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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (7 page)

BOOK: El quinto jinete
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Un joven marino contemplaba con aire arrobado a la belleza morena que se apeaba del tren que acababa de llegar a la estación de Nueva York. Leila Dajani estaba acostumbrada a las miradas masculinas. Con sus grandes ojos oscuros y su boca de vampiresa oriental, atraía a los hombres desde que era niña. Sonrió amablemente a su admirador y apuró el paso. Detrás de ella, debajo del asiento del compartimiento, había dejado la peluca rubia que se había puesto para entregar el mensaje del coronel Gadafi en la Casa Blanca. Tomó la escalera mecánica, cruzó el vestíbulo de la estación, volviéndose discretamente para asegurarse de que nadie la seguía, y salió. El Cadillac de alquiler que utilizaba regularmente desde su llegada a Nueva York la esperaba aparcado junto a la acera. Al volante del mismo se hallaba un negro rollizo, tocado con una gorra de color azul marino.

—¿Ha tenido buen viaje, señora?

—Excelente, gracias.

El chófer abrió la portezuela y Leila se deslizó sobre el blando asiento que aún olía a nuevo. El coche descendió la rampa en dirección a la avenida. La joven sacó un espejo del bolso y fingió arreglarse los cabellos, aunque lo que hizo en realidad fue asegurarse una vez más de que nadie la seguía. El lujoso automóvil y su estilizado chófer eran fruto de una de las reglas de oro que le había enseñado el célebre terrorista venezolano Carlos: el terrorista inteligente sólo viaja en primera clase. La manera más segura de navegar por el mundo sin llamar la atención, afirmaba, es seguir las costumbres de la burguesía acomodada a la que uno quiere precisamente destruir.

El pretexto elegido por Leila para sus dos estancias en Estados Unidos, a fin de preparar la misión de sus hermanos, respondía exactamente a aquel criterio. Se hallaba en Nueva York en viaje de compras por cuenta de La Rive Gauche, lujosa tienda de modas de la calle de Hamra, de Beirut, que había sobrevivido, como algunos otros establecimientos de su clase, a las convulsiones de la guerra civil libanesa. Obtener un pasaporte falso había sido juego de niños. En Beirut resultaba tan fácil procurarse un pasaporte robado como comprar unos sellos de correos. Leila no había tenido mayores dificultades para conseguir uno de los doscientos mil visados americanos que se otorgan todos los años a ciudadanos del Próximo Oriente. El cónsul, abrumado de trabajo, no se había tomado siquiera la molestia de comprobar su identidad. La carta de recomendación con el membrete de La Rive Gauche había sido suficiente para él.

Así, bajo el nombre de Linda Nahar, libanesa cristiana de la alta sociedad de Beirut Leila Dajani se había convertido en figura conocida en los salones de alta costura de Bill Blass, Calvin Klein y Oscar de la Renta. Su belleza y su atractivo habían hecho de ella, a no tardar, una de las mujeres en boga de la
jet set
neoyorquina. Pasaba los fines de semana en Long Island almorzaba en la Caravelle y bailaba hasta el alba en el extravagante esplendor de discoteca del Studio 54.

El Cadillac se deslizó suavemente a lo largo del Central Park South y se detuvo delante de la marquesina de Hampshlre House. El portero de rojo dormán y botones dorados se adelantó para abrir la portezuela. Leila le saludó, dio las buenas noches al chófer, recogió su llave y tres mensajes en el mostrador de recepción y se metió en el ascensor. Dos minutos más tarde penetraba en el simpático desorden de la suite que había alquilado en el piso treinta y dos. La moqueta estaba cubierta de accesorios de su presunta profesión: muestras de tejidos y números de
Vogue
, de
Harper Bazaar
, de
Glamour
, de
Woman's Wear Daily
. Su fotografía en traje chinesco, aparecida en
Woman's Wear
a raíz de un desfile de modas en beneficio del metropolitan Opera la había inquietado momentáneamente. Afortunadamente para ella, aquel periódico no era de los que suelen revisar los especialistas de la CIA en asuntos palestinos.

Arrojó su abrigo sobre un sillón, se sirvió un whisky y se acercó al balcón que daba a Central Park. El parque dormía bajo un manto de nieve recién caída, como encerrado en un estuche de diamantes por la centelleante línea de los
buildings
iluminados. Se estremeció, subyugada, como hechizada por la belleza del espectáculo, incapaz de apartar de él su mirada. Bebió varios sorbos de whisky y pensó en Carlos. Este tenía toda la razón. El verdadero terrorista no debe preocuparse nunca por las consecuencias de sus actos. Apuró su vaso de un trago, corrió bruscamente la cortina delante del cristal y se dirigió al cuarto de baño. Echó unas gotas de aceite de Roger & Gallet en la bañera y abrió del todo los grifos, en un gran chorro de cálida espuma que esparció un olor suave.

