El presidente estaba muy pálido. Sus dedos agarraron la manga del ministro de Defensa.
—¡Señor! —exclamó—. ¿Cómo habrá conseguido fabricar esa bomba?
Hizo un esfuerzo para levantarse. Todos observaron su semblante desencajado. Habló con voz clara:
—Quisiera que los que lo deseen se unan a mi para implorar al Señor que nos preste su ayuda y su inspiración en esta crisis que se cierne sobre nosotros.
Dicho lo cual, el presidente de Estados Unidos se hincó de rodillas y empezó a rezar.
«Por fin haremos que triunfe la justicia»
La respuesta a la angustiosa pregunta formulada por el presidente de Estados Unidos a su ministro era una novela de aventuras que había empezado una mañana de enero, hacía casi tres años, en una de las futuristas pasarelas del aeródromo Charles de Gaulle, cerca de París. Kamal Dajani, el pasajero clandestino del
Dyonisos
, desembarcó aquel día del vuelo 783 de la compañía Air France, procedente de Viena. Su color mate de oriental podía atribuirse fácilmente a una estancia prolongada en las pistas de esquí del Tirol.
Presentó al oficial del control un pasaporte austriaco, a nombre de un tal Fredi Mueller, representante de maquinaria agrícola y natural de Linz; cruzó tranquilamente el pasillo de llegada y se dirigió a los lavabos más próximos. Vaciló un momento, antes de entrar en el último compartimiento; corrió el cerrojo de la puerta y dejó su bolsa en el suelo. Casi inmediatamente, una mano atrajo la bolsa al gabinete contiguo y dejó otra idéntica en su lugar. Kamal la abrió y comprobó su contenido: una pistola automática Walter P38 ; tres cargadores; dos granadas rompedoras US; una navaja; una guía de París y, por último, otro juego de documentos de identidad que le daban la nacionalidad argelina y le identificaban como estudiante de la Universidad de París X. La bolsa contenía, además, dos mil francos franceses en billetes y monedas de diferentes valores.
Cuarenta minutos más tarde se apeaba de un taxi ante una casa de la Rue de Assas, en el distrito VI, y llamaba a la puerta del apartamento del primer piso.
—Soy yo, Kamal —murmuró en árabe.
Se abrió la puerta y apareció una joven morena. Ahogando un grito de alegría, Leila se echó en brazos de su hermano. Azafata de la compañía libanesa de aviación Middle East Airways, Leila Dajani vivía desde hacía tres años en París, donde servía de enlace y de correo a los agentes de la resistencia palestina en Europa.
—¡Dos años! —exclamó ella—. ¿Por qué tanto tiempo?
—No ha habido más remedio —replicó él.
Ella le hizo pasar. Antes de cerrar la puerta, echó un vistazo a la escalera, para asegurarse de que nadie había seguido a su hermano, y, después, hizo girar dos veces la llave en la cerradura.
—Muéstrame lo que te han hecho —le dijo, empujándole hacia el salón. Kamal se quitó la chaqueta y el chándal. Una cicatriz le bajaba desde el cuello hasta el hombro: un feo surco de carne lastimada que parecía abierto por las garras de un tigre.
Leila estaba al corriente de la peligrosa carrera emprendida por su hermano menor cuando terminó la Guerra de los Seis Días, al deslizarse bajo el fuego de las ametralladoras de un campamento de comandos palestinos del Frente de rechazo, sobre una desolada meseta próxima a Damasco.
—Me dijeron que habías muerto —dijo, emocionada.
—Así lo creyeron mis camaradas, cuando me abandonaron en el campo.
Kamal Dajani había llevado seis veces su comando al interior de Israel, atacando con fuego de fusil los kibbutzim de Galilea, minando carreteras, tendiendo emboscadas. La séptima vez, a raíz de una infructuosa tentativa de bombardeo de las refinerías petrolíferas de Haifa con cohetes Katiuska, su grupo había sido interceptado por una patrulla. Unas granadas lanzadas con buena puntería le habían herido gravemente y dispersado a sus hombres.
