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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (2 page)

BOOK: El quinto jinete
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A las siete en punto, el presidente y su esposa se sentaron a la mesa de caoba barnizada. Su hijo menor y la esposa de éste comían con ellos, así como su tercer retoño, una rubia de doce años. Componían el símbolo perfecto de la familia americana. El presidente vestía vaqueros y camisa de lana a cuadros; su mujer, pantalón de terciopelo y chándal.

Como todos los domingos, la primera dama de Estados Unidos había despedido a los criados y preparado ella misma la sobria comida dominical que tanto gustaba a su marido: sopa de alubias rojas, unas lonchas de jamón de Virginia a la brasa y crema de caramelo. Única bebida: leche. Antes de sentarse, el presidente invitó a su nuera a recitar la acción de gracias, y los cinco comensales se asieron de la mano, pidiendo al Señor que bendijese su alimento. Está oración era una de las muchas plegarias que pronunciaba diariamente el hombre piadoso que gobernaba Estados Unidos. Sólo el oficio religioso de la primera iglesia baptista de Washington le había hecho salir de su casa en este día tan frío. Revestido de su sobrepelliz de diácono, había leído a los 1.400 fieles blancos y negros de su parroquia los salmos del segundo domingo de Adviento y comentado con fervor el mensaje de amor y de reconciliación que traía a los hombres la próxima venida del Mesías.

El presidente sonrió a su esposa y empezó a comer la sopa. Desde que ocupaba esta residencia, habían aparecido patas de gallo junto a sus ojos azules, habían encanecido sus cabellos rubios y rizados, y había desaparecido, poco a poco, su apostura juvenil. Después de cuatro años de estar en el poder, este hombre de cincuenta y cuatro seguía siendo un enigma para la mayoría de sus compatriotas, uno de los jefes de Estado menos querido y menos comprendido del siglo actual. El destino había querido que su presidencia no estuviese marcada por ninguna de esas grandes crisis que agrupan una nación alrededor de su jefe, sino por un alud de engorrosos problemas, como la inflación, la baja del dólar y la decadencia del prestigio americano en el extranjero.

Ante la imposibilidad de galvanizar el patriotismo de sus conciudadanos con la conquista de alguna nueva frontera o con algún
New Deal
, había tenido que resignarse a ofrecerles las amargas realidades de las reducciones presupuestarias, de las restricciones de energía y de las otras limitaciones de un mundo que no marchaba ya al compás de los tambores americanos. Sus confusas cruzadas en favor de los derechos humanos, de la reducción de los gastos del Estado y de las reformas fiscales y sociales, sus desdichadas disputas con el Congreso, las vacilaciones, las torpezas y las mudanzas de su política exterior, habían dado a América y al mundo la imagen de un líder que andaba a tientas en vez de gobernar y que, en vez de vencer las situaciones se dejaba dominar por ellas.

El país que dirigía no dejaba por ello de ser la nación más poderosa, más rica, más derrochadora, más envidiada y más imitada del planeta. Su producto nacional bruto era tres veces mayor que el de la URSS y superior al de Francia, Alemania Occidental, Gran Bretaña y Japón, en su conjunto. Era el primer productor mundial de carbón, de acero de uranio y de gas natural. Su agricultura seguía siendo una maravilla de productividad, capaz de alimentar al mismo tiempo a su población y a la de la URSS. Nueve décimas partes de los ordenadores del mundo, casi todos los microprogramadores, tres cuartas partes de los aviones civiles y un tercio de los automóviles salían de sus fábricas.

Esta capacidad industrial iba acompañada de una potencia militar que —a pesar de los acuerdos de desarme SALT—, representa una fuerza de destrucción única en la historia de la Humanidad. Durante treinta años, Estados Unidos habían gastado anualmente, por término medio, ciento treinta mil millones de dólares para alcanzar este poderío y dotarse de un arsenal termonuclear de tan terrible eficacia que el presidente podía, en su calidad de jefe supremo de los ejércitos, destruir cien veces la URSS y borrar todo rastro de vida en el planeta, mientras que la integridad del territorio americano quedaba garantizada por el sistema de vigilancia electrónica y de alerta por satélites más sofisticado que podía producir la tecnología moderna. Siete redes detectoras observaban el espacio circundante Americano con precisión capaz de detectar a cientos de millas de las costas, el paso de un pato migrador.

Así, protegidos por el valor disuasorio de su poder nuclear, los americanos podían considerarse como una casta privilegiada. De todos los habitantes de la Tierra, eran los que corrían menos peligro de ser víctimas de un exterminio atómico.

El jefe del Estado acababa de comer la sopa cuando sonó el teléfono en el salón contiguo. Esto ocurría muy raras veces en las habitaciones privadas de la Casa Blanca. Al contrario de sus predecesores, el presidente prefería la lectura de un informe a las conversaciones por teléfono, y sus colaboradores tenían órdenes de limitar el empleo de su línea a los mensajes de gran urgencia.

