nuestro encargado de Negocios que vaya inmediatamente a aquella villa. Que le digan… —Eastman reflexionó, eligiendo cuidadosamente sus palabras—: Que le digan que informe al coronel Gadafi de que el presidente de Estados Unidos solicita el honor de sostener una conversación con él.
El seco ruido de la puerta de entrada al cerrarse sacó de su sueño a la esposa del general Eastman. El ruido de puertas cerrándose en la noche había puntuado los veintisiete años de vida conyugal de Sally Eastman. Lo había oído en las bases aéreas de Colorado, de Francia, de Alemania y de Okinawa, siempre que su marido era llamado para algo urgente; en Bruselas, cuando él estuvo destinado en la OTAN, y aquí en Washington, al pasar su marido por el Pentágono y ahora, por la Casa Blanca.
Escuchó en la oscuridad los pasos que seguían su itinerario habitual: hacia la cocina, para tomar un vaso de leche; después, su lenta ascensión de la escalera de madera de su linda casa de las afueras de Washington. No encendió la luz hasta el momento en que se abrió la puerta del dormitorio. Los años habían dado a Sally Eastman la facultad infalible de descifrar en los rasgos de su esposo la gravedad de las crisis que le retenían durante noches enteras. Al verle entrar, tambaleándose de fatiga, se incorporó, inquieta.
—¿Qué hora es?
—Las cinco.
Eastman se dejó caer sobre la cama. Había contestado pensando que disponía de menos de dos horas para dormir.
—¿Qué sucede? Pareces trastornado.
Lo había dicho con ternura, sin el menor reproche. Eastman se frotó los ojos y sacudió varias veces la cabeza como para disipar la fatiga que embotaba su cerebro. Percibió sobre la mesita de noche, su propia fotografía al lado de su esposa, sosteniendo, orgullosos, a su hija Cathy recién nacida.
—Es algo terrible, Sal —dijo débilmente.
Pensaba en las instrucciones formales del presidente. ¡Cuántas veces, en otras tantas crisis, había llevado Jack Eastman a cuestas el peso aplastante de un secreto de Estado! Y también esta vez a pesar de estar desesperado ante la idea de la suerte que aguardaba a su hija se habría mantenido fiel al principio fundamental de toda una vida de disciplina. Pero hoy el presidente había modificado las reglas de juego. No había exigido una discreción absoluta a sus colaboradores. Había hecho que la carga fuese aún más pesada, al autorizarles a compartir el secreto con sus esposas.
—Voy a contártelo Sal. Tengo derecho a hacerlo. Pero ni tú ni yo podemos repetir a nadie lo que voy a decirte.
Comenzó su relato. La carta, Gadafi, el ultimátum, el terrible chantaje. Todo. Después asió la mano de su mujer y la estrechó con toda su fuerza cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, vio que una expresión de terror deformaba su rostro.
Y vio que se llevaba las manos a las sienes, y oyó que lanzaba un grito:
—¡Cathy!
Sally Eastman se había erguido para saltar hacia el teléfono que estaba encima de la cómoda.
—Sal, ¡no puedes hacerlo!
La había detenido, sujetándola por los hombros.
—Deja que te explique —le dijo—, estrechándola contra su pecho. No veía su cara. Hablaba en el vacío hundida la mejilla en sus cabellos, vuelta la mirada hacia el marco de plata de encima de la mesita de noche—. No tenemos derecho a avisar a Cathy, Sal. Sería una traición. Y esta traición podría tener incalculables consecuencias. Toda Nueva York podría ser aniquilada.
Ella se agitó y consiguió desprenderse.
—¿Te has vuelto loco? —gritó—, con ojos encolerizados. Se trata de nuestra hija. Nuestra única y preciosa hija, a la que condenas a muerte en nombre de yo no se qué obligación de silencio! —Le agarró de las solapas de la chaqueta y le sacudió con violencia—. Sería un crimen, Jack!
Contempló el rostro dolorido que tenía ante sí y, presa de súbita compasión, buscó un argumento capaz de convencerle.
—Escucha —dijo— ¿crees realmente que tu presidente no habría enviado a buscar enseguida a su chiquilla pelirroja, si ésta hubiese estado en Nueva York?
Jack Eastman pensó en la niña continuamente colgada de los faldones de su padre. Agachó la cabeza y busco palabras sencillas para hacer entrar a Sally en razón:
—Tranquilízate, querida, sabes muy bien que esto es atroz y desgarrador para mí. Cathy y tú sois toda mi vida. Pero las circunstancias son tan desesperadas, que la menor indiscreción puede provocar una catástrofe inimaginable. Gadafi dijo claramente que, a la primera señal de evacuación de Nueva York, haría explotar la bomba.
Ella encogió los hombros.
—Vamos, Jack, la partida de una jovencita no va a provocar la evacuación de toda una ciudad. ¡Cathy es la discreción en persona! Bastará con que le expliques la situación. Se dejaría cortar en pedazos antes que repetir una sola de tus palabras.
Eastman se sintió desarmado por este argumento.