Antes de meterse en el agua Leila se contemplo con aire satisfecho en el espejo. A pesar de la vida de noctámbula a que la había obligado Nueva York, sus líneas no habían perdido nada de su frescura. Palpó con sus largos dedos la curva perfecta de los muslos, de las nalgas y del vientre y acarició delicadamente la piel suave y firme dé los senos. Después, se tendió en el agua espumosa y se dejó invadir por el calor en deliciosa sensación. Atrapando la perfumada espuma a manos llenas, se frotó delicadamente el cuello, las orejas, los hombros y, de nuevo, los senos, hasta endurecer su punta. Sacó lánguidamente una pierna fuera de la espuma. La vista del esmalte escarlata que adornaba las uñas del pie la hizo sonreír. ¿Se había visto jamás una terrorista que se pintase los dedos de los pies? Se echó hacia atrás, cerró los ojos y se estiró, como un gato, gozando del suave calor que penetraba hasta lo más íntimo de su ser. El cristalino retintín del teléfono mural encima de su cabeza la sacó de su nirvana. Percibió un barullo lejano y reconoció la voz de Michael.

—¿Donde estás? —le gritó, casi secamente.

—Acabamos de comer en casa de Elaine. Ahora vamos a tomar una copa en Studio 54. ¿Por qué no te reúnes con nosotros allí?

—¿Me das una hora?

—¿Una hora? Si quieres, ¡te doy la vida, encanto!

A pesar del eficaz sistema de aireación, una espesa nube de humo de cigarrillos flotaba en la sala de conferencias de la Casa Blanca. Tazas y platos de cartón, conteniendo restos de potaje de judías coloradas y de bocadillos, aparecían desparramados sobre la mesa y los asientos no ocupados.

Tres oficiales de la US Air Force acababan de colgar una serie de cuadros y de mapas en una de las paredes. Un joven coronel pelirrojo tomó la palabra. Había sido encargado por el Pentágono de presentar al presidente un informe sobre los medios técnicos que podrían utilizar el presidente de Libia o un grupo de terroristas para hacer estallar a distancia una bomba nuclear oculta en!a ciudad de Nueva York. También debía indicar los recursos de que se disponía para impedir una acción de este tipo.

—Señor presidente, señores: según el esquema que nos ha sido comunicado, el ingenio en cuestión está concebido para ser conectado a un aparato capaz de producir, cuando se quiera, una descarga eléctrica de cinco voltios, que provocaría la ignición. En términos generales, hay tres maneras de provocar este impulso. Aunque no muy interesante en el caso actual, no hay que descartar a priori la primera: se trataría de la acción de un kamikaze, que permanecería junto a la bomba hasta la hora H y accionaría él mismo el mando de ignición. Un método infalible, si el hombre está realmente dispuesto a perecer.

El jefe de la CIA sacudió de forma ruidosa su pipa en un cenicero.

—Coronel —objetó— si Gadafi es realmente el autor del chantaje con que nos enfrentamos, esta solución será la última que escoja. Pues querrá ser el único dueño de todo hasta el fin, el único que pueda provocar o anular la explosión.

El coronel asintió con un respetuoso movimiento de cabeza y prosiguió a toda prisa:

—Entonces, solo quedan dos medios: el teléfono o la radio. Conectar el mecanismo de ignición de la bomba a una línea telefónica ordinaria es un juego de niños. Conectando dos hilos, como para un sencillo contestador automático, es posible transmitir un mensaje cifrado que provoque la explosión. Si este mensaje coincide con la programación del sistema de ignición, la explosión se produce instantáneamente. Una combinación equivocada no podría producirla. He aquí la garantía absoluta de este método. En realidad, para hacer explotar su bomba, Gadafi solo tendría que hacer una cosa: telefonear desde cualquier lugar del mundo y transmitir su señal.

—¿Tan fácil seria? —preguntó el presidente, visiblemente turbado.

—Temo que sí, señor presidente.

—¿De qué tipo de telecomunicaciones dispone Libia? —preguntó el secretario de Defensa.

—Como los demás países, Libia utiliza el satélite
Intelsat
. Posee estaciones terrestres aquí —el coronel señaló con el puntero un lugar del planisferio colgado detrás de él—, y aquí. Ambas construidas por los japoneses.

—Una incursión aérea podría destruirlas en menos de diez segundos —observó el presidente del Comité de jefes de Estado Mayor. Entonces, Libia quedaría aislada del resto del mundo, ¿no es cierto?

—Telefónicamente hablando, sí.

—¿Seria posible, en vez de esto, aislar Nueva York, impedir la llegada de toda comunicación exterior? —preguntó el jefe del Estado.

—No, señor presidente; esto es técnicamente imposible —respondió categóricamente el coronel.

Después, prosiguió:

—Calculamos, además, que, en una situación como ésta, el presidente libio o cualquier grupo terrorista preferirían emplear la radio. Este medio posee una mayor elasticidad y tiene la ventaja de ser independiente de las redes de comunicaciones existentes.