Su esposa fue a contestar a la llamada y volvió con rostro preocupado.

—Es Jack Eastman. Desea verte enseguida.

Jack Eastman era el consejero del presidente en cuestiones de seguridad nacional. General de Aviación, de cincuenta y seis años y cabellos grises cortados a cepillo, acababa de sustituir a Zbigniew Brzezinski en la oficina de la esquina del ala oeste de la Casa Blanca, hecha célebre por Henry Kissinger.

El presidente se disculpó y salió. Dos minutos después, penetró en el despacho de sus dependencias privadas. Le bastó una mirada a su colaborador para comprender la gravedad de su visita. Tan parco en palabras como en ademanes, Eastman le entregó inmediatamente una carpeta de cartón.

—Señor presidente, creo que debe enterarse de este pliego. Es la traducción de una cinta grabada en árabe y dirigida a usted que fue depositada a primera hora de la tarde en el puesto de guardia principal.

El presidente abrió la carpeta y leyó las dos hojas mecanografiadas.

Consejo Nacional de Seguridad

Ref.
: 412.471 - 136.281

TOP SECRET

Exposición: Hoy, 13 de diciembre, a las 15.31 horas ha sido entregado al oficial de guardia de la puerta Madison de la Casa Blanca, por una mujer no identificada, un sobre cerrado. Este sobre contenía:

  1. Un plano, levantado a escala industrial, de un aparato de naturaleza desconocida.
  2. Un legajo compuesto de cuatro páginas de cálculos matemáticos y físicos.
  3. Una casete de treinta minutos, grabada con la voz de un hombre que hablaba en árabe.

Traducción de la cinta
, realizada por E. F. Sheenan, del Departamento de Estado:

Día sexto del mes de Jumad al Awal, del año 1401 de la Hégira.

Yo te saludo, ¡Oh, presidente de la República de Estados Unidos de América! Que al recibir este mensaje goces, por la gracia de Alá de la bendición de una salud feliz.

Me dirijo a ti porque eres un hombre misericordioso, sensible a los sufrimientos de los pueblos inocentes y martirizados.

Afirmas que quieres restablecer la paz en el Próximo Oriente, y ruego a Dios que te bendiga por este esfuerzo, pues también yo soy hombre de paz. Pero no puede haber paz sin justicia, y no habrá justicia para mis hermanos árabes de Palestina mientras los sionistas, con la bendición de tu país, sigan robando la tierra de mis hermanos para instalar en ella sus colonias ilegales.

No habrá justicia para mis hermanos árabes de Palestina mientras los sionistas les nieguen, con la bendición de tu país, el derecho a volver a la patria de sus padres.

No habrá justicia para mis hermanos de Palestina mientras los sionistas ocupen nuestra mezquita sagrada de Jerusalén.

Por la gracia de Dios, yo estoy hoy en posesión del arma de destrucción absoluta. Te envío, con este mensaje, la prueba científica de esta afirmación. Doliéndome en el alma, pero con clara conciencia de mi responsabilidad para con mis hermanos de Palestina y todos los pueblos árabes, decidí hacer transportar este arma al interior de tu isla de Nueva York, donde se encuentra actualmente. Y me veré obligado a hacerla explotar en un plazo de treinta y seis horas a contar desde la medianoche de hoy, o sea a las doce de pasado mañana, martes quince de diciembre, hora de Nueva York, si, en el intervalo no has obligado a tu aliado sionista a:

  1. Evacuar sus colonias ilegalmente instaladas en los territorios robados a la nación árabe en el curso de su guerra de agresión de 1967.
  2. Evacuar a todos sus súbditos residentes en la zona este de Jerusalén y en el sector de nuestra santa mezquita.
  3. Anunciar al mundo su intención de permitir a todos mis hermanos palestinos que lo deseen el regreso inmediato a su patria y el goce de todos sus derechos como pueblo soberano.

Debo advertirte, además, que, si dieses publicidad a esta comunicación o empezases de alguna manera la evacuación de Nueva York, me vería obligado a hacer explotar inmediatamente la bomba aniquiladora colocada en la ciudad.

Pido a Dios que en esta hora tan grave, te otorgue el don de su misericordia y su sabiduría.

M
UAMAR EL
G
ADAFI

Presidente de la Jamahiriya Árabe Libia Popular Socialista.

El presidente interrogó, estupefacto, a su colaborador:

—¿Es una broma, Jack?

—Esperemos que así sea. Todavía no hemos podido comprobar si este mensaje procede realmente de Gadafi o si es obra de unos siniestros guasones. Sin embargo, nos preocupa que el Servicio de Urgencia Nuclear del Ministerio de Energía haya dicho que el plano que acompaña al mensaje es un documento sumamente complicado. Ha sido enviado al laboratorio de Los Álamos para una peritación a fondo. Esperamos el resultado. He convocado el Comité de Crisis para las 20 horas, por si fuese necesario. Pensé que debía informar a usted de ello.

