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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (6 page)

BOOK: El quinto jinete
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Era la pregunta clave; en realidad, todo lo demás dependía de ella.

—No tenemos ninguna prueba positiva —respondió el almirante Bennington, jefe de la CIA—. Sólo sabemos que el coronel Gadafi pretende, desde hace mucho tiempo, entrar en el club de las potencias nucleares. He aquí un documento que le ilustrará a este respecto, señor presidente.

Alargó un memorando de cuatro páginas al jefe del Estado. El presidente se caló las gatas, se arrellanó en su sillón y leyó:

Agencia Central de Información.

Clasificación
: SECRETO

Objeto
: Síntesis de las acciones emprendidas por el presidente de la República árabe de Libia para dotar a este país de una industria nuclear.

Verano de 1972
.— Negociaciones con Westinghouse para la compra de un reactor de agua ligera de 600 megavatios. Veto del Gobierno norteamericano.

Principios de 1973
.— Intento de compra de un reactor experimental Triga a la Gulf General Atomic, de San Diego. Veto del Departamento de Estado.

Finales de 1973
.— Iniciación de las obras de construcción de una Ciudad de las Ciencias en el sur de Trípoli. Reclutamiento de un ingeniero tunecino que trabajaba en el laboratorio atómico de Saclay (Francia), para dirigir el programa nuclear libio, bautizado con el nombre de El Sable del Islam.

1974
.— Anexión de un territorio en los confines del Tchad, poseedor de yacimientos de uranio. Permiso de investigación otorgado a prospectares argentinos. Construcción de una refinadora de mineral de uranio.

1975
.— Convenio secreto con el Pakistán, con vistas a la compra de plutonio.

1976 (febrero)
.— Compra a Francia de un reactor de agua ligera, de seiscientos megavatios.

1976 (abril)
.— Tentativa de contratación de cinco fiscos nucleares europeos de fama internacional.

1976 (diciembre)
.— Adquisición del 10 por ciento del capital de Fiat.

1978
.— Negociaciones con la URSS para la compra de un reactor de cuatrocientos megavatios.

1979 (enero)
.— Puesta en funcionamiento del reactor francés bajo el control de la AIEA
[2]
.

Los siete hombres sentados alrededor de la mesa tenían sus miradas fijas en el jefe del Estado, absorto en su lectura. El presidente llegó a la conclusión del memorando. La leyó una vez; después, otra y, por fin, una tercera. La conclusión decía:

A pesar de los obstinados esfuerzos del coronel Gadafi para implantar una industria en Libia, nada permite afirmar actualmente la presencia de materias fisibles confines militares en dicho país. Por consiguiente, la Agencia Central de Información estima que el coronel Gadafi no dispondrá del arma nuclear antes de un plazo de tres a cinco años.

El presidente dejó el documento sobre su carpeta, se quitó las gafas y observó los semblantes que le rodeaban. La lectura había acentuado el azul intenso de sus ojos. Se mordió los labios. Parecía aliviado.

—Esperemos, mi querido Tap, que su conclusión sea correcta.

Pero, bruscamente, su rostro se endureció. Volvió a calarse las gafas y examinó de nuevo el texto.

Los franceses deberían ser los mejor informados sobre el estado actual del programa nuclear libio, ¿verdad? Fueron ellos quienes vendieron a Gadafi su primer reactor. Seguramente tienen personas que aún trabajan allá abajo.

Se volvió al jefe de la CIA.

—¿Ha hablado con París, Tap?

Con sus cabellos demasiados largos, su camisa abigarrada, sus vaqueros en acordeón y sus zapatos de baloncesto atados a medias, el personaje que entró en la sala del consejo de la Casa Blanca parecía un estudiante contestatario más que un alto funcionario del Estado Mayor personal de un jefe de Estado. La arrogancia del secretario general de la Casa Blanca, su desdén por el
establishment
washingtoniano, su vulgaridad y su desenvoltura, habían granjeado muchos enemigos al georgiano de treinta y cuatro años, James Mills. Pero bajo este anticonformismo agresivo se ocultaba un trabajador encarnizado, meticuloso, fanáticamente entregado al servicio de su amo; una especie de Mazarino, omnipresente y omnipotente.

Al entrar, Mills sintió que flotaba en la sala una atmósfera de crisis que era como un perfume malo. Las palabras del físico de Los Álamos habían dejado mudos de estupor a los hombres que rodeaban al presidente. Sus semblantes eran tensos, inquietos. Las reglas del juego acababan de cambiar. La paz del mundo se fundaba hasta ahora en el equilibrio del terror entre los dos grandes, América y URSS. «Yo te mato, tú me matas», el principio de la vieja comedia rusa donde todo el mundo muere, impedía que se produjese el enfrentamiento.