—Sal, querida, ¿cómo puedes creer esto? Cathy lo dirá forzosamente a su novio, aunque haciéndole jurar el secreto, naturalmente. O a su mejor amiga. O a los dos. Y cada hijo de cada familia hará lo mismo. Es inevitable. Y así, en menos que canta un gallo habrá miles de personas que emprenderán la huida. A fin de cuentas, para salvar una vida habremos provocado la muerte de diez millones de personas.
—Tengo una idea, Jack. Inventaremos una excusa cualquiera y le pediremos que venga a pasar cuarenta y ocho horas aquí con nosotros. Mira si es sencillo.
Eastman se volvió bruscamente. «No lo entiende —pensó—. Su amor de madre la ciega. ¿Cómo podría yo aceptar?» Lo que quería decir era difícil de expresar. Era algo que venía del fondo de su conciencia, algo un poco abstracto, pero profundamente sentido.
—Sal —dijo al fin—, me sería imposible… —Vaciló—. No podría vivir sabiendo que Cathy se ha salvado… y que todos los demás han muerto.
Ella permaneció un largo rato en silencio, con los ojos llenos de lágrimas, contemplando a su marido.
—¿Qué clase de monstruo eres, Jack? Condenas a nuestra hija en nombre de TUS principios, de TU carrera, de TU presidente, de TU conciencia. A mi, mi conciencia de madre sólo me dicta una cosa: salvar a mi hija.
Al otro lado del océano Atlántico, era un poco más de las once de la mañana de aquel lunes 14 de diciembre cuando un Peugeot 204, negro, aparcó en un lugar reservado, ante una de las casas de ladrillo, todas ellas parecidas, de la calle de Van Speyk, de La Haya capital de los Países Bajos. Unos instantes más tarde, el conductor, un hombrecillo lomudo, de sesenta años, a quien sus mejillas coloradas daban el aspecto de un burgomaestre de un cuadro de Frans Hals, se instaló en un despacho. El doctor Henrick Jagerman empezó sacando de su cartera de documentos el termo de café caliente y la manzana con que empezaba siempre su jornada de trabajo.
Jagerman era hijo de un antiguo obrero convertido en inspector de prisiones de Ámsterdam. Siendo muy joven, había acompañado a su padre en sus visitas a los presos y sentido una particular fascinación por la mentalidad criminal. Conduciendo a los turistas por los canales y los museos de Ámsterdam para pagar sus estudios de Medicina, se había hecho psiquiatra, especializado en criminología. Este holandés modesto y oscuro era en realidad la primera autoridad mundial en materia de psicología terrorista una especie de «Doctor Terrorismo» unánimemente reconocido por las policías internacionales. El había resuelto con sus métodos originales y no violentos algunos de los casos más sonados de toma de rehenes con que se enfrentó Holanda a mediados de los años setenta, sobre todo la captura del embajador de Francia en La Haya por unos palestinos, la retención de un coro que había ido a cantar el oficio de Navidad en una prisión de la capital, y el ataque contra dos trenes de viajeros por terroristas moluqueños. Ese prestigioso palmarés había impulsado al presidente de Estados Unidos a invitar inmediatamente, por consejo de sus expertos, al psiquiatra holandés.
Éste acababa de comerse su manzana cuando su secretaria irrumpió en su despacho. El reconoció con asombro, detrás de ella, al embajador de Estados Unidos. El diplomático parecía tener mucha prisa. Sin tomarse el trabajo de sentarse, puso al doctor Jagerman al corriente de la situación y le transmitió la petición del presidente de Estados Unidos. Le informó de que un avión a reacción de la escuadrilla personal de la reina de los Países Bajos le esperaba ya en Schiphol para conducirle al aeropuerto Charles de Gaulle, de París, donde tendría el tiempo justo en tomar el Concorde de Air France con destino a Washington.
—Con un poco de suerte —declaró el embajador echando una mirada a su reloj—, estará usted en la Casa Blanca en menos de cuatro horas.
Sally Eastman escuchaba la respiración regular de su marido sobre la almohada colocada al lado de la suya. Dotado de un notable poder de recuperación, forjado a lo largo de su carrera militar, Jack dormía profundamente. Ella se deslizó fuera de la cama, salió de puntillas de la habitación y bajó al vestíbulo. Descolgó el teléfono sin hacer ruido. Las tres primeras cifras que marcó formaban el número 212, prefijo telefónico de la circunscripción de Nueva York.
Leila Dajani abrió los ojos. La pálida luz de una lámpara que había quedado encendida en la habitación contigua dibujaba sombras sobre las paredes del dormitorio de Michael donde flotaba un olor a incienso, a marihuana y á sexo. Volvió la mirada a las saetas luminosas de un despertador que brillaban sobre la mesita de noche. Eran las seis y cuarto de la mañana.
«Tengo que marcharme», pensó, todavía adormilada. Entonces sintió sobré su pecho el brazo de Michael dormido, que la retenía prisionera, y pensó con agrado en las horas apasionadas que acababa de vivir en este lecho del que tenía ya que levantarse. ¿Por qué nada podía ser completamente normal? Recordó un pensamiento de Sartre: «El hombre no puede realizar nada si no ha comprendido primero que sólo debe contar consigo mismo». Ella estaba sola en aquellas tinieblas, sin nadie que la obligase a rechazar este brazo, a apartar la sábana, a levantarse, a emprender el camino que había elegido.