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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (3 page)

BOOK: El quinto jinete
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Dajani saboreó maravillado el espectáculo de Broadway. «No se nota la crisis de energía en la gran vía blanca, en aquel reguero de luces» pensó, contemplando los escaparates resplandecientes, los tapices de colores que formaban los gigantescos anuncios eléctricos al trepar por los muros de la noche. El espectáculo de las aceras le sorprendió aún más. En la esquina de la calle 43, coristas del Ejército de Salvación, temblando en sus uniformes azul marino, cantaban resueltamente:
Venid a mí, hijos de Dios
, a pocos metros de un enjambre de prostitutas que exhibían sus encantos bajo provocativos pantalones de lentejuelas. Había un muestrario poco común de humanidad en aquella muchedumbre. Turistas que iban de parranda; noctámbulos distinguidos, de smoking y vestido de noche, que se dirigían al teatro o al cabaret; chulos con abrigo de cuero y botas de tacón alto; muchachos de los barrios de barracas de la ciudad alta, que venían a soñar en esta orgía de luces; mendigos que tendían la gorra; policías regordetes que patrullaban con la porra en la mano; carteristas y descuideros en busca de víctimas; soldados y marinos cantando a voz en grito. En la esquina de la calle 46, un hombre de negra levita increpaba a los transeúntes con voz amenazadora: «¡El fuego del infierno y la condenación os esperan, habitantes de Sodoma y Gomorra!» Un poco más arriba, en la misma Broadway, un papá Noel, tan flaco que los postizos de su traje no conseguían darle el físico propio de su función, agitaba una campanilla ante un caldero en el que llovían las limosnas. Detrás de él, dos travestis con pelucas de un rubio oxigenado, camelaban a sus clientes en el umbral de una puerta, con voces de falsete que no dejaban la menor duda sobre su sexo. Una humanidad bulliciosa, pegajosa, múltiple, deslizándose en un congosto de luces; un mosaico breugheliano cuya vibrante enormidad percibía el palestino a cada paso. Al cruzar la avenida, Whalid Dajani sintió de pronto como una puñalada en el fondo del estómago. ¡Su úlcera! Entró precipitadamente en el primer
milk-bar
que encontró y pidió un vaso de leche. Tragó ésta con la misma avidez que un alcohólico echándose al coleto el primer whisky del día. Después, reanudó su marcha por Broadway.

Al poco rato, el eco de la voz de Frank Sinatra cantando una de sus viejas tonadas le indicó el emplazamiento de la tienda que buscaba. Entró en un establecimiento de radio y de discos violentamente iluminado, pasó por delante de la exposición de álbumes y de casetes y se detuvo ante el mostrador de casetes vírgenes. Hurgó en los casilleros hasta encontrar una de treinta minutos y de marca BASF.

—Oiga, amigo —le dijo el vendedor— estamos haciendo una promoción de las Sony. Tres casetes por 4 dólares y 9 centavos.

—Gracias, pero prefiero las BASF —respondió Whalid Dajani.

Al salir, atrajo su mirada el gigantesco cartel del fumador de cigarrillos Winston, lanzando anillas de humo. Todavía faltaban dos horas para su cita. Siguió su paseo por la legendaria avenida, hoy invadida por una profusión de
sex-shops
, salones de masaje y salas de cine pornográfico. Eligió una película cuyo título prometedor,
Los ángeles de Satán
, le hizo sonreír.

A varias manzanas de Times Square, las Hermanas de la Caridad, de la Orden de San Vicente de Paúl, del centro Kennedy para niños inadaptados, se disponían a presentar un espectáculo de clase muy diferente. Tierna y cariñosamente, conducían un grupo de niños hacia el árbol de Navidad, que se alzaba en medio de la sala de fiestas como una antorcha de esperanza. Sus pasos inseguros, sus miradas oblicuas, sus bocas deformadas, delataban la maldición que había caído sobre ellos. Eran mongólicos.

La madre superiora hizo sentar a sus protegidos en semicírculo alrededor del abeto. Al ver las guirnaldas de bombillas que lo iluminaban, la alegría de los asombrados niños estalló en una charla patética y discordante. Entonces, la superiora se dirigió a los padres asistentes.

—Maria Rocchia inaugurará nuestra fiesta cantando
Nació el Niño divino
.

Tomó de la mano a una niña de unos diez años y largas trenzas castañas sujetas con cintas de color de rosa. Paralizada por el miedo, la criatura permaneció muda. Por fin, emitió un sonido que no era más que un ronco lamento. Presa de violentos temblores, empezó a patalear. Todo su cuerpecito experimentaba sacudidas, como bajo los efectos de una descarga eléctrica.

Sentado en primera fila, un hombre de unos cincuenta años, que vestía un serio traje gris, se enjugaba la frente. Cada convulsión de la niña, cada sonido incoherente que brotaba de sus labios, le herían dolorosamente. Era su único hijo. Desde que su madre había muerto de leucemia, hacía tres años, vivía en la casa de las hermanas.