—Tuviste suerte de que los israelíes no te rematasen cuando te encontraron —suspiró Leila.
—La suerte no tuvo nada que ver. No acabaron conmigo porque no se puede interrogar a un fedayín muerto.
Tres meses más tarde, habiendo conseguido darles esquinazo a los cirujanos judíos que le habían salvado se evadió bajo un cargamento de naranjas de Gaffa con destino a Amman y se incorporó a las filas de los fedayines.
—¿Puedo tomar un poco de té? —preguntó Kamal.
Demasiado emocionada para responderle, Leila se dirigió a la cocina y encendió el gas.
—He venido a verte porque necesito tu ayuda —dijo él.
La joven se volvió bruscamente, todavía encendida la cerilla entre sus dedos. Recobró su voz.
—Siempre he estado al servicio de la causa —dijo, con orgullo.
—Lo sé, pero esta vez se trata de una misión capital. Y, probablemente difícil. —Kamal hizo una pausa—. He venido a verte porque quiero que convenzas a Whalid de que nos ayude a realizar una operación decisiva.
—¿A Whalid? —preguntó ella, con asombro—. ¿Y por qué he de hacerlo yo? ¿Por qué no se lo pides tú directamente? Es tan hermano tuyo como mío, ¿verdad?
—Sabes muy bien que Whalid y yo no podemos hablar. Sólo podemos discutir. Y ahora me interesa conseguir su ayuda, no salir triunfante en una discusión.
Kamal se levantó y se dirigió a la ventana. Siguiéndole con la mirada, Leila observó su marcha de felino. «¿Será que mi hermano, en el curso de estos cinco años, se ha convertido en un animal de la selva?», se preguntó.
Después de su evasión de Israel, había desaparecido durante seis meses. Luego, un día, ella oyó decir que estaba en Trípoli, donde trabajaba con un grupito de palestinos reclutados por el terrorista venezolano Carlos. Después de esto, no había sabido nada más.
—Whalid sería incapaz de comprender lo que yo hago —Kamal miró por la ventana, con aire melancólico—. Sabes que, para mi, el fin justifica los medios. Pero no para él. Salvó en sus malditos laboratorios, donde todo es abstracción. —Señaló la calle y la gente—. Pero no ahí, que es donde cuentan las cosas. El me llamaría criminal. Y yo le llamaría cobarde. Al cabo de cinco minutos, no tendríamos ya nada que decirnos.
—Nunca tuvisteis gran cosa que deciros— observó Leila—. Mucho antes de que él emprendiese el camino de los laboratorios y de que tú te convirtieses en un…
Se interrumpió, buscando la palabra adecuada.
Kamal se la dijo:
—…en un terrorista. O en un patriota. A veces, el matiz entre los dos conceptos es difícil de distinguir.
Sus ojos se habían oscurecido. Eran tan azules que siempre se bromeaba en su familia, diciendo que debían ser herencia de los devaneos de un caballero cruzado con una antepasada del clan Dajani.
—Ibas a hacer un poco de té —recordó a su hermana.
Kamal no tenia la volubilidad habitual de los árabes. Volvió en seguida a su punto de partida:
—Es preciso que alguien le convenza de que debe ayudarnos. Tú puedes conseguirlo. Yo no podría.
Leila puso la tetera sobre el fuego y fue a sentarse delante de su hermano.
—El ha cambiado, ¿sabes? Se ha vuelto más francés que los mismos franceses. Palestina…, El exilio…, Nuestros padres… Todo esto parece haberse disuelto en su memoria. Como si se tratase de una existencia que él no hubiese vivido. Es como todo el mundo. Su trabajo, su mujer, sus hijos, su coche, su casa… Un hombre feliz, ¿entiendes?