»Si la orden para la ignición debe recorrer una gran distancia, la señal será emitida en onda larga que rebota en la capa superior de la atmósfera antes de volver a caer sobre la tierra. Esto equivale a bajas frecuencias.

—¿De qué número de frecuencias dispondría Gadafi para una emisión de este género? —preguntó el presidente.

—De Trípoli a Nueva York, un megahercio. Un millón de ciclos.

—¡Un millón! —El presidente se frotó la barbilla—. ¿Se podrían interferir todos ellos?

—Si lo hiciese usted, cortaría al mismo tiempo todas nuestras comunicaciones. La policía, el FBI, el Ejército, los servicios de incendios, todos los enlaces indispensables en caso de urgencia quedarían paralizados.

—Supongamos que, a pesar de todo, diese esta orden. ¿Sería realizable?

—No, señor presidente.

—¿Por qué?

—Sencillamente, porque no tenemos los medios de interferencia adecuados.

—¿Y todas nuestras instalaciones en Europa?

—Serían inútiles en este caso. Demasiado lejanas.

El Jefe de la CIA intervino:

—Para que ese mensaje fuese captado en Nueva York, ¿no necesitaría Gadafi un equipo adecuado, al menos una antena de dirección?

—Desde luego. Pero bastaría fijar ésta a una antena de televisión ordinaria con amplificador.

—¿No sería posible barrer todas las frecuencias susceptibles de ser utilizadas por Gadafi, lanzando una escuadra de helicópteros sobre Nueva York? —preguntó el presidente—. ¿Interrogar a su circuito de radio y descubrir su emplazamiento partiendo de sus respuestas? ¿Por triangulación o por radiogoniometría?

—Efectivamente, tenemos medios para intentar esta operación. Pero sólo sería eficaz si el dispositivo de radio libio estuviese también concebido para emitir si no es más que receptor no obtendremos ninguna respuesta.

—Hay otra manera de resolver el problema —farfulló entonces el tejano Delbert Crandell, secretario de Energía—. Hagamos estallar media docena de misiles en la atmósfera de Libia. Le garantizo que esto envolverá a todo el país en una capa electromagnética que cortará todas las comunicaciones allá abajo durante muchísimo tiempo.

El ministro se engalló y descargó un puñetazo sobre la mesa. James Mills abrió un ojo y se irguió en su asiento.

—Señor presidente, sigo pensando que la amenaza no procede de Gadafi. Sin embargo, para el improbable caso de que viniese de él, debemos tener en cuenta cierto número de hipótesis —hizo una pausa y prosiguió—, metódicamente: La primera es que, si tuviese la manera de dar un golpe como éste, tendría también el ingenio de prepararlo bien. No se expondría a unas represalias tan sencillas. Habría encontrado sin duda un sistema infalible: por ejemplo un barco cualquiera en pleno Atlántico desde el que él o cualquiera que actuase en su nombre podría provocar la explosión de la bomba en Nueva York, en el caso de que lanzásemos un ataque preventivo sobre su país…

Mills hablaba todavía cuando se encendió una lucecilla roja en el teléfono de Jack Eastman. Llamaba el suboficial responsable de la centralita de la Casa Blanca. El semblante de Eastman palideció.

—Señor presidente —anunció, con voz helada—, un comunicante anónimo acaba de llamar. Ha colgado antes de que se pudiese identificar el lugar desde el que telefoneaba. Dijo que un segundo mensaje, dirigido a usted, ha sido depositado en la casilla número K-602 de la consigna automática de la estación central de Washington.

Un cordón de policías mantenía a distancia a varias docenas de viajeros retrasados. Unos agentes de la brigada de explosivos del FBI, con casco y traje de material refractario, avanzaban, cubriéndose con sendos escudos, hacia la consigna automática. Resiguieron prudentemente la larga pared de metal con contadores Geiger. Al no encontrar rastro alguno de radiactividad, trajeron tres perros policías adiestrados para oler los explosivos. Por último, con la precaución de cirujanos abriendo un corazón, dos artificieros provistos de un juego de útiles para el robo desmontaron la puerta de la casilla K 602.

Para gran alivio suyo, solo encontraron un sobre apoyado en la pared del fondo. Las señas del destinatario aparecían escritas a máquina: «A la atención del presidente de Estados Unidos de América».

El mensaje era breve. Decía que a medianoche hora de Washington (7 de la mañana, hora de Trípoli), en un lugar situado a 249 kilómetros al este de la intersección del paralelo 25 con el meridiano 10, en el extremo sur del mar de arena de Ambari, al sudoeste de Libia, Muamar el Gadafi daría una prueba irrefutable de su capacidad de llevar a efecto la amenaza anunciada en su comunicación anterior.

Para facilitar la observación de su demostración, el jefe de Libia ofrecía un pasillo aéreo exactamente delimitado, desde el mar Mediterráneo hasta el lugar indicado, que podrían emplear los aviones de reconocimiento americano, sin temor a ser inquietados.

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