Ángelo Rocchia miraba a su hija con apasionado amor. La tempestad que sacudía la frágil silueta amainó. Y al fin se oyó una palabra vacilante, y después, otra, y otra más. La voz seguía siendo ronca, pero no desentonaba al cantar la melodía.

Nació el Niño divino,

cantemos su advenimiento.

Ángelo se enjugó las sienes grises y se desabrochó la chaqueta, suspirando aliviado. Uno de los atributos de su profesión apareció entonces sobre su cadera derecha. Era un Smith Wesson de servicio, calibre treinta y ocho. El padre de la niña que luchaba con las estrofas de su canción de Navidad era el inspector principal de la brigada criminal de la policía neoyorquina.

En un puesto de mando subterráneo de los alrededores de Germantown, Maryland, a cuarenta kilómetros de la Casa Blanca, un hombre descolgó el teléfono. Aquella noche de Domingo, Jim Davis estaba de guardia en el puesto de mando de Urgencias Nucleares del Departamento de Energía, uno de los numerosos fortines secretos desde los que sería gobernada América en caso de guerra nuclear.

Siguiendo las órdenes que Jack Eastman, consejero del presidente de Estados Unidos en cuestiones de Seguridad nacional, había dado unos minutos después de la llegada del informe preliminar del laboratorio atómico de los Álamos sobre la naturaleza de la bomba de Gadafi, Davis se disponía a poner en movimiento el proceso más eficaz inventado por el Gobierno norteamericano para hacer frente a una amenaza nuclear terrorista. Su teléfono le daba acceso directo al sistema protegido de Comunicaciones militares Autodin Autovon, red cuyos números de cinco cifras se consignaban en un volumen verde de setenta y cuatro páginas que era, probablemente, el anuario más confidencial del mundo.

—Centro del mando militar nacional, comandante Evans —anunció una voz, contestando desde otro puesto de mando subterráneo construido debajo del Pentágono.

—Aquí el centro de operaciones de urgencia del Departamento de Energía —dijo Davis—. Tenemos una emergencia nuclear. Prioridad «Flecha rota».

Reprimió un estremecimiento al pronunciar este nombre en clave, que significaba la más alta prioridad atribuida por el Gobierno norteamericano a una crisis nuclear en tiempo de paz.

—Lugar de la emergencia— siguió diciendo— la ciudad de Nueva York. Pedimos los medios de transporte aéreo necesarios para el traslado de la totalidad de nuestro personal especializado y de su material.

Esta petición iba a lanzar al combate una de las organizaciones más secretas del Estado norteamericano, un areópago de sabios y de técnicos mantenidos en estado de alerta de día y de noche, en la sede del Departamento de Energía, así como en diversos laboratorios atómicos de Estados Unidos. Era oficialmente conocida por las iniciales NEST, de Nuclear Explosive Search Teams, brigadas de busca de explosivos nucleares. Con sus ultrasensibles detectores de neutrones y rayos gamma, y sus técnicas de investigación sumamente perfeccionadas, los equipos Nest ofrecían la única posibilidad científica de hacer fracasar la amenaza dirigida por la tarde al presidente de Estados Unidos.

En su puesto de mando del Pentágono, el comandante Evans compuso inmediatamente una serie de fórmulas en clave en el teclado de un terminal de ordenador. En un segundo apareció en la pantalla la lista de las operaciones que tenía que realizar para cumplir la misión que acababa de serle confiada. Debía asegurar el transporte por aire de doscientos hombres con su equipo, partiendo de las bases de Kirkland (Nueva México) y de Travis (California). Para esto, el mando del transporte aéreo de la base de Scott (Illinois) tenía cuatro Starlifter C ciento cuarenta y uno en alerta permanente. El ordenador concretó, en fin, que todo el personal y sus materiales deberían ser desembarcados en secreto en la base de McGuire, de Nueva Jersey. Era la base más próxima a Nueva York, capaz de recibir los aviones de carga Starlifter. Solo estaba a una hora en automóvil de Manhattan.

Evans volvió a teclear, y nuevas indicaciones aparecieron en la pantalla.

—Su primer aparato aterrizará en Kirkland a las dieciocho treinta, hora local —pudo precisar un segundo más tarde al oficial del Departamento de Energía que le había llamado.

En el cielo de Kansas, un Starlifter que transportaba motores de recambio con destino a una base de Texas, cambió bruscamente de rumbo para dirigirse al Sudoeste, a buscar en Nuevo México los primeros elementos de las brigadas Nest. Inclinado sobre sus mapas, en la penumbra de la cabina el piloto preparaba ya su plan de vuelo hacia Nueva York.

A las 20 horas, el presidente de Estados Unidos hizo su entrada en la sala de conferencias del Consejo Nacional de Seguridad, emplazada en el subsuelo del ala oeste de la Casa Blanca. Todos se pusieron en pie. La familiar aparición provocaba siempre una viva curiosidad. Incluso para sus ministros más curtidos, una especie de aureola envolvía la persona del jefe del Estado. El peso de sus responsabilidades, el alcance de sus poderes, la fuerza que encarnaba, hacían de él un ser singular, aunque absolutamente humano. Esta noche, como siempre que se producía una crisis, se añadía a este sentimiento habitual el peso de la angustia y el impulso de una sorda esperanza que sólo él podía despertar.