—No le pedimos que renuncie a todo eso, Leila —La voz de Kamal era tranquila, casi serena—. Pero él no es como todo el mundo. Al menos, para nosotros.
Leila contempló a su hermano con inquietud. Estas palabras confirmaban lo que había sospechado desde el momento en que él habló de su hermano mayor.
—¿Es su trabajo lo que os interesa?
Kamal inclinó la cabeza.
—Tiene acceso a ciertas cosas que son de gran importancia para nosotros. Es preciso que nos dé ciertas informaciones. Y no hay otra persona en quien podamos confiar y que sea capaz de hacerlo.
La tetera empezó a silbar. Leila se levantó. Se acercó despacio a la cocina, absorta en sus pensamientos. «Conque era esto —pensó—. Después de tantos años, de tantas discusiones, de tantos procesos, los árabes van por fin a pasar a la acción».
Colocó las tazas sobre la mesita, junto al sillón de su hermano. Un rayo de sol invernal hacia brillar su negra cabellera, recogida en un moño sobre la nuca. Abrumada por la enormidad de la tarea que le esperaba, no pudo reprimir un escalofrío.
—¡Señor! ¿Cómo voy a convencer a Whalid?
Después de haber telegrafiado a su hermano mayor, Leila Dajani desembarcó a la mañana siguiente en el aeropuerto de Marsella-Marignana. Al ver la silueta familiar que se abría paso entre la multitud, corrió hacia ella. Whalid se balanceaba al andar, como de costumbre. En seis meses que no le había visto, había engordado varios kilos.
—¡Pronto te parecerás a Frank! —gritó abrazándole.
—No sería extraño —dijo él, empujando a su hermana hacia el Renault 16 estacionado en el parking reservado del aeropuerto, frente al vestíbulo de llegada.
Debía este privilegio al marbete amarillo y verde pegado en el ángulo izquierdo del parabrisas. Era el salvoconducto que permitía entrar en el centro de estudios nucleares de Cadarache, uno de los principales templos de los trabajos atómicos franceses. Whalid Dajani era, en efecto, físico atómico. Su especialidad guardaba relación con uno de los elementos más preciosos y más peligrosos que existían en el mundo: el plutonio. Doctor en ingeniería nuclear por la Universidad Berkeley, en California, había sido señalado como uno de los jóvenes físicos más brillantes de su generación. Una comunicación presentada en un congreso celebrado en París en noviembre de 1973 había incitado a la Comisaría francesa de energía atómica a ofrecerle altas funciones en el desarrollo del programa de los generadores de máxima potencia Súper-Phenix. El físico palestino había aceptado. Desde entonces trabajaba en Cadarache.
Whalid Dajani tomó la autopista de Aix-en-Provence y se desvió de ella a los pocos kilómetros, para entrar en la carretera de Meyrargues. Después de la alegría de su encuentro, se había hecho un incómodo silencio entre los dos hermanos.
—Tu telegrama decía que tenias que hablarme de algo urgente —dijo él al fin.
«Un automóvil en marcha no es lugar conveniente para una conversación seria», pensó Leila. Era preciso que pudiese hablarle cara a cara, mirándole a los ojos.
—¡Qué bonito lugar! —exclamó, con entusiasmo, al cruzar una aldea—. ¿Y si nos detuviésemos para beber algo?
Whalid aparcó el automóvil y ambos se sentaron en la terraza de un café. Whalid pidió un pastís. Leila vaciló.
—Una limonada —dijo, buscando en el bolso su paquete de Winston.
Encendió un cigarrillo.
—¿Y bien? —preguntó Whalid, llevándose el vaso a los labios—. ¿Quieres hablarme de Kamal? Ya sabes que él y yo no nos…
—No —le interrumpió ella—, no he venido a hablarte de Kamal, sino de ti, Whalid. De ti. Los Hermanos necesitan tu ayuda.
Sintiendo un nudo en el estómago, Whalid tardó un momento en responder.