La crisis desencadenada en noviembre del 79 por la llamada de Jomeini a la guerra santa no era más que una broma comparada con la amenaza de Gadafi, que trastornaba trágicamente la estrategia del equilibrio. Significaba el fracaso de la política de no proliferación tan ardientemente defendida por el presidente y por la mayoría de los jefes de Estado responsables. Erigía a nivel de Estado el recurso al terrorismo como arma de conquista, y coronaba la violencia política con una aureola suprema. «Si esta bomba existe en realidad —pensaba amargamente el presidente—, un país que, hace menos de una generación, vivía aún bajo la tienda de los nómadas, tendrá poder para arrasar la ciudad más grande de Estados Unidos, la zona urbana más densa del mundo, y para asesinar a un número de habitantes tres veces mayor que el de su propia población. El acto de terrorismo más formidable de la Historia: el
kidnapping
de diez millones de personas. Y, como precio de rescate, las extravagantes exigencias de un fanático». Se volvió al general Eastman.

—Jack, ¿qué plan tenemos para hacer frente a una situación de este tipo?

Eastman esperaba esa pregunta. Una cámara blindada en el ala oeste de la Casa Blanca contenía un montón de archivadores de cuero de imitación con grandes letras doradas sobre la cubierta. Encerraban los planes de acción elaborados por el Gobierno norteamericano en previsión de todas las crisis imaginables, desde el estallido de una guerra entre URSS y China, hasta la toma de rehenes en una Embajada americana, en un país árabe. Jack Eastman agachó la cabeza.

—No tenemos ningún plan para enfrentarnos a una crisis semejante —confesó afligido.

Un coro de suspiros acogió esta declaración. Los ojos azules del presidente adquirieron un tono gris. Entonces, James Mills se levantó bruscamente sobre sus zapatos de baloncesto.

—Señor presidente —exclamó—, ¡esta bomba no existe! Es un farol. Un enorme farol. Tomó a los presentes por testigos. Veamos, señores, ¿cómo quieren ustedes que un árabe como Gadafi posea la tecnología, los cerebros, la capacidad científica, necesarios para concebir y fabricar un ingenio parecido?

—¿Y qué dice usted de los documentos que nos ha enviado? —objetó Herbert Green, sensato neoyorquino de cincuenta y cuatro años que desempeñaba el cargo de ministro de Defensa.

Green era también doctor en física nuclear.

—Debería usted saber, profesor Green, que entre la teoría y la práctica media un abismo, replicó brutalmente Mills. ¿Cuántos años necesitaron los rusos, los ingleses, los franceses y los chinos, para hacer explotar sus primeras bombas H? Y debe confesar que, en el campo industrial, la URSS o Inglaterra están muy por encima de Libia, ¿no?

Se volvió de nuevo al jefe del Estado. Su voz se hizo incisiva.

—Se trata seguramente de una amenaza más refinada, más elaborada, que las anteriores. Probablemente, sus autores han contado con la colaboración mejor dicho, con la complicidad de científicos calificados; pero créame usted, señor presidente, jamás un árabe de la categoría de Gadafi podría construir una bomba H. Este asunto es, sin la menor sombra de duda, una nueva broma pesada.

A trescientos metros de la Casa Blanca, en la esquina de Pensilvania Avenue con la calle 10, la fortaleza del FBI resplandecía de luces. En la sexta planta funcionaba día y noche un departamento de urgencia nuclear, creado en 1974, cuando el FBI atribuyó al chantaje atómico una prioridad absoluta, compartida únicamente por algunos sucesos vitales, como, por ejemplo, el asesinato del presidente. Este servicio había intervenido ya en más de cincuenta casos de esta naturaleza.

La mayor parte de ellos habían resultado ser lucubraciones de locos o de ideólogos desquiciados, del género de «si tocas la tundra de Alaska, arrojaremos una bomba A sobre Chicago». Pero, como en el caso de Boston, había habido que tomar en serio algunas amenazas, en particular las que iban acompañadas de diseños de ingenios nucleares que, en opinión de los ingenieros de Los Álamos, eran capaces de explotar. Entonces, el FBI había enviado al lugar en cuestión varios centenares de agentes y de técnicos. Ninguna de estas intervenciones había sido conocida nunca por la población.

En cuanto se produjo la alerta el FBI envió varios agentes y técnicos a los Carriage House Apartments, inmueble residencial de cuatro plantas, en la esquina de la calle L y Hampshire Avenue, contiguo al edificio de la Embajada de Libia en Washington. Dos familias fueron invitadas a instalarse en el Hilton, a cargo del Estado, durante el tiempo necesario para instalar micrófonos en las paredes de sus apartamentos medianeras con la Embajada. La misma operación se desarrolló en Nueva York, junto a la casa de la delegación Libia en la ONU. Las líneas telefónicas de todos los diplomáticos libios acreditados en Estados Unidos y en la ONU fueron intervenidas para su escucha.