—Les agradezco que hayan venido, señores, y les pido que recen conmigo para que la crisis que nos reúne aquí no sea más que una broma detestable.

Con su vulgar mesa ovalada y sus sillones tapizados de escay rojo, la sala del Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos parecía la de juntas de un pequeño banco de provincias. Sin embargo, era allí, entre aquellas paredes de un verde pálido, donde Kennedy había previsto el estallido de la Tercera Guerra Mundial, durante la crisis de los mísiles cubanos; donde Johnson había decidido enviar medio millón de americanos a Vietnam; donde Nixon, había proyectado la caída de Salvador Allende y el reconocimiento de China. El propio presidente había discutido, en esta sala, las consecuencias del derrocamiento del sah del Irán y la respuesta de América a los dramáticos desafíos lanzados por su sucesor.

La aparente vulgaridad de la estancia era engañosa. Un simple botón hacía que se desenrollasen gigantescas pantallas de proyección y mapas del mundo. Delante de cada sillón, un cajón contenía un teléfono, equipado con un sistema automático de interferencias. Y, sobre todo, por ser contigua al centro de telecomunicaciones de la presidencia de Estados Unidos, esta pieza estaba enlazada por hileras de pupitres de transmisión provistos dé pantallas vídeo a todos los órganos de mando del Estado: el Pentágono, la CIA, el Departamento de Estado, la Agencia Nacional de Seguridad, el alto mando de las fuerzas aéreas estratégicas. Las instrucciones emanadas de esta sala podían ser de este modo transmitidas a todas las instalaciones americanas de todo el mundo ya fuese al oficial artillero del portaaviones
Kitty Hawk
, situado delante del estrecho de Ormuz, frente a las instalaciones petrolíferas iraníes ya fuese a todos los aviones militares de Estados Unidos en vuelo en todos los cielos del Globo. En un rincón se encontraba el famoso «teléfono rojo» entre la Casa Blanca y el Kremlin, y que no es un teléfono propiamente dicho, sino un teletipo.

Con un ademán, el jefe del Estado invitó a sus colaboradores a tomar asiento. Curiosamente, la asamblea parecía un equipo de golfistas de regreso de una competición, más que el Estado Mayor del Gobierno de Estados Unidos para momentos de crisis. Los secretarios de Defensa y de Energía los directores de la Agencia Central de Información (CIA), de la Oficina Federal de Investigación (FBI) Seguridad Federal norteamericana, el presidente del comité de jefes de Estado Mayor y el subsecretario de Estado, lucían el sensible atuendo dominguero que llevaban al ser sorprendidos por la llamada del general Eastman: vaqueros, camisas de cowboy, chaquetas deportivas e incluso camisetas de gimnasia.

La acerada mirada del presidente recorrió la asamblea y se detuvo en Eastman.

—Jack, ¿por qué no está aquí James?

En los momentos graves todo hombre aspira a tener a su lado un ser, masculino o femenino, que pueda ponerse completamente en su lugar y aconsejarle como amigo en el momento crítico de las decisiones. Aunque se supiese rodeado de los mejores cerebros de la nación, el presidente no escapaba a esta necesidad. Por esto había traído de su Georgia natal un pequeño equipo de fieles, de cómplices, de
boys
, y los había instalado en la Casa Blanca. James Mill, de treinta y cuatro años, antiguo estudiante de ciencias políticas, era uno de ellos.

Cada vez que se hallaba ante un problema, el presidente empezaba analizando sus principales elementos. Esta manera de proceder, un poco lenta, pero metódica, la debía a su formación militar. Pidió al general Eastman que leyese la carta de Gadafi recibida por la tarde, y dijo seguidamente:

—Creo, señores, que, antes de pensar en emprender la menor acción, tenemos que responder a una primera pregunta: esta amenaza, ¿va realmente en serio?

Un murmullo de aprobación acogía su sugerencia, cuando brotó una voz del amplificador colocado en el centro de la mesa de conferencias. La comunicación venía de Nuevo México. Harold Wood, director del laboratorio atómico de Los Álamos, hablaba desde el otro extremo de la línea.

Con sus tupidos cabellos rubios estriados de blanco y su complexión atlética, el hombre que se disponía a hablar parecía más un leñador sueco que un investigador de laboratorio. Sin embargo, Harold Wood era uno de los últimos supervivientes del prestigioso equipo de sabios que una noche de invierno de 1942, había hecho entrar el mundo en la Era atómica. Sus compañeros, Einstein, Oppenheimer, Bohr, Fermi, habían desaparecido, pero sus relatos estaban allí, en las paredes de su despacho, como fiel homenaje al recuerdo de los pioneros de la epopeya nuclear. El centro de Los Álamos, dirigido por él, era el templo de la ciencia atómica norteamericana. Era allí, en pleno corazón del gran desierto pedregoso de Nuevo México, al pie de las vertiginosas escarpas de la Meseta del Pajarito, donde Agnew y sus compañeros habían construido, en 1945, la primera bomba atómica.

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