—¿Los Hermanos? —agitó una mano en el aire—. Todo esto pertenece al pasado, Leila. Hablaba con dulzura, sin animosidad. —He construido aquí mi vida! ¿sabes? Y no ha sido fácil. Pero hoy tengo una familia, una esposa, hijos, amigos, un país. Hago un trabajo interesante. No voy a sacrificarlo todo. Ni por los Hermanos, ni por nadie.
Leila bebía despacio su limonada. Observaba a los viejos que se calentaban al sol en los bancos de madera de la plaza.
—Sean cuales fueren tus esfuerzos para crearte una nueva vida, una nueva familia no podrás escapar a tu pasado, Whalid. Tu verdadero país es Palestina, tu verdadera casa, Jerusalén.
Whalid no respondió. Los dos hermanos permanecieron sentados, uno al lado del otro durante un momento, unidos en silencio por el lazo de los sufrimientos que habían compartido antaño. Ninguno de ellos había conocido los horrores de los campos de refugiados; pero la prueba del exilio no había sido menos cruel. Encarnaban un aspecto del drama palestino que un mundo únicamente sensibilizado a la miseria de aquellos campos tenía raras veces ocasión de entrever: el drama de una Palestina que había producido antaño la élite del mundo árabe, una élite de eruditos, médicos, sabios comerciantes. Arraigados desde cuarenta y cinco generaciones en las colinas de Jerusalén, los Dajani habían dado a la ciudad santa una sucesión ininterrumpida de jefes y de pensadores. Pero, en dos ocasiones, en 1947 y en 1968, habían sido arrojados de su casa. En 1978, los
bulldozers
judíos habían reducido a escombros su mansión ancestral, para que se edificase en su lugar una casa habitada por israelíes.
Whalid asió la mano de su hermana y la acarició suavemente.
—Mi corazón sangra todavía tanto como el tuyo al pensar en todo lo que nos ha sucedido, ya lo sabes. Pero si Palestina es lo único que cuenta actualmente para Kamal y para ti, yo no puedo ya decir lo mismo.
Leila guardó silencio, reflexionando sobre lo que su hermano acababa de decir.
—Whalid —preguntó, después de beber otro trago de limonada—, ¿recuerdas el último día en que estuvimos todos reunidos en Beirut?
Whalid inclinó la cabeza.
—Aquella noche dijiste algo que jamás he olvidado. Kamal iba a salir para Damasco, a reunirse con los Hermanos, a luchar para vengar a nuestro pueblo. Quería que tú fueses con él, y tú te negaste. Si los israelíes son tan fuertes, dijiste, es porque comprenden la importancia de la instrucción. Acababan de aprobarte en las oposiciones de ingreso en la Universidad de California. Nos dijiste que Berkeley sería tu Damasco, que lograr la mejor formación científica del mundo seria tu manera de ayudar a nuestro pueblo y a nuestra causa.
—Lo recuerdo. ¿Y bien?
Leila señaló la plaza, los jugadores de bolos, las mujeres vestidas de negro que charlaban delante de Prisunic, con la bolsa de la compra en la mano.
—¿Dónde está la causa, dónde está tu pueblo en todo esto?
—Aquí —respondió vivamente Whalid, golpeándose el pecho—. En mi corazón, donde ha estado siempre.
—No te enfades, Whalid, te lo suplico —dijo cariñosamente ella—. Sólo quería decir que tuviste razón aquella noche. Cada uno de nosotros debe servir a la causa a su manera. Quizás hacer de correo o llevar mensajes entre Beirut y París, escondidos en mi sujetador, no sea más que una pobre contribución. Pero es lo que puedo hacer. Kamal lucha. Es lo que le corresponde. Pero tú eres diferente, Whalid. Hay millares, cientos de millares de los nuestros capaces de llevar una metralleta Kalashnikov. Pero tal vez hay sólo un palestino en el mundo que pueda hacer por su pueblo lo que puedes hacer tú.