A las 20.30, en cuanto el físico Harold Wood, de Los Álamos, hubo confirmado que los planos adjuntos al mensaje de Gadafi correspondían a una bomba H, el centro de transmisiones del FBI había puesto todas sus oficinas en estado de alerta general. Todos los equipos del territorio norteamericano y de ultramar recibieron la orden de estar preparados «para una acción urgente que requería prioridad absoluta y movilización general de todo el personal disponible». Hombres que estaban pescando el pez espada en la costa del Pacífico, que asistían a un rodeo en la frontera mexicana o a un partido de rugby en Denver que entraban con sus hijos en un cine de Chicago o que lavaban los platos de la comida familiar en sus casas de Nueva Orleans, recibieron también la orden de trasladarse inmediatamente a Nueva York, con la advertencia formal de que debían hacerlo «con la máxima discreción».

Los agentes de enlace del FBI con el Mossad israelí, la DST francesa, el M-15 británico y los servicios de información de Alemania Occidental, recibieron el encargo de revisar todos sus ficheros y transmitir los nombres, las señas y, eventualmente, las huellas dactilares y las fotografías de todos los terroristas árabes registrados en el mundo.

Un gigante de cabellos grises cuidadosamente peinados y severo traje azul marino acababa de llegar a su oficina del séptimo piso para asumir el mando de las operaciones. A sus cincuenta y seis años, Quentin Dewing era director adjunto de investigación del FBI. Decidió concentrar su acción en tres direcciones. Ordenó averiguar el paradero y vigilar a todos los palestinos conocidos por sus ideas extremistas, o sospechosos de tenerlas, así como a todos los miembros de organizaciones revolucionarias tales como el Frente de Liberación puertorriqueño del que se pensaba que simpatizaba con la OLP. En Nueva York y en varias ciudades de la costa Este, agentes del FBI se distribuyeron por los guetos negros y los barrios de alta delincuencia, para incitar a los confidentes —rufianes, traficantes, pilluelos y encubridores—, a reunir toda la información interesante sobre los árabes: los que buscaban armas, un escondrijo, papeles, cualquier cosa, con tal de que se tratase de árabes.

Al mismo tiempo, inició una gigantesca búsqueda de la bomba y de los que la habían introducido en el país. Una veintena de
Feds
, como son comúnmente llamados los agentes del FBI, estaban ya interrogando a los ordenadores de los servicios de inmigración y de naturalización, repasando metódicamente todas las fichas modelo I 94 de los árabes que habían entrado en Estados Unidos durante los seis últimos meses. Inmediatamente transmitían por télex, a la oficina más próxima, la dirección aparecida en la ficha. Otros agentes revisaban los archivos de la Asociación Marítima del puerto de Nueva York, en busca de barcos que, durante el mismo período, hubiesen hecho escala en Trípoli, Bengasi, Lataquié, Beirut, Basora o Adén, y que, después, hubiesen descargado mercancías en la costa atlántica. Iguales investigaciones se hallaban en curso en los servicios de flete de todos los aeródromos internacionales situados en un radio de mil kilómetros alrededor de Nueva York.

Por último, Dewing ordenó que todos los norteamericanos que tuviesen o hubiesen tenido una autorización
Cosmic top secret
, que daba acceso a las instalaciones de construcción de bombas H, fuesen sistemáticamente interrogados. Poco antes de las 21 horas, un automóvil lleno de
Feds
se detuvo delante del 1822 de Old Santa Fe Trail, antigua ruta de la conquista del Oeste, convertida en zona residencial de la capital de Nuevo México. El buzón plateado para las cartas, el buzón amarillo para los periódicos y el pequeño jardín que rodeaba la casita, hacían de ésta el símbolo perfecto de la clase media americana. Sin embargo, su ocupante no era un ciudadano corriente.

De origen polaco, el matemático Stanley Ulham era el cerebro que había descubierto el secreto de la bomba H. Por curiosa ironía, precisamente la mañana en que había hecho su fatal descubrimiento, el sabio estaba tratando de demostrar en la pizarra la imposibilidad de conseguir aquella bomba. Estaba a punto de terminar su demostración cuando tuvo una intuición fulgurante. Habría podido borrarlo todo de golpe con un trapo; pero esto no habría sido propio del sabio que era en realidad. Fumándose en cadena todo un paquete de Pall Mall, bailando febrilmente delante de su encerado con sus pedazos de tiza, había puesto al descubierto, en menos de una hora de frenéticos cálculos, el terrible secreto.

Los agentes del FBI tardaron mucho menos en absolver al padre de la bomba H de toda complicidad en el drama que amenazaba a Nueva York. Plantado ahora en el umbral de su casa, viendo alejarse a los
Feds
, Ulham no podía dejar de recordar las palabras que había murmurado a su mujer la mañana de su descubrimiento: «Esto va a cambiar el mundo».

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