El presidente agachó la cabeza, con aire de consternación. Era el primer jefe de Estado de un gran país de la Era atómica que tenía un sólido conocimiento de los misterios de la física nuclear. Y ninguna región del mundo le había causado tantas preocupaciones e inspirado tanta compasión como el Próximo Oriente. La paz en el Próximo Oriente había sido su obsesión casi permanente desde el día en que se había instalado en la Casa Blanca. Y es que, de una manera extraña, en cierta forma, simbólica, conocía y amaba los
djebels
y las llanuras rocosas de aquel país, casi tanto como las gredosas colinas de su Georgia natal. Los visitaba cada día en su imaginación al leer la Biblia.

—Jack, me parece inverosímil que semejante amenaza proceda de Gadafi —dijo, apretando el dedo índice sobre el hoyuelo de su mentón—. Se trata de una acción demasiado irracional. Ningún jefe de una nación soberana se atrevería a hacernos un chantaje como éste, ocultando una bomba atómica en Nueva York. Aunque matase a treinta mil personas, no puede ignorar que nosotros no vacilaríamos, como represalia, en destruirle a él y a toda la población de su país. Tendría que haberse vuelto loco para hacer una cosa tan disparatada.

—Soy de su misma opinión. Por esto me inclino personalmente a pensar que se trata de una broma pesada o, en el peor de los casos, de una comedia urdida por un grupo terrorista que se escuda en el nombre de Gadafi.

Eastman veía las luces del árbol de Navidad plantado en el césped de la Casa Blanca como un ramillete de estrellas multicolores centelleando en la oscura noche de diciembre. El timbre del teléfono le sacó de su contemplación.

—Debe de ser para mí —dijo, excusándose—; avisé al operador de que estaría con usted.

Mientras su consejero se dirigía al teléfono, el presidente se acercó a la ventana y observó con melancolía los faros de los escasos coches que subían por Pensilvania Avenue. No era el primer presidente americano que tenía que enfrentarse con un chantaje terrorista nuclear en una ciudad americana. Gerald Ford había tenido este triste privilegio en 1974, y también a propósito del conflicto del Próximo Oriente. Unos palestinos le habían amenazado con hacer estallar una bomba atómica en el corazón de la ciudad de Boston, si once camaradas suyos no eran sacados de las cárceles israelíes. Como la mayoría de otra cincuentena de casos semejantes producidos a continuación, la amenaza había resultado falsa. Pero, durante varias horas, Gerald Ford había tenido que prever la evacuación de la capital de Massachussets. Los habitantes de Boston no se enteraron de nada.

—¿Señor presidente? El jefe del Ejecutivo se volvió y vio que su consejero había palidecido intensamente. Acaban de llamar desde el laboratorio de Los Álamos. Según el primer análisis, el plano corresponde a una verdadera bomba atómica.

Una elegante joven envuelta en un abrigo de piel de lobo penetraba en aquel momento en una cabina de los lavabos de la estación central de Washington. Se quitó la peluca rubia que se había puesto para ir a entregar el sobre del coronel Gadafi en la Casa Blanca, y peinó cuidadosamente sus cabellos negros recogidos en un moño. Metió la peluca en el fondo de su bolso y salió apresuradamente a la inmensa rotonda flanqueada de concavidades copiadas de las de los baños romanos de Diocleciano.

Leila Dajani era hermana del pasajero del
Dyonisos
. Torció a la izquierda y se dirigió a una galería, donde encontró lo que buscaba: las casillas metálicas de la consigna automática. Abrió una al azar, depositó un sobre en ella, introdujo en la ranura dos monedas de veinticinco centavos y retiró la llave. Volvió a cruzar el vestíbulo, entró en una cabina telefónica y marcó un número. Cuando la persona llamada descolgó el aparato, se limitó a murmurar el número de la llave que tenía en la mano: «K-602».

Tres minutos más tarde, llegaba corriendo al andén número seis y tomaba el último tren metroliner con destino a Nueva York.

La llamada de la joven palestina había sonado en una cabina telefónica de la esquina de Broadway y la calle 42, de Nueva York. Después de anotar el número de la llave, el ocupante de la cabina introdujo cuatro monedas de veinticinco centavos en el aparato y marcó el prefijo 202 y, después, el 456.14.14. Era el número de la Casa Blanca. Habló unos momentos con la telefonista, colgó, se ajustó el gorro de astracán, salió y se perdió entre la multitud de noctámbulos de Times Square.

Cuarentón y corpulento, con una seria expresión intelectual en su rostro rubicundo, fino bigote negro y gafas de gruesa montura, Whalid Dajani era el tercer miembro del trío familiar palestino a quien las circunstancias habían puesto al servicio de Gadafi para el cumplimiento de su amenaza contra Nueva